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– Me supongo que así explicáis que tengáis la ropa manchada de sangre.

– Por eso mi hábito está ensangrentado, sí.

– ¿Y luego?

– Las puñaladas que le habían dado me han impresionado mucho. He visto el puñal…

– ¿Dónde estaba el puñal?

– En el suelo, al lado del cuerpo. Lo he visto y lo he recogido. No sé por qué lo he hecho. Supongo que ha sido una reacción irreflexiva. Y me he quedado ahí, arrodillada.

– Y entonces hemos llegado nosotros.

Para asombro de Fidelma, la abadesa Fainder negó con la cabeza.

– Antes de que llegarais ha ocurrido otra cosa.

– ¿Qué ha ocurrido?

– En ese momento no le he dado importancia, pero ahora sí.

– Continuad.

– He oído una leve zambullida.

Fidelma enarcó una ceja.

– ¿Una leve zambullida? -repitió-. ¿Y qué creéis que era?

– El asesino abandonando el barco -contestó la abadesa, estremeciéndose un poco.

Fidelma la miró sin creerse ni media palabra.

– El barco está amarrado a un embarcadero. ¿Qué necesidad tendría una persona de abandonar el barco saltando al río, y con este tiempo gélido? Y si era el asesino abandonando la escena del crimen, podía haber recurrido a vuestro caballo, que está atado cerca, como medio más efectivo de huida. ¿No os parece?

La abadesa Fainder miró a Fidelma, incapaz de reaccionar a su lógica implacable.

– Estoy segura de que en este barco había alguien que lo ha abandonado saltando al agua -repitió con terquedad.

– El argumento ayudaría a la hora de demostrar vuestra inocencia -opinó Fidelma-, pero debo decir que es sumamente improbable que alguien que pretendiera huir decidiese tomar esa alternativa. ¡Mirad!

Fidelma señalaba a la parte del barco que daba al río. Las aguas bajaban con ímpetu a aquella altura, donde la anchura del río, de más de cinco metros, acrecentaba la vehemencia de la corriente.

– Cualquiera que saltara al río habría de ser un experto nadador. Nadie en su sano juicio elegiría esa ruta frente a la posibilidad de saltar a la orilla al otro lado del barco.

De pronto se le ocurrió algo que le hizo fruncir el ceño.

– ¿Cómo consiguió Gabrán subir el barco hasta aquí contra una corriente tan fuerte? -preguntó.

– Muy fácil -explicó Enda-. Al registrar el barco, he visto las correas. Es habitual, señora, usar un par de burros para tirar de barcos fluviales a contracorriente, sobre todo cuando el agua baja con fuerza. Si no hay mucha corriente, se usan palos para impulsar el barco. Es muy común.

Fidelma se levantó y miró alrededor. Aunque era evidente que Enda tenía razón, algo no encajaba.

– ¿Y dónde están los asnos? ¿Quién los ha traído aquí y quién se los ha llevado? De hecho, ¿dónde está la tripulación de Gabrán?

Volvió a sentarse sobre la escotilla y cerró un momento los ojos para pensar. Tenía la sensación de que estaba pasando por alto algo importante. Le intrigaba que la tripulación hubiera dejado a Gabrán a solas y se hubiera llevado los animales que había usado para subir el barco río arriba. Y lo que contaba la abadesa Fainder de que había llegado al barco sin más y se había encontrado a Gabrán en el momento en que lo habían matado parecía absurdo; tan inverosímil como la idea de un asesino que hubiera escapado saltando a las aguas rápidas del río. Era absurdo. Pero la historia de Eadulf era quizás igual de absurda frente al testimonio de aquella niña, Fial, que decía haber presenciado la muerte de su amiga. Fidelma dio un profundo suspiro.

– Bueno, por el momento, poco podemos hacer -concluyó, poniéndose de pie-. Dego, quiero que vayáis a Cam Eolaing y localicéis a Coba, si es que está. Dijo que se disponía a regresar a la fortaleza; es el bó-aire de esta zona y hay que informarle de este suceso. Si no lo encontráis en Cam Eolaing, regresad a Fearna y traed al obispo Forbassach con vos.

– ¿Qué pretendéis? -preguntó la abadesa Fainder con preocupación, y aunque trató de decirlo con autoridad, le tembló la voz.

– Pretendo hacer lo que dicta la ley -respondió Fidelma y añadió con regocijo macabro-: E imagino que el brehon de este reino será quien decida si la ley se atendrá a los Penitenciales, a los que tanto apego tenéis, o bien se os declarará culpable y se os aplicará el castigo que dicte nuestro sistema tradicional.

– Pero yo no lo he hecho -se defendió la abadesa con los ojos muy abiertos, horrorizados.

– Eso habéis dicho ya, madre abadesa -replicó Fidelma con un toque de malicia bien merecida-. ¡Del mismo modo que el hermano Eadulf dijo que él no había cometido el crimen del que se le acusaba!

* * *

Eadulf deshizo la mordaza de la niña a la que había llevado a cuestas a la entrada de la cueva. Ésta seguía mirándolo fijamente con unos ojos redondos, oscuros, muy abiertos, que reflejaban su pavor. Pese a lo apretadas que estaban las ataduras, temblaba visiblemente.

– ¿Quién sois? -le preguntó Eadulf.

– ¡No me hagáis daño! -gimoteó la pequeña-. Por favor, no me hagáis daño.

Eadulf probó a sosegarla con una sonrisa.

– No pretendo haceros daño. ¿Quién os ha dejado aquí en este estado?

La niña tardó unos momentos en superar el miedo antes de susurrar:

– ¿Sois uno de ellos?

– No sé a quién os referís con «ellos» -contestó Eadulf.

Entonces, al recordar que había otra niña atada en la cueva, entró a buscarla y la sacó. Al igual que la otra, apenas tendría trece años y estaba despeinada y hambrienta. Le retiró la mordaza, y la niña tomó varias bocanadas de aire.

– Vos sois sajón, así que debéis de ser uno de ellos -gritó la primera niña, atemorizada-. Por favor, no nos hagáis daño.

Eadulf se sentó delante de ellas, negando con la cabeza. Él también fue cauto: tenía por norma no soltar a una persona atada hasta averiguar por qué la habían atado. Y es que una vez había visto cómo un hermano moría a manos de una demente a la que acababa de desatar, pensando que estaba liberándola de un torturador.

– No voy a haceros daño, quienesquiera que seáis. Pero antes decidme quiénes sois, por qué estáis atadas y quién os ha atado.

Las niñas cruzaron miradas nerviosas.

– Ya lo sabéis, si sois uno de ellos -respondió una de ellas con desafío.

Eadulf tuvo paciencia.

– Soy extranjero en esta tierra. No sé quiénes sois ni quiénes son ellos.

– Pero sabéis suficiente para habernos encontrado en esta cueva -recalcó la otra, que parecía más espabilada que su compañera-. Nadie encontraría esta cueva por casualidad. Seguro que sois uno de ellos.

– Si fuera a haceros daño igualmente, tampoco tendríais nada que perder respondiendo a mis preguntas -argumentó Eadulf, y la más pequeña se echó a sollozar-. Sin embargo -añadió enseguida-, si soy un simple extranjero que pasaba por aquí, quizá podría ayudaros en esta difícil situación si me explicáis por qué os han atado y os han dejado en esta cueva.

Pasó un momento antes de que la mayor de las dos se decidiera a hablar.

– No lo sabemos.

Eadulf enarcó las cejas con incredulidad.

– Os digo la verdad -insistió la niña-. Ayer un hombre vino a nuestras casas y se nos llevó. Nos llevó a la suya, nos ató y nos dejó allí. Nos dijo que alguien vendría a buscarnos para hacer un largo viaje y que nunca volveríamos a ver nuestro hogar.

Eadulf miraba fijamente a la niña, tratando de valorar cuánta verdad había en sus palabras. Su voz era apagada, monótona, como si guardara la distancia con la realidad que narraba.

– ¿Quién era ese hombre? -instó.

– Un desconocido, como vos.

– Pero no era forastero -matizó la más pequeña.