El monje que acompañaba a la abadesa se inclinó hacia él.
– Confesad, hermano Ibar -susurró en un tono sibilante y persuasivo-. Confesad y evitad el dolor de sufrir en el purgatorio. Id con Dios habiendo limpiado de culpa vuestra alma y Él os recibirá con dicha.
Al fin, unas palabras inteligibles asomaron a su boca.
– Padre abad… madre abadesa… Soy inocente. Pongo a Dios por testigo que soy inocente.
La expresión de la mujer se acentuó con arrugas de desaprobación.
– ¿Conocéis las palabras del Deuteronomio? Escuchadlas, pues, hermano Ibar: «…y los jueces inquirirán bien, y si pareciere ser aquél testigo falso, que testificó falsamente… Y no perdonará tu ojo: vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie». Tal es la palabra de la ley de la fe. Aun ahora podéis aborrecer vuestros pecados, hermano. Id con Dios libre de pecado.
– Yo no he pecado, madre abadesa -gritó el joven con desesperación-. No puedo retractarme de algo que no he hecho.
– Entonces conoced el resultado inevitable de vuestra locura, pues está escrito: «Y vi los muertos, grandes y pequeños, que estaban delante de Dios; y los libros fueron abiertos: y otro libro fue abierto, el cual es de la vida: y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras. Y el mar dio los muertos que estaban en él; y la muerte y el infierno dieron los muertos que estaban en ellos; y fue hecho juicio de cada uno según sus obras. Y el infierno y la muerte fueron lanzados en el lago de fuego. Ésta es la muerte segunda. Y el que no fue hallado escrito en el libro de la vida, fue lanzado en el lago de fuego».
La abadesa interrumpió el sermón para tomar aire y miró al abad buscando su aprobación. Este inclinó la cabeza, impertérrito.
– Hágase la voluntad de Dios -anunció en un tono inalterable.
La mujer inclinó la cabeza dirigiéndose a los dos monjes musculosos que agarraban al joven, y entonó:
– Así sea.
Dieron media vuelta al cautivo a fin de situarlo de cara a la plataforma y lo empujaron hacia delante pese a su resistencia; éste se habría desplomado sobre la estructura si no lo hubieran agarrado bien. Antes de recuperar totalmente el equilibrio, le habían atado los brazos a la espalda con una cuerda corta.
– ¡No soy culpable! ¡No soy culpable! -gritaba el joven mientras forcejeaba en vano para deshacerse de ellos-. ¡Preguntad por los grilletes! ¡Los grilletes! ¡Preguntad!
El hombre fornido que esperaba en la plataforma se adelantó y levantó al reo como si éste no pesara más que un niño. Lo colocó sobre la banqueta, le colocó la soga al cuello y tiró de ella, lo cual sofocó sus gritos, al tiempo que uno de los escoltas ataba una cuerda alrededor de los pies.
A continuación, los escoltas bajaron de la plataforma y el verdugo quedó de pie junto al joven, que mantenía un precario equilibrio sobre la banqueta con la soga al cuello.
Los religiosos reanudaron el canto en latín con una nota más dura y rápida que la anterior; la abadesa miró al musculoso verdugo y, de pronto, asintió con la cabeza.
Éste se limitó a dar una patada a la banqueta bajo el reo, que soltó un último grito ahogado antes de que la soga se le estrechara irrevocablemente alrededor del cuello. Entonces osciló adelante y atrás, dando patadas mientras moría lentamente estrangulado.
El hermano Eadulf de Seaxmund's Ham, que contemplaba la escena del patio desde cierta altura, a través de un ventanuco con barrotes de hierro, se estremeció, se arrodilló y musitó una apresurada plegaria por el alma del condenado. Se apartó de la ventana y regresó al interior de su celda sombría.
Sentado sobre la única banqueta que tenía, un hombre de rostro enjuto y aspecto cadavérico lo observaba con ojos sombríos y brillantes y aterradora expectación. Llevaba el hábito clerical y, al cuello, un crucifijo de oro ornamentado.
– Ahora, sajón -dijo en un tono crispado e intimidante-, tal vez queráis reflexionar sobre vuestro futuro.
El hermano Eadulf dejó asomar una sonrisa hosca que le cambió el gesto, a pesar de lo que acababa de ver en el patio.
– No creo que tenga mucho que reflexionar sobre mi futuro, ya que el que me queda por delante en este mundo es finito.
El hombre sentado ante él torció los labios con sorna ante aquel intento jocoso.
– Razón de más para tener mucho cuidado. El modo en que pasamos las últimas horas en este mundo afecta a nuestra vida eterna en el Otro.
Eadulf se sentó sobre el catre de madera y dijo, restando importancia al asunto:
– No discutiré vuestros conocimientos jurídicos, obispo Forbassach, aunque debo decir que estoy perplejo. He pasado años estudiando en este país y jamás había visto una ejecución. Que yo sepa, vuestras leyes, el Senchus Mór, establecen que nadie debe ser ejecutado por ningún crimen en los cinco reinos de Éireann si paga la multa eric o una compensación. ¿Con qué propósito han matado a ese joven?
El obispo Forbassach, juez supremo del rey Fianamail de Laigin y, por consiguiente, brehon además de obispo del reino, frunció los labios con una sonrisa cínica.
– Los tiempos cambian, sajón. Los tiempos cambian. Nuestro joven rey ha decretado que las leyes y los castigos cristianos (a lo que llamamos Penitenciales) deben reemplazar las antiguas costumbres de esta región. Aquello que es bueno para la fe en los países que aplican las leyes cristianas, también ha de ser bueno para nosotros.
– Pero vos sois brehon, juez, y habéis jurado respetar y defender las leyes de los cinco reinos. ¿Cómo podéis aceptar que Fianamail tenga autoridad legal para cambiar vuestras leyes antiguas? Esto sólo puede hacerse cada tres años en el gran Festival de Tara por acuerdo unánime de reyes, brehons, abogados y seglares.
– Por lo visto sabéis mucho para ser forastero en tierra extraña, sajón. Os diré algo. Nosotros anteponemos la fe a cualquier otra consideración. No sólo juré respetar y defender la ley, sino también juré respetar y defender la fe. Todos deberíamos acoger las leyes de la Iglesia y rechazar la ignorancia de nuestras leyes paganas. Pero no nos andemos por las ramas. No he venido a discutir de leyes con vos, sajón. Se os ha declarado culpable y habéis sido sentenciado. Ahora sólo se os pide que reconozcáis la culpa para estar en paz con Dios.
Eadulf se cruzó de brazos y sacudió la cabeza.
– ¿Ésa es la razón por la cual se me ha obligado a presenciar la ejecución de ese pobre joven? Bien, obispo Forbassach, debéis saber que ya estoy en paz con Dios. Me pedís que admita la culpa sólo para absolveros vos mismo de vuestra propia caída por emitir un falso juicio. Soy inocente, y así lo declararé, como ha hecho ese pobre hombre. Que Dios acoja en su seno al hermano Ibar en el Otro Mundo.
El obispo Forbassach se puso en pie. No había borrado la sonrisa de su rostro, pero era más tensa y falsa que antes. Eadulf notó en él la violencia contenida de la frustración.
– El hermano Ibar cometió una insensatez al declararse inocente, como veo que la estáis cometiendo vos.
Cruzó la celda hasta la ventana y miró al patio unos instantes. El cuerpo del joven todavía colgaba de la horca, dando breves sacudidas de vez en cuando, lo cual revelaba una espantosa certeza: la muerte todavía estaba reclamado a la desdichada víctima. Todos, salvo el paciente verdugo, se habían marchado ya.
– Interesante… eso último que ha gritado -reflexionó Eadulf en voz alta-. ¿Alguien se ha molestado en preguntar por los grilletes?
El obispo Forbassach no respondió. Instantes después dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta. Con la mano en el cerrojo, vaciló un momento y luego se volvió para mirar a Eadulf con ojos fríos e iracundos.
– Tenéis hasta el mediodía de mañana para decidir si queréis morir con una mentira en los labios, sajón, o si deseáis liberar el alma de la culpa de haber cometido ese crimen atroz.