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– Creo que tenéis que explicaros mejor. ¿Quiénes sois y de dónde sois?

Las niñas parecían menos nerviosas, pues se había aplacado el temor inicial a que fuera a hacerles daño.

– Yo me llamo Muirecht -dijo la mayor-. Soy de las montañas del norte, a un día a caballo de aquí.

– ¿Y tú? -preguntó Eadulf a la más joven.

– Yo me llamo Conna.

– ¿Y sois del mismo sitio que Muirecht?

La niña negó con la cabeza.

– No somos del mismo sitio -respondió Muirecht por ella-. Nunca la había visto hasta el día que nos encerraron juntas. No sabíamos cómo nos llamábamos hasta ese momento.

– ¿Y qué sucedió? ¿Por qué os raptaron?

Las niñas volvieron a cruzar miradas y, al parecer, quedó sobreentendido que Muirecht hablaría por las dos.

– Ayer por la mañana, antes de despuntar el día, mi padre me despertó…

– ¿Y quién es vuestro padre? -intervino Eadulf.

– Un hombre pobre. Es fudir… aunque también saer-fudir -especificó enseguida con orgullo.

Eadulf sabía que fudir era la clase más baja de la sociedad irlandesa; una clase que apenas si distaba de los esclavos de la sociedad sajona. No estaba integrada por miembros de un clan, sino por fugitivos comunes, prisioneros de guerra, rehenes o delincuentes a los que habían retirado sus derechos civiles como castigo, hos-fudirs se hallaban divididos en dos subclases: los daer-fudir o «no libres», y los saer-fudir, que no eran exactamente hombres libres, aunque no eran sometidos al cautiverio de los de rango inferior. Los saer-fudir no solían ser delincuentes y, por tanto, podían recuperar ciertos derechos y privilegios en la sociedad. Se les permitía cultivar tierras que su rey o su señor les asignaba y, en muy raras ocasiones, podían ascender de la clase «no libre» a célie, miembro libre de un clan, y hasta podían alcanzar la categoría de bó-aire, o jefe y juez local sin tierras.

Eadulf le dio a entender que sabía de qué hablaba.

– La parcela de mi padre es pequeña -continuó Muirecht-, pero el jefe del territorio exige el biatad, la renta de alimentos. Y mi padre tiene que devolver dos veces al año los préstamos de la reserva común.

Eadulf conocía la costumbre. Tanto los fudirs libres como los que no lo eran podían pedir vacas, puercos, maíz, tocino, mantequilla y miel de la reserva común del clan, siempre y cuando pagaran anualmente, durante siete años, una tercera parte del valor de cuanto tomaban. Una vez pagado, el ganado pasaba a ser de su propiedad y no debían seguir pagando. El fudir libre también estaba obligado a servir al jefe en época de guerra, o a servirle un número acordado de días trabajando sus tierras. Eadulf, que venía de una sociedad donde la esclavitud absoluta era normal, siempre vio con extrañeza la costumbre de que se concediera empréstitos a una clase social que no era libre, y que además se les permitiera obtener la libertad por méritos propios. Por tanto, entendía que, para un hombre con tierras poco fértiles y escasa habilidad para administrarse, en determinadas circunstancias el préstamo podía hundirlo más en la pobreza en vez de sacarlo de ella.

– Continuad -dijo-. Decíais que ayer por la mañana vuestro padre os despertó antes de las primeras luces. ¿Y luego?

Muirecht sorbió por la nariz al recordarlo, apenada.

– Tenía los ojos rojos. Había estado llorando. Me dijo que me vistiera y que me preparase para un largo viaje. Le pregunté qué clase de viaje, pero no me contestó. Yo confiaba en mi padre. Me sacó de la cabaña. Fuera no vi a mi madre ni a mi hermano pequeño, así que no pude despedirme. Pero había un hombre con un carro.

Muirecht vaciló al contemplar la escena en el recuerdo.

Eadulf esperó pacientemente.

– A mí me pasó lo mismo -murmuró la segunda, Conna-. Mi padre es daer-fudir. Y no tengo madre, pues murió hace tres meses. Aprendí a cocinar y a limpiar para mi padre.

Muirecht hizo un mohín y la otra se calló.

– Una vez fuera, mi padre… -prosiguió Muirecht y volvió a interrumpirse, con lágrimas en los ojos-…me agarró por los brazos. El hombre me ató y me amordazó y me metió en el carro. A través de una hendidura en la madera vi como daba a mi padre una bolsita que tintineaba. La agarró, apretándola contra el pecho, y se precipitó en la cabaña. Entonces el hombre se subió al carro, me cubrió con broza y arrancó.

De repente se echó a llorar a moco tendido. Eadulf no sabía cómo consolarla.

– A mí me pasó lo mismo -afirmó la más pequeña-. Me tiraron al carro y esta niña ya estaba dentro. No podíamos hablar, porque teníamos la boca tapada. Y no hemos comido ni bebido nada desde ayer por la mañana.

Eadulf las miraba sin saber cómo reaccionar, sin acabar de creerse la crueldad que le habían contado.

– ¿Con esto me estáis diciendo que vuestros respectivos padres os vendieron al hombre del carro?

Muirecht trató de contener el llanto y asintió con desaliento.

– ¿Qué otra cosa si no? He oído hablar de familias pobres que venden a sus hijos y que luego se los llevan a otros lugares para… -No encontraba la palabra.

– Para esclavizarlos -susurró Eadulf.

Sabía que aquella costumbre se daba en muchos países. Ahora caía en la cuenta del negocio que Gabrán llevaba en el río. Compraba niñas a sus padres y las transportaba hasta la costa, al lago Garman, para ser vendidas como esclavas en los reinos sajones o en el país de los francos. Pobre gente: para paliar su pobreza recurrían a menudo a vender a una de sus hijas. Personalmente, nunca había visto comercio semejante en ninguno de los cinco reinos de Éireann, porque la ley no permitía que nadie viviera en la absoluta indigencia, y el concepto de que un hombre retuviera a otro como esclavo o siervo era ajeno por completo. Así que Eadulf quedó impresionado con la revelación de aquellas niñas.

El graznido repentino de un grajo que alzaba el vuelo desde un árbol sobresaltó a Eadulf, que miró hacia arriba con nerviosismo al recordar que uno de los hombres de Gabrán tenía que estar dirigiéndose hacia las colinas para recoger a las niñas.

– Tenemos que irnos de aquí antes de que esos hombres perversos vengan por vosotras -aconsejó mientras se agachaba y sacaba el puñal.

Cortó las cuerdas que les inmovilizaban los tobillos y las manos.

– Tenemos que irnos ya -añadió.

Muirecht se estaba frotando las muñecas y los tobillos.

– Necesitamos un momento -protestó-. No me siento las manos ni los pies por la falta de sangre.

Conna seguía su ejemplo para tratar de estimular la circulación.

– Pero debemos darnos prisa -las exhortó, pues ahora sabía que corrían un grave peligro.

– Pero ¿adónde vamos a ir? -se quejó Muirecht-. No podemos volver con nuestros padres después de lo que ha pasado…

– No -coincidió Eadulf, ayudándolas a levantarse.

Una vez de pie, se pusieron a dar patadas al suelo para activar la circulación. Eadulf las miraba con perplejidad. No podía llevarse a aquel par de niñas a Fearna… De pronto recordó el monasterio que había en la Montaña Gualda, del que Dalbach le había hablado.

– ¿Conoce alguna de vosotras la zona?

Ambas negaron con la cabeza.

– Yo nunca había ido tan lejos -le dijo Muirecht.

– Hay un cerro llamado la Montaña Gualda -explicó Eadulf-. Queda al oeste de aquí y se alza sobre Fearna. Me han dicho que allí hay una iglesia dedicada a la santísima Brígida. Os refugiaréis allí hasta que se decida algo mejor. ¿Accedéis a acompañarme hasta allí?

Las niñas volvieron a mirarse. Muirecht se encogió de hombros, casi con indiferencia.

– No podemos hacer nada más. Iremos con vos. ¿Cómo os llamáis, forastero?