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– Soy Eadulf. El hermano Eadulf.

– Entonces yo tenía razón: eres forastero -dijo Muirecht en tono triunfal.

Eadulf mostró una sonrisa irónica y puntualizó con humor cáustico:

– Un viajero que está de paso en este reino.

De pronto, una bandada de grajos armó una algarabía en el valle; Eadulf miró abajo con preocupación. Algo había asustado a las aves. No les convenía perder tiempo.

– Puede que el hombre a quien vuestro captor esperaba se esté acercando. Avancemos lo más deprisa que podamos.

Capítulo XVII

Fidelma había dejado a la abadesa Fainder sentada en la escotilla, mientras ella volvía a la cabina de Gabrán. Entró y, desde la puerta, hizo el esfuerzo de mirar la escena sangrienta que había ante sí. El capitán del barco había recibido al menos media docena de puñaladas en el pecho y los brazos. No cabía duda de que se trataba de un ataque con ensañamiento. Procurando no mancharse la ropa de sangre y con mucho cuidado, se acercó a un lado del cuerpo y empezó a examinarlo minuciosamente.

La peor herida era un corte que le atravesaba el cuello, como si el agresor hubiera hundido la hoja entera del puñal hacia arriba, a través de la garganta. Las heridas del pecho y los brazos parecían estocadas dadas al azar, pues no seguían un patrón ni parecía que hubieran apuntado a ningún órgano vital. En cambio, daba la sensación de que el tajo de la garganta había bastado para causar la muerte, ya que había atravesado la yugular. Las demás cuchilladas más bien parecían una expresión de violencia movida por la ira.

¿Era la abadesa Fainder capaz de cometer un acto como aquél? En fin, si algo sabía era que cualquier persona era capaz de hacer algo semejante si se daban las circunstancias apropiadas. Pero ¿qué clase de furia había movido a Fainder? Mientras pensaba en esto, reparó en algo que había estado mirando sin realmente verlo. Se concentró. El corte de la garganta no se había hecho con un puñal o, cuando menos, con el que la abadesa había soltado.

A su pesar, Fidelma se acercó más a la herida. El corte se había hecho con una espada. No le cabía ninguna duda, pues la entrada del arma, marcada en sentido ascendente, no sólo había rasgado la carne, sino que había roto la mandíbula desplazando algunos dientes de la parte inferior, tal fue la fuerza del impacto. Para causar una herida como aquélla, el golpe tenía que haber sido contundente.

Reprobándose a sí misma por haber pasado por alto algo tan evidente, miró en derredor, mas no vio el arma que podría haber causado aquella espantosa herida mortal. Recogió del suelo el puñal y comparó la hoja con la media docena de estocadas del pecho y los brazos. No le hizo falta más que un momento para confirmar que el arma podía haber causado las heridas más insignificantes, pero no el corte mortal.

Mientras se hallaba inclinada sobre el cuerpo, otro objeto captó su atención; de no haberse inclinado tanto, le habría pasado desapercibido. Se dio cuenta de que se trataba de pelos de la cabeza de Gabrán, pues los cotejó. Al parecer alguien se los había arrancado de raíz y luego los había tirado al suelo. En las raíces todavía quedaban restos de sangre.

Volvió a dejar el puñal donde estaba y se levantó. Pero al retroceder, pisó una pieza de metal que chirrió al rozar la madera. Miró al suelo y sus ojos se abrieron como platos: eran un par de grilletes. Eran pequeños y parecían de los usados para sujetar las muñecas. Estaban en el suelo como si nada, abiertos, con la llave en el orificio que las cerraba.

Se disponía a apartarse cuando se fijó en otra cosa. En un clavo que sobresalía de una pata de la mesa, la cual se contaba entre los muebles de la cabina; aparecían, además, hilos de una tela. Al pasar, alguien se había enganchado la ropa en el clavo. Los hilos eran de un tejido artesanal de lana teñida de marrón, del mismo tipo que solían llevar muchos clérigos. Con cuidado, descolgó las fibras y las introdujo en el marsupium.

Entonces se levantó y tanteó la situación. Varias piezas formaban aquel rompecabezas. Cada una de ellas encajaba para conformar la escena de los últimos momentos de Gabrán. Si daba crédito a que la abadesa no había matado al capitán y, en concreto, a que aquélla se encontraba fuera junto a la puerta cuando oyó caer el cuerpo, entonces esto quería decir que el asesino aún se hallaba en la cabina en el momento en que Fainder llegó. Lo cual habría sido materialmente imposible, ya que la abadesa habría visto al asesino, y éste la habría agredido a su vez. Fidelma miró alrededor con detalle en busca de cualquier otra cosa pesada que hubiera podido caer al suelo de la cabina. Mas no vio nada aparte del cadáver de Gabrán.

Aquello significaba que, o bien Fainder mentía por razones evidentes, o bien el asesino había salido de la cabina antes de que la abadesa abriera la puerta. Volvió a escrutar con cuidado una vez más la cabina.

Vio la escotilla de la cubierta. No era fácil de fijarse a simple vista en ella, pues era pequeña. Al levantarla y asomarse a la oscuridad de una cubierta inferior, Fidelma se dio cuenta de que era demasiado pequeña para caber a través de ella y que tampoco distinguiría nada por la falta de luz.

Tomó una lámpara que había sobre una mesa auxiliar y regresó a la cubierta principal del barco.

– Levanta esa escotilla, Enda -indicó al acercarse.

Una rápida mirada a la abadesa bastó para ver que no llevaba un hábito de hilado artesanal ni marrón, sino una túnica negra de lana tejida. La abadesa Fainder se levantó de la escotilla y se hizo a un lado para que el guerrero la pudiera levantar.

– ¿De qué se trata, señora? -preguntó Enda-. ¿Habéis hallado algo?

– Sólo estoy echando una mirada -explicó.

Al descender por los escalones que llevaban de la escotilla a la cubierta inferior, se dio cuenta de que dentro ya había una linterna encendida. Los escalones daban a una cabina amplia, separada -o eso le pareció- de la bodega de carga por un mamparo y una trampilla, a la que se asomó y vio que la bodega estaba abierta al exterior y aparecía vacía.

Fidelma se volvió para registrar la cabina a la que había bajado. Saltaba a la vista que allí dormía la tripulación de Gabrán.

Al fondo, donde el barco se estrechaba, había otro mamparo más pequeño, que marcaba la ubicación de la cabina superior. Sin duda, aquel hueco era donde daba la pequeña abertura de la cabina de Gabrán. Encendió su lámpara con la llama del farolillo colgado en la cabina de la tripulación y abrió la escotilla; al hacerlo reparó en que ésta tenía una cerradura, pero la llave estaba en el interior. Advirtió con curiosidad la presencia de otras llaves de distintos tamaños desparramadas por el suelo de la parte interior, justo en el umbral.

A continuación le llegó un olor más hediondo que el que había en la cabina de la tripulación. Era una mezcla acre y fétida de orina y sudor, propia de un espacio cerrado lleno de personas. Pero era un espacio minúsculo, no más grande de dos metros por dos metros y medio. En él no había nada salvo un par de jergones de paja y un viejo orinal de piel. Fidelma era demasiado grande para entrar cómodamente en aquel habitáculo, que no medía más de dos metros de altura. Una escalerilla que conducía a la escotilla superior reducía más aún el espacio.

Se preguntaba para qué lo usarían. ¿Como cabina de castigo? Y, si era así, ¿para quién? ¿Para los tripulantes que no hicieran bien su trabajo? Fidelma sabía que aquellos castigos se daban en barcos de altura, pero no en barcos fluviales, cuando los marineros podían bajar a la orilla cuando se les antojara. Levantó el farol en lo alto y vio una parte de la madera astillada. De una de las tablas habían arrancado algo que había estado clavado a la madera con firmeza. Miró más abajo y vio parte de una cadena sobre el suelo y una pieza de metal afilada. No cabía duda de que la cadena y la sujeción habían sido arrancadas a fuerza de cavar la madera con la pieza de metal. Pero ¿por qué? ¿Y quién? Cuando fue a retirarse de la puerta, advirtió las manchas de sangre en el interior del hueco. Eran huellas ensangrentadas que iban de un lado al otro de la cabina, y que se desvanecían hasta desaparecer antes de llegar al otro lado.