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Fidelma subió a la cubierta superior sin decir nada y apagó la lámpara. Enda y la abadesa la esperaban, impacientes. Con una seña, ordenó al guerrero que volviera a cerrar la escotilla; ella se dirigió a un lado del barco, donde se asomó a mirar las aguas impetuosas que descendían. No había rastro de manchas de sangre o huellas ensangrentadas en la cubierta.

¿Era posible que la abadesa Fainder estuviera diciendo la verdad? No tenía sentido. ¿Era posible que alguien hubiera matado a Gabrán y, alarmado por la llegada de Fainder, bajara hasta aquel repugnante antro bajo la cubierta, pasara luego a la cabina más grande y subiera por los escalones que daban a la cubierta principal? No, algo no encajaba. La escotilla estaba cerrada y hacía falta una persona fuerte para levantarla. Además, habría hecho un ruido que la abadesa habría oído y que luego habría mencionado. Sin dejar de darle vueltas, se volvió a la bodega principal y miró adentro. Allí vio una escalera que esperaba encontrar. Admitió que alguien podría haber subido a la cubierta por esa vía.

Para que la teoría fuera convincente, la persona que hubiese matado a Gabrán huyendo después de ese modo tenía que ser un enano, una persona menuda y delgada; sólo así podía meterse por la escotilla de la cabina de Gabrán y bajar hasta aquel habitáculo semejante a una celda. Fidelma sacudió la cabeza y regresó donde la abadesa Fainder volvía a estar sentada, sobre la escotilla.

– Enda -pidió al guerrero-, ¿podéis ir a mirar los caballos?

– Están bien atados, señora, y… -respondió, desconcertado.

Entonces reparó en que Fidelma le lanzaba una mirada dura, haciéndole entender que deseaba quedarse a solas con la abadesa.

– Muy bien -añadió, y bajó a la orilla con aire afectado.

Fidelma se encontraba de pie ante la abadesa.

– Creo que deberíamos hablar seriamente, madre abadesa, y dejad a un lado arrogantes pretensiones de rango y deber: facilitará mi labor.

La abadesa parpadeó, sorprendida por tanta franqueza.

– Pensaba que hasta ahora habíamos hablado seriamente -soltó con irritación.

– Parece que no hemos hablado con suficiente seriedad. Supongo que querréis que os represente un dálaigh de vuestra propia elección…

Una expresión de inquietud volvió a apoderarse del rostro de la abadesa.

– ¡Os digo que no estoy involucrada en esta muerte! ¿No pensaréis que van a acusarme de un asesinato que no he cometido?

– ¿Por qué no? A otras personas les ha ocurrido -respondió Fidelma con serenidad-. Con todo, no me interesa saber qué indicaciones pensáis dar al dálaigh que asignéis, sino que me interesa escuchar la respuesta a algunas preguntas que guardan relación con las cosas que han sucedido aquí durante las últimas semanas.

– ¿Y si me niego?

– Soy testigo, y mis hombres también, de haberos descubierto inclinada sobre el cuerpo de Gabrán con un puñal en la mano -subrayó Fidelma sin piedad.

– Ya os he contado cuanto necesitáis saber -insistió la abadesa con preocupación.

– ¿Todo? He hablado con vuestra hermana Deog.

La revelación causó un efecto asombroso en la abadesa. Palideció y abrió la boca con gesto alarmado.

– Ella no tiene nada que ver con esto… -empezó a objetar, pero Fidelma la interrumpió.

– Permitid que sea yo quien juzgue qué datos son necesarios en mi investigación. ¡Dejémonos de evasivas y permitid que, al fin, obtenga respuestas!

La abadesa Fainder dejó escapar un suspiro que le movió los hombros y bajó la cabeza en un gesto de sumisión.

– Sé que provenís de una familia humilde de Raheen: vuestra hermana me lo dijo. Y tengo constancia de que fuisteis novicia en la abadía de Taghmon.

– Veo que no habéis perdido el tiempo -respondió la abadesa con rencor.

– Y que luego decidisteis ir a Bobbio.

– Me mandaron allí con una misión a la fundación de Columbano. Regalé unos libros a la biblioteca de Bobbio.

– ¿Qué os convenció de respaldar la doctrina de Roma?

Durante unos momentos, la voz de la abadesa adoptó el tono propio de una fanática.

– Cuando llegué a Bobbio, apenas si habían pasado cuarenta años desde la muerte de Columbano. Muchos clérigos del lugar creen que la doctrina que redactó, basada en la doctrina de los monasterios irlandeses, estaba equivocada. Con todo lo beato que era, Columbano debatió con muchos de sus seguidores. El santísimo Gall renunció a su servicio para establecer su propia fundación, antes incluso de que Columbano atravesara los Alpes hacia Bobbio. Yo me adscribí a un grupo que, tras ver cómo se gobernaban las comunidades de la Iglesia Occidental, llegó a la conclusión de que debíamos renunciar a la doctrina irlandesa y adoptar la doctrina del santísimo Benedict de Noricum.

– Entonces, ¿lo hicisteis por convicción?

– Por supuesto.

– ¿Y luego fuisteis a Roma?

– El abad de Bobbio me encomendó una misión en Roma para apoyar a un monasterio filial que llevábamos como hospedería para los peregrinos.

– Lo decís como si no hubierais ido por voluntad propia.

– Al principio no. Me daba la impresión de que era una maniobra del abad para deshacerse de quien se oponía a su administración. Estaba en contra de la doctrina de Benedict.

– Y aun así fuisteis.

– Sí. De hecho, como experiencia personal, el proyecto me entusiasmó. Dirigí la hospedería bajo la doctrina de Benedict y trabajé y viví en la capital de la Cristiandad. Fue entonces cuando empecé a estudiar los beneficios de los Penitenciales.

– ¿Cómo conocisteis al abad Noé?

– De un modo muy fácil. Se alojó en la hospedería durante la peregrinación a Roma que hizo el año pasado.

– ¿No le habíais visto nunca ni estabais emparentados?

– No.

– ¿Y aun así os convenció de regresar a Laigin y haceros abadesa de Fearna?

– Me habló de Fearna -respondió Fainder en un tono displicente-. Yo fui quien lo persuadió de llevarme allí.

– ¿Y cómo lo conseguisteis?

– Supongo que le gustó cómo gobernaba el monasterio de Roma -contestó, volviendo a adoptar una actitud cautelosa.

– ¿Conocía vuestra opinión acerca de los Penitenciales?

– Discutimos largo y tendido al respecto hasta altas horas de la noche. Con toda modestia, yo lo convertí a mis ideas.

– No me digáis. Debéis de ser una abogada convincente -observó Fidelma.

– No resulta sorprendente. El abad Noé es un hombre muy progresista. Compartía mi idea de un reino gobernado por los Penitenciales, y hablamos de que él podría convertirse en consejero espiritual del joven Fianamail. Como consejero y confesor tendría influencia suficiente.

– De modo que el abad Noé desarrolló inesperadamente esa ambición. ¿Cómo es que os nombró su sucesora en Fearna cuando la costumbre dicta que un abad o una abadesa deben elegirse de la misma manera que un jefe o cualquier otro gobernante? Es decir, el candidato debe ser elegido por el fine o la familia del abad anterior, o sea, su comunidad o sus parientes consanguíneos, para luego ser votado por su derbhfíne.

La abadesa Fainder se ruborizó sin despegar la boca.

– Vuestra hermana dice que vuestra familia no guarda parentesco alguno con la de Noé ni con la comunidad religiosa de Fearna. Es así como la organización clerical refleja la organización de este país.

– Cuanto antes cambie, mejor -soltó la abadesa.

– En ese aspecto estoy de acuerdo. Los cargos de obispo y abad no deberían restringirse a la misma familia generación tras generación. Pero, siendo así en realidad, ¿cómo aseguró Noé que os eligieran para la posición?