La abadesa Fainder apretó los labios un momento y luego dijo con la voz tensa:
– Insinuó que era una prima lejana suya y nadie osó poner en duda los deseos de Noé.
– ¿Ni siquiera la rechtaire, la administradora de la abadía? Ella debía de saber la verdad, pues está emparentada con la familia del rey.
La abadesa hizo una mueca para expresar la indiferencia que le inspiraba sor Étromma.
– Es un alma simple, que ya está satisfecha con llevar la administración de la abadía.
Fidelma lanzó una mirada larga y perspicaz a la abadesa.
– En realidad convencisteis al abad Noé convirtiéndoos en su amante, ¿me equivoco?
Aquella pregunta repentina y directa cogió desprevenida a la abadesa y su rostro encendido confirmó la respuesta a la pregunta. Fidelma movió la cabeza con lástima.
– No me preocupa cómo gobiernan los religiosos de Laigin sus comunidades, sino en cómo afecta todo esto al caso de Eadulf. ¿Forbassach sabe algo de vuestra relación con el abad?
– Sí -contestó Fainder con un susurro.
– Como brehon de este reino, parece que el obispo está dispuesto a hacer la vista gorda en la aplicación de la ley.
– No me consta que así sea -protestó la abadesa.
– ¡Pues yo creo que os consta, y mucho! Forbassach también es vuestro amante, ¿no es cierto?
La abadesa calló un momento, sin saber muy bien qué responder, hasta que dijo a la defensiva:
– Yo creía que amaba a Noé, hasta que llegué y conocí a Forbassach. Comoquiera que sea, la Iglesia no exige celibato.
– Cierto, salvo en el caso de la doctrina de la que, según afirmáis, sois partidaria. Vuestro curioso triángulo es cosa de vuestra conciencia y de la conciencia de la esposa de Forbassach. Sé que está casado. Ella debe decidir si tiene motivos para divorciarse o para aceptar abnegadamente la relación. ¿Sabe algo Noé de vuestra relación con Forbassach?
– ¡No! -exclamó la abadesa, sonrojada de bochorno-. He tratado de dejarle, pero…
– Cuesta hacerlo después de haberos hecho abadesa -completó Fidelma con refocilo.
– Amo a Forbassach -declaró Fainder casi con desafío.
– Pero vuestra relación será un escándalo, sobre todo entre los partidarios de la causa de Roma y los Penitenciales. Decidme, por curiosidad, ¿por qué renegasteis de Daig, vuestro cuñado, y Deog, vuestra hermana? No me creo que lo hicierais por no perder el cargo.
– Iba a ver a Deog con regularidad -objetó Fainder.
– Sí, pero en secreto, y porque su cabaña es un lugar remoto donde podíais encontraros con Forbassach.
– Vos misma habéis respondido a la pregunta. Nunca lo comprenderíais, porque sois de ilustre cuna. Cuando una persona nace sin posición social y quiere alcanzarla, hará lo que sea, lo que sea, para defender cuanto ha conseguido.
Fidelma percibió la vehemencia de su voz.
– ¿Cualquier cosa? -repitió para sí-. Ahora que lo pienso, la muerte de Daig fue un suceso conveniente para permitiros mantener vuestra buena posición.
– Fue un accidente. Se ahogó.
– Supongo que sabríais que sólo testificó contra el hermano Ibar porque así lo dijo Gabrán. Al parecer, cuantas más vueltas le daba al asunto, menos seguro estaba de que Ibar fuera culpable.
La abadesa Fainder parecía estar perpleja por la facilidad con que Fidelma saltaba de un tema a otro.
– Eso no es así. Daig atrapó al hermano Ibar.
– Pero después de que Gabrán hubiese acusado a Ibar del crimen. ¿Le contó Gabrán la verdad a Daig? ¿Y por qué Daig fue asesinado después de declarar? Fue una muerte harto conveniente.
Fainder la miraba con enfado.
– Fue un accidente. Se ahogó… ya os lo he dicho. Y el asunto tampoco tiene nada que ver conmigo.
– Quizá Daig podría haber arrojado otra luz sobre el asunto. No lo sabemos. Y ahora, otra persona que también podría haberlo hecho está muerta -explicó Fidelma, señalando la cabina de Gabrán.
La abadesa Fainder se levantó para hacer frente a Fidelma. Al parecer, trataba de recuperar algo de su arrogancia.
– No sé a qué os referís, ni qué insinuáis -le dijo con frialdad-. Sólo sé que estáis tratando de exonerar a vuestro amigo sajón. Que estáis tratando de acusarme y de implicar al obispo Forbassach porque somos amantes…
– Da la impresión -dijo Fidelma, interrumpiéndola-, que sea lo que fuere aquello que está sucediendo en Fearna, hay una tendencia a que la gente muera o desaparezca. Yo en vuestro lugar lo tendría muy en cuenta si fuera tan inocente como decís ser.
Cara a cara con Fidelma, la abadesa Fainder la miró fijamente con ojos grandes y sombríos. Se había puesto pálida. Dio un paso adelante y abrió la boca para decir algo, cuando les llegó un agudo grito de terror desde la arboleda.
Por un instante, ambas quedaron paralizadas sin saber qué sucedía. El grito, un chillido femenino, volvió a resonar.
Fidelma se volvió hacia la orilla y vio una figura de escaso tamaño entre los árboles. Parecía que corría sin saber por dónde ir, pues al salir a la orilla se detuvo en seco, como si se diera cuenta de que el río le obstruía el paso. Luego fue a su izquierda, a su derecha, y se agachó cual ave zancuda y reemprendió la carrera.
– ¡Enda! ¡Corre! -gritó Fidelma, dirigiéndose hacia la orilla.
Había advertido que se trataba de una niña menudita, desaliñada y descalza.
Enda salió disparado, aprovechando su posición estratégica, próxima al lugar donde había aparecido la niña; no le costó nada alcanzarla. A los pocos pasos la tomó por uno de sus delgados brazos y la volvió hacia él. La niña sollozaba, gritaba y le pegaba en vano para que la soltara.
Fidelma saltó sobre el embarcadero de madera y acudió a ayudar a Enda.
Al llegar donde estaban, oyó el ruido de caballos abriéndose paso por el sendero, entre los árboles y arbustos. Se dio la vuelta y se encontró frente a las caras sorprendidas del obispo Forbassach y Mel, el guerrero, que tiraron de las riendas para detener a sus caballos jadeantes.
Fidelma se volvió hacia la niña desgreñada.
– ¡Me estaban persiguiendo! ¡No permitáis que me maten! ¡Por favor, no permitáis que me maten! -chilló la niña, que apenas si tenía trece años.
– Entonces no os resistáis -le dijo Fidelma con voz tranquilizadora-. No vamos a haceros daño.
– ¡Me matarán! -La niña estaba sollozando-. ¡Quieren matarme!
Fidelma reparó en que la abadesa Fainder se había acercado al grupo, pues notó su presencia detrás de su hombro.
– Pero si es sor Fial -musitó ésta en un tono asombrado-. Os hemos estado buscando, hermana.
Fidelma se fijó en el aspecto desaliñado de la niña.
– Vuestra ropa está empapada -observó-. ¿Habéis nadado en el río?
Eadulf y las dos niñas tardaron bastante en cruzar las montañas; acaso era demasiado generoso llamarlas así, pues sólo dos de éstas superaban los cuatrocientos metros. El problema no era la altura, sino el terreno tan abrupto, exento de vegetación, y el hecho de que las niñas estaban débiles tras el suplicio que habían pasado. El propio Eadulf, tras varias semanas encarcelado en una celda y a pesar de sus intentos de mantenerse en forma, tampoco estaba en su mejor estado físico. Durante la ascensión, tuvieron que detenerse a descansar varias veces.
Se habían dirigido hacia el norte, de camino al extremo noreste de la sierra, para luego proseguir el viaje girando hacia el sudeste. A lo lejos, Eadulf divisó la imponente sombra de la Montaña Gualda, lo cual confirmó que la mejor perspectiva de pasar la noche con cierta comodidad y no a merced de la intemperie era buscar cobijo en la pequeña población religiosa dedicada a la santísima Brígida de Kildare, que se encontraba en las laderas del sur. Mas la tarde avanzaba sin piedad. Les quedaba un buen trecho por delante, y no llegarían a su destino antes de caer la noche.