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– ¿Insinuáis que Gabrán se dedicaba a comprar niñas y a venderlas en el río…. a la abadía? -gritó la abadesa, horrorizada.

– No, a la abadía no -corrigió Fidelma-. Seguramente se las llevaba río abajo hasta el lago Garman y las vendía a barcos de esclavos que las transportaban a Dios sabe dónde.

– Pero Gormgilla y esta niña eran supuestamente novicias de la abadía -protestó la abadesa-. Ella misma dijo que era novicia.

– Fial acaba de deciros que no lo eran. Contadnos, Fial, ¿qué sucedió la noche en que el barco de Gabrán llegó a la abadía, procedente de aguas arriba?

La niña pestañeó varias veces, pero se había quedado sin lágrimas ya.

– Gormgilla era más joven que yo; sólo tenía doce años. Cuando nos subieron a bordo, Gabrán la cogió y… -les contó, apagando la voz al final.

– Te hemos entendido -aseguró Fidelma.

– No sabíamos adónde nos llevaba, porque siempre estábamos a oscuras y encadenadas en la cabina. Noté que el barco se había detenido, y que permaneció así un tiempo. Gormgilla y yo estábamos nerviosas, porque no sabíamos cuánto tiempo íbamos a estar encerradas en aquel antro pestilente. Entonces se abrió la puerta, y Gabrán se metió por el hueco. Notamos que olía a alcohol. Abrió los grilletes de Gormgilla, y ella le preguntó adónde se la llevaba. -Calló un momento al recordar la escena.

– ¿Y qué dijo Gabrán? -instó Fidelma.

– Dijo que se la llevaba para divertirse juntos y pasar el rato. Entonces tiró de ella y la arrastró hasta hacerla salir a la otra cabina más grande, y volvió a encerrarme, a solas en la oscuridad. Al poco oí gritar a Gormgilla. Se oían otros ruidos… como si forcejearan. Y luego todo quedó en silencio.

Volvió a callar, como si tratara de hacer frente al recuerdo antes de continuar.

– No sé cuánto tiempo pasó. De pronto, la escotilla se abrió. Primero pensé que era Gabrán, que volvía por mí, pero era uno de sus tripulantes, el mismo hombre que nos había subido a bordo. No sé cómo se llama. Me dijo que cerrara el pico y que sería libre y que me recompensarían si hacía lo que me pedían sin rechistar.

Me llevó a la cabina contigua, donde dormían los otros miembros de la tripulación. No creo que éstos supieran siquiera que íbamos en el barco. En esta cabina vi a Gabrán; estaba tumbado en el suelo y pensé que estaba borracho… he visto muchas veces a mi padre en un estado similar. Al poco rato me di cuenta de que tenía en la mano un trozo de ropa manchada de sangre. A su lado estaba sentado un hombre vestido con ropa clerical, con una capucha gruesa sobre la cabeza; la penumbra no me permitió verle los rasgos. Parecía nervioso, y no dejaba de toquetear el crucifijo que le colgaba del cuello, bajo el hábito.

– ¿Es éste otro intento de desacreditar mi abadía? -replicó la abadesa en un tono que ponía en duda la veracidad de la historia.

– Estoy diciendo la verdad -se quejó la niña con algo más de ánimo-. Sólo puedo hablar de lo que vi.

Fidelma le dio unas palmaditas alentadoras en el brazo.

– Lo estáis haciendo muy bien. ¿Qué dijo el religioso?

– No dijo nada. El marinero fue el único que habló. Me contó que había habido un accidente. Que habían matado a Gormgilla y que era imprescindible castigar al hombre que lo había hecho. Al principio creí que se refería a Gabrán, pues no me cabía duda de que él había matado a mi pobre compañera.

– ¿Y no se refería a Gabrán?

– No. Me dijo que Gormgilla había salido del barco para bajar al muelle. Dijo que un sajón que se alojaba en la abadía la había violado y estrangulado. Y que nunca apresarían al sajón a menos que yo declarara que había presenciado el asesinato.

– ¿Qué? -La abadesa Fainder se mostraba estupefacta-. ¿Decís que se os pidió, en connivencia con un clérigo, que mintierais acerca de algo tan grave?

– Yo sabía que era mentira, pero también sabía que, si no accedía a hacerlo, también me matarían. Tenía que contar que me hallaba detrás de unos fardos cuando vi al sajón agredir a mi amiga. Podría identificarlo por una tonsura distinta a la del resto de monjes, y me la describieron. También tenía que decir que Gormgilla y yo éramos novicias en la abadía.

– ¿Cómo osasteis afirmar cosa semejante si no era verdad? -preguntó la abadesa con aire despectivo-. La maestra de las novicias habría denunciado un engaño tal.

– Pero acababa de partir en peregrinación a Ilona -le recordó Fidelma.

– Me dijeron que nadie dudaría de mi historia -añadió Fial.

– Si no recuerdo mal -dijo Fidelma, dirigiéndose a la abadesa-, vos apoyasteis la historia, Fainder. Vos identificasteis a las niñas como novicias ante vuestra administradora, ¿me equivoco?

Hubo un silencio antes de que Fidelma volviera a preguntar con firmeza:

– ¿Quién más identificó a Fial como novicia?

La abadesa Fainder no despegaba la boca y fruncía el ceño con gesto pensativo.

Mel carraspeó. Había estado dando vueltas a la historia de Fial.

– Es cierto que la niña apareció de detrás de los fardos. Podría haber venido del barco. Pero ella me dijo que…

– Por supuesto -interrumpió Fidelma con impaciencia-. Porque no se había movido del barco. Así, tienen sentido las observaciones que os hice en cuanto a que la posición de la niña en el muelle era contradictoria. Aun así, que continúe contando la historia. Cuando se dieron cuenta de que habían encontrado el cuerpo de Gormgilla, tuvieron que pensar en algo rápido.

– Pero Gabrán no pudo haber pensado en nada, ya que estaba borracho. Eso ha dicho la niña -aportó Coba con interés-. ¿Quién creéis que urdió el embuste?

– La persona que contrató a Gabrán; la misma persona a cargo de este terrible tráfico de sufrimiento humano -respondió Fidelma con confianza-. Parece que, casualmente, esa persona llegó al barco con alguien de la tripulación en el momento en que Gabrán acababa de matar a Gormgilla. Seguramente le golpearon para dejarlo sin sentido y poder moverlo con facilidad. Lo arrastraron a bordo y lo metieron en la cabina para que durmiera la cogorza. Entonces, uno de ellos (o los dos) regresó adónde estaba el cuerpo con la idea de deshacerse de él. Pero entonces se produjo otra coincidencia: se disponían a llevarse el cuerpo cuando, en medio de la oscuridad, apareció la abadesa Fainder a caballo. Volvieron corriendo al barco planteándose qué hacer. Entonces llegó Mel.

– Fainder ha contado su versión de cómo encontró el cuerpo -reconoció Coba-. Eso encaja en la teoría.

– Lo que no encaja es que las ropas del sajón estaban manchadas de sangre y tenía consigo un pedazo de…

La abadesa Fainder no acabó la frase al recordar lo que había dicho la niña sobre el estado de la ropa de Gabrán.

– ¿Qué pasó con el pedazo de tela que Gabrán tenía en la mano, Fial? -preguntó Coba.

– El marinero se lo dio al clérigo. Dijo que podría darle buen uso cuando el clérigo regresara a la abadía.

– En otras palabras, pretendían usarlo para inculpar al hermano Eadulf -murmuró Fidelma-. Pero no adelantemos acontecimientos. Al llegar la abadesa, cundió el pánico. Oyeron a Mel llamarla cuando se acercó al muelle. El que había contratado a Gabrán estaba acorralado en el barco. Ya no podían ocultar el crimen. Así pues, se hizo imprescindible permitir que el jefe de Gabrán se desvaneciera en la oscuridad y que nadie sospechara del capitán. A alguien se le ocurrió obligar a Fial a dar falso testimonio bajo la promesa de que sería liberada. ¿Es así?

Fial confirmó su conjetura.

– Yo me atuve a mi papel. Conté a todo el mundo lo que se me dijo que contara. Identifiqué al sajón por la tonsura fuera de lo corriente. Me dijeron que tendrían que encerrarme en un cuarto en la abadía por mi propia seguridad hasta después del juicio. Luego pasaron los días y, hace dos, un monje me dejó salir.