La abadesa Fainder, con la cara blanca, se llevó la mano a la garganta.
– ¡No! ¡No! -exclamó, e, inesperadamente, se desmayó y cayó al suelo.
Fidelma se agachó enseguida y le tomó el pulso en el cuello.
En ese instante un guerrero de Coba irrumpió en la sala en estado de agitación.
– El obispo Forbassach ha regresado. Está fuera con un buen grupo de guerreros del rey. Exige que se libere a la abadesa y al guerrero, Mel, y que los demás nos rindamos. ¿Cuáles son las órdenes, jefe? ¿Nos rendimos o luchamos?
Capítulo XIX
Eadulf se despertó de un sobresalto al abrirse de golpe la puerta de su pequeño cuarto. Parpadeó y miró desconcertado a las figuras que aparecían agrupadas en la puerta. Una de ellas sostenía un farol, y le resultó familiar. Con nauseabunda desesperación, Eadulf reconoció al hermano Cett, a cuyo lado estaba el joven y animado Fianamail. También entrevió la expresión angustiada del hermano Martan detrás de ellos.
Los rasgos de Fianamail se retorcieron en una sonrisa de satisfacción al ver a Eadulf.
– Es el hombre al que buscamos -afirmó-. Bien hecho, hermano Cett.
Éste lo sacó a rastras de la cama y tiró de él para ponerlo de pie. Con acostumbrada facilidad, Cett le dio la vuelta, le torció los brazos a la espalda y se los ató.
– Muy bien, sajón -le dijo el monje con una mirada maliciosa a la vez que volvía a hacerlo girar para ponerlo de cara al rey-. ¿Creíais que os habíais salido con la vuestra? Pues no ha sido así.
Remató la frase propinándole un golpe seco que hizo a Eadulf doblarse y sentir náuseas de dolor.
– ¡Hermano! -exclamó el hermano Martan con indignación-. Absteneos de ejercer violencia contra un hombre maniatado, ¡que además es un hombre de la fe!
Entonces Eadulf oyó una voz familiar.
– Este sajón ha perdido la fe de la que es adepto, sea ésta cual sea, padre Martan. Con todo, hacéis bien en amonestar al hermano Cett. No es necesario tratar con tanta dureza a un hombre que ya está muerto. Dios lo castigará antes de que acabe el día.
Eadulf se retorció para atisbar un momento el rostro cetrino del abad Noé. Consciente de que todo estaba ya perdido, Eadulf forzó una sonrisa dolorida y miró al adusto clérigo.
– Vuestra caridad cristiana os precede -le dijo con la voz entrecortada, tratando de recuperar el aliento.
El abad Noé dio un paso adelante y lo miró de hito en hito, si bien con un gesto inexpresivo.
– No hay escapatoria posible de las llamas del infierno, sajón -le anunció en un tono solemne.
– Eso he oído. Al final todos tendremos que dar cuenta de nuestras fechorías; reyes y obispos… y hasta abades.
El abad Noé se limitó a sonreír, dio media vuelta y salió de la celda.
El joven rey Fianamail estaba impaciente. Miró por la ventana y vio que el día empezaba a clarear. En una hora amanecería. El hermano Martan se dio cuenta de su inquietud.
– ¿Partiréis ahora mismo hacia Fearna, majestad? -preguntó-. ¿O antes volveréis a la cabaña de caza?
– Esperaremos hasta el amanecer y luego cabalgaremos directamente a Fearna -respondió el rey.
– Por desgracia, no disponemos de otro caballo para vuestro prisionero -se disculpó el padre superior.
– El sajón no necesita caballo -respondió Fianamail con un semblante sombrío-. Delante de las puertas hay un árbol lo bastante fuerte. El sajón ha evadido la justicia en dos ocasiones. No lo hará una tercera. Lo colgaremos antes de partir.
Eadulf sintió una sensación de frío en el estómago, pero hizo lo posible por no revelar sus sentimientos a quienes les rodeaban. Forzó una sonrisa. Al fin y al cabo nadie se libraba de la muerte, ¿no? Durante las últimas tres semanas había hecho frente a esa contingencia, aunque había acariciado la esperanza de que, con la llegada de Fidelma, la verdad saliera a la luz. ¡Fidelma! ¿Dónde estaba? Deseaba poder verla una vez más en este mundo.
– ¿Es posible que eso sea legal? -preguntó al rey el hermano Martan con recelo.
Fianamail se volvió hacia el hombre, frunciendo el ceño con fastidio.
– ¿Que sea legal? -repitió en un tono amenazador-. Este hombre ya fue juzgado. Iba a ser ejecutado cuando se fugó. ¡Claro que está dentro de la legalidad! Yo actúo en representación de la ley. El hermano Cett se ocupará de todo. Y si vos, hermano Martan, tenéis escrúpulos morales, os sugiero que consultéis al abad.
El hermano Cett sonrió burlonamente a Eadulf cuando el hermano Martan hubo salido de la celda.
– Ahora -añadió Fianamail-, quiero desayunar, pues hará un día frío y tengo hambre. Levantarse antes del amanecer para ir a la caza de forajidos es agotador. -Vaciló un momento, como si le hubiera venido algo a las mientes-. Por cierto, también nos llevaremos a las dos niñas a Fearna. Dadas las circunstancias, tendrán mejores oportunidades en la vida de la abadía que volviendo a casa o vagando por estos campos de Dios.
– Se hará como ordenéis -dijo el hermano Cett, ampliando su expresión sádica.
La puerta de la celda se cerró de golpe al salir Fianamail y el fornido hermano Cett. Eadulf se quedó solo a contemplar la llegada de su último amanecer.
Los caballos marchaban al trote en columna de dos en fondo hacia Fearna. Dego cabalgaba junto a Fidelma, mientras que detrás iban Coba y Enda y, tras éstos, Fial y Mel sobre el mismo caballo y, al lado, la abadesa Fainder. Detrás de éstos iba el obispo Forbassach. La guardia del rey Fianamail cubría el frente y la retaguardia. Hacía frío y estaba oscuro, pero los jinetes a la cabeza parecían conocer bien el camino de Cam Eolaing a Fearna, y no vacilaron en mantener un paso regular.
Dego miró al fin a Fidelma.
– ¿Por qué habéis convencido a Coba para que se rinda, señora?
Lo preguntó en un tono quejumbroso. La pregunta le rondaba desde el momento en que Fidelma había exhortado al bó-aire a no resistirse a los guerreros que Forbassach había traído con él. Era la primera ocasión, después de aquellos momentos de agitación, que Dego había tenido para formular la pregunta, y lo hizo a media voz, pues no quería que los guardias le oyeran.
– Podríamos habernos enfrentado al obispo y sus hombres.
Fidelma le devolvió la mirada en la penumbra y preguntó a su vez sin subir la voz:
– ¿Y entonces qué? Si hubiéramos opuesto resistencia inútilmente o, si hubiéramos tenido suficiente suerte para hacer retroceder al obispo Forbassach, éste, que es además brehon de Laigin, y los guerreros del rey, habrían promovido con gusto un conflicto entre ambos reinos, y la verdad y la justicia se habrían olvidado por completo.
– No os comprendo, señora.
– Imaginad que Coba se hubiera negado a rendirse. El obispo Forbassach es brehon de este reino y tiene derecho legítimo para exigir la entrega de personas retenidas contra su voluntad.
Dego guardó silencio.
– ¿Qué motivos legales podríamos alegar para negarnos a rendirnos ante el brehon de este reino?
– Creía que estábamos a punto de descubrir los motivos. Ya habíais demostrado que el hermano Eadulf fue acusado injustamente de crímenes que no había cometido. Habíais demostrado que la abadesa puede estar implicada en un horrible tráfico de esclavos con niñas.
– Lo que he dicho -respondió Fidelma despacio- ha sido que la abadía es el centro por donde pasan las niñas que envían río abajo para venderlas a los barcos esclavistas extranjeros. Todavía no habíamos llegado a examinar los detalles, ni habíamos averiguado aún quién está detrás de este negocio.
– Pero, señora -objetó Dego, desconcertado-, ahora no tendremos la posibilidad de averiguar nada. Al rendirnos, hemos renunciado a la libertad de seguir adelante con la investigación. En el mejor de los casos, el obispo Forbassach nos echará del reino. En el peor, nos encarcelará para… en fin, para alguna cosa u otra. Estoy seguro de que ideará una acusación apropiada.