– Tengo la impresión -respondió el hermano Eadulf sin alterarse, mientras Forbassach golpeaba la puerta para atraer la atención del guardia- que tenéis mucho interés en que reconozca algo de lo que soy inocente. ¿Por qué será?
Por un momento, la máscara del obispo Forbassach se desvaneció y, si las miradas matasen, Eadulf sabía que habría muerto en ese momento.
– Después del mediodía, sajón, ya no tendréis el privilegio de plantearos esa duda.
La puerta de la celda se abrió y Forbassach salió. Eadulf se precipitó sobre la puerta, pero quedó cerrada tras salir el obispo; a través del pequeño enrejado gritó:
– En tal caso tengo hasta mañana al mediodía para reflexionar sobre vuestros motivos. ¡Quizá tenga tiempo suficiente para descubrir qué siniestra malevolencia se está moviendo en todo esto, Forbassach! ¿Y qué decís de los grilletes?
No obtuvo respuesta. Eadulf prestó atención al cuero de las sandalias restallando a cada paso sobre las losas de granito del corredor, el ruido de una puerta lejana que se cerraba y el sonido áspero de unos cerrojos de hierro al correrse.
Eadulf se apartó de la puerta. Al quedar solo otra vez, volvió a invadirlo una pavorosa desesperación. Podía ocultar sus sentimientos a Forbassach, pero no podía hacerlo consigo mismo. Volvió a acercarse a la ventana y miró a la horca del patio. El cuerpo del hermano Ibar ya apenas oscilaba de la soga. Las piernas ya no daban sacudidas. Ya era un cuerpo sin vida. Eadulf intentó pronunciar una oración, pero no consiguió articular una sola palabra. Tenía la boca seca, la lengua hinchada. Al día siguiente al mediodía él mismo pendería de aquella soga. Y nada podría impedirlo.
Fearna, el gran lugar de los alisos, era la población principal de los Uí Cheinnselaigh, la dinastía real del reino de Laigin. El pueblo se alzaba sobre la ladera de una colina, allí donde dos valles atravesados por dos grandes ríos convergían formando los dos brazos de una gran bifurcación en un único y vasto valle donde los afluentes también confluían en una sola corriente, hacia el sur primero, hacia el este después, hasta el mar.
Tras pasar la noche en la posada de Morca, Fidelma y sus compañeros habían cruzado el ancho río Slaney por un vado, para seguir por un camino entre éste y el río Bann, en cuyas colinas se erguía la capital de los reyes de Laigin. Su llegada entre la extensión de edificios de piedra y madera pasó inadvertida, pues muchos viajeros, mercaderes y vendedores, así como emisarios de otros reinos, iban y venían regularmente. La presencia de extranjeros era tan frecuente en el municipio que no suscitaba comentarios.
Dos complejos de edificios dominaban Fearna. Sobre un pequeño promontorio de la colina se erguía la fortaleza, bastión de los reyes de Laigin. Era grande, aunque poco espectacular: una ciudadela circular como tantas de las que había en los cinco reinos de Éireann. Curiosamente, el edificio que más dominaba la ciudad era la abadía de Máedóc, un complejo de granito gris sobre la orilla del río Bann. Tenía incluso embarcadero propio, uno pequeño en el que atracaban los barcos procedentes de los poblados a lo largo del río para comerciar con la abadía.
No resultaba disparatado creer a primera vista que la abadía era la ciudadela de los reyes de Laigin. Pese a no tener más de cincuenta años de antigüedad, parecía haber estado allí desde hacía siglos, pues una enrarecida atmósfera decadente y tenebrosa la envolvía. Más parecía una fortaleza que una abadía y, por si fuera poco, irradiaba un halo funesto.
Cuando el rey Brandubh decidiera construir la abadía para su mentor cristiano y sus discípulos, el viejo rey había decretado que habría de ser, asimismo, el edificio más imponente de su reino. Sin embargo, en vez de ser un lugar destinado al culto y la dicha -como era propio de un edificio religioso- se edificó una mole sobrecogedora y hostil, que parecía una siniestra llaga en medio de la ciudad.
Apenas hacía cincuenta años que los reyes de Laigin se habían convertido a la fe cristiana cuando Brandubh había accedido a ser bautizado por el santísimo Aidan, un hombre de Breifne que acabó estableciéndose en Fearna. El pueblo de Laigin llamaba a Aidan por el nombre de Máedóc, apelativo cariñoso derivado de su nombre y que significaba «pequeño fuego». El santísimo Máedóc había fallecido cuarenta años atrás. De todos era sabido que la comunidad conservaba con celo sus reliquias en la abadía.
Al acceder al centro del municipio, Fidelma escrutó el edificio con ojo crítico, pues era muy distinto de las moradas religiosas que conocía. Se sintió culpable por pensar aquello, pues sabía que el santísimo Máedóc era amado y respetado en toda la región. Con todo, ella consideraba que la religión debía ser algo alegre y no opresivo.
Dego señaló el camino que ascendía a la fortaleza de Fianamail, ya que había estado antes en Fearna. Con resolución, el joven guerrero encabezó la comitiva pendiente arriba y, al llegar a las puertas, se detuvo para ordenar al guardia que llamara a su comandante. Casi al instante apareció un soldado, que frunció el ceño al reconocer a Dego y sus compañeros como hombres al servicio del rey de Cashel. Al ver que aquél no sabía qué hacer, Fidelma avanzó con su caballo.
– Llamad a vuestro administrador -le aconsejó-. Decidle al rechtaire que está aquí Fidelma de Cashel y que solicita audiencia a Fianamail.
Al reconocer el rango de la joven monja que pedía acceso a la fortaleza, el comandante se sobresaltó. Luego hizo una breve y rígida reverencia, para dar luego media vuelta abruptamente y mandar a uno de sus hombres a buscar al rechtaire, o administrador de la casa del rey. Con buenas maneras preguntó si Fidelma y su séquito querían desmontar y ponerse al abrigo del cuarto de guardia. Chasqueó los dedos, y dos mozos de cuadra acudieron corriendo para ocuparse de los caballos, mientras Fidelma y sus compañeros entraban en una sala donde ardía un fuego crepitante. La recepción no había sido entusiasta, pero todo se había hecho con la mínima cortesía que las leyes de la hospitalidad requerían.
El administrador de la casa del rey llegó a los pocos instantes, apresurado.
– ¿Fidelma de Cashel?
Era un hombre mayor de cabello plateado y cuidadosamente cepillado. Su aspecto y su ropa ya indicaban que era escrupuloso en el arreglo personal y meticuloso en el protocolo de la corte. Portaba una cadena de plata de oficio.
– Se me ha comunicado que solicitáis una audiencia con el rey, ¿es así? -añadió.
– Así es -respondió Fidelma-. Se trata de un asunto de cierta urgencia.
El hombre mantuvo el gesto grave.
– Estoy seguro de que se os podrá conceder. Quizá vos y… -se interrumpió, parpadeando al dirigir la vista hacia Dego, Aidan y Enda -… vuestra escolta queráis lavaros y descansar mientras dispongo lo necesario.
– Preferiría que la audiencia fuera concedida de inmediato -objetó Fidelma para sorpresa del administrador, que parpadeó varias veces-. Hemos descansado durante el viaje, que de hecho emprendimos para tratar aquí un apremiante asunto de vida o muerte. Y no empleo estas palabras con ligereza…
El hombre vaciló y trató de explicar:
– No es habitual que…
– Este asunto tampoco es nada habitual -lo interrumpió a su vez Fidelma con firmeza.
– Sois hermana del rey de Muman, señora. Y sois también monja, y vuestra reputación como dálaigh no es desconocida en Fearna. ¿Me permitís que os pregunte en cuál de las tres cualidades habéis venido aquí? El rey siempre atiende gustoso a visitantes de las tierras vecinas, sobre todo a la hermana de Colgú de Cashel…
Fidelma le hizo callar de golpe con un brusco ademán. No necesitaba halagos para camuflar su pregunta.