– Dego, si Coba no se hubiera rendido, la superioridad de los guerreros de Forbassach nos habría aplastado; y si, por algún milagro, hubiéramos hecho retroceder al obispo, ¿cuánto habría tardado el rey en acudir con un ejército y quemar Cam Eolaing hasta no dejar más que cenizas? No teníamos alternativa.
Dego se mostró reacio a reconocer la lógica del argumento. De hecho, la propia Fidelma se había limitado a sostener esa lógica, pues emocionalmente estaba de acuerdo con Dego. Su primer impulso había sido luchar, pues las tinieblas y el mal dominaban la abadía y a quienes se relacionaban con ella. Ahora bien, al plantearse la situación con sosiego, vio que no había alternativa. El problema que se presentaba ahora era cómo convencer al obispo Forbassach de que le permitiera seguir con el proceso que había iniciado en el salón de Coba. Cuando menos, había demostrado que el hermano Eadulf no era culpable, y ahora tenía al testigo clave de los hechos: Fial.
Sin embargo, ¿podía fiarse de Fial? Era joven, aún no había cumplido la «edad de elegir», y ya había cambiado la versión de los hechos, por lo que ante la ley, su declaración era inadmisible. Sin embargo, esto no había impedido que Forbassach recurriera a una excusa pobre para utilizar la declaración. Por consiguiente, en una apelación tendría que aceptar que Fial la rechazara. No obstante, ¿lo haría? Forbassach podría desestimar fácilmente su declaración si quería.
Ahora, cualquier apelación a Fianamail sería casi imposible. Era demasiado joven, carecía de la madurez que dan los años para superar sus prejuicios y su exceso de ambición, así como sus ansias por dejar su impronta en el reino. Todo apuntaba a que el abad Noé había persuadido al joven de que era «Fianamail el Legislador», el rey que había cambiado el sistema jurídico de Laigin imponiendo los Penitenciales para crear, como él mismo creía, un auténtico reino cristiano.
Así como, por un lado, la posibilidad de enfrentarse al obispo Forbassach y sus guerreros no había sido viable, cuanto más se acercaban a Fearna menos alternativas factibles tenían. Jamás en toda su carrera Fidelma se había sentido tan impotente por la falta de salidas. Seguramente Dego tenía razón. Conociendo a Forbassach, lo mejor que cabía esperar era que el obispo los condujera, a ella y a sus compañeros, hasta la frontera para ser expulsados de Laigin. En el peor de los casos, podía acusarla de conspiración, de impedir el desarrollo de la justicia, de formular falsas acusaciones, de inducir a Coba a «rebelarse» contra la ley… Forbassach era capaz de todo eso y más.
Fidelma suspiró. Ahora esperaba de verdad que Eadulf hubiera huido del reino. Si había obrado con sensatez, se habría dirigido a la costa y habría tomado un barco para regresar a su país. Si no lo había hecho… Un leve escalofrío recorrió su cuerpo al pensar en qué le depararía el destino.
El alba anunciaba una mañana clara y fría. El hermano Martan y dos monjes de su comunidad estaban de pie, con los brazos cruzados sobre los hábitos y las cabezas gachas bajo los capuchones, a las puertas de la pequeña iglesia y la comunidad de la santísima Brígida, en las amplias faldas escarchadas de la Montaña Gualda. La escarcha blanquecina se extendía como un manto de nieve al sur, hacia el valle en la lejanía, donde el río serpenteaba en torno a la ciudad principal del reino de Laigin, alrededor del gran lugar de los alisos: Fearna.
Delante de los dos monjes estaban las dos niñas, Muirecht y Conna. Temblaban por el aire gélido de la mañana a pesar de los abrigos de lana que el amable hermano Martan les había dado. Estaban apabulladas y amedrentadas por los acontecimientos. Sin poder hacer nada, bajo la capucha, el hermano Martan contemplaba con tristeza la escena que se desarrollaba ante él.
Uno de los guerreros de Fianamail esperaba con impaciencia junto a los caballos del grupo, cuyas riendas aflojadas sostenía.
Frente a las puertas había tres árboles, uno de los cuales destacaba entre los demás. Era un roble negro que parecía tan viejo como el propio tiempo. El hermano Cett había atado a una rama baja una cuerda de cáñamo con la que había hecho un lazo. Debajo colocó una banqueta de tres patas, que había tomado prestada del monasterio. Entonces miró a Fianamail con un gesto inquisitivo, indicándole así que ya estaba listo.
Fianamail miró el cielo claro con una fina sonrisa de satisfacción.
– ¡Hagámoslo ya! -gritó con severidad.
Tres de sus guerreros salieron por las puertas, llevando a Eadulf por delante, a empujones.
Eadulf ya no temía a la muerte. Habría reconocido que temía sufrir daño, pero la muerte en sí ya no le amedrentaba. Avanzó con paso firme. Lamentaba aquella injusta manera de morir, pues a su entender no iba a servir para nada. Pero ya estaba resignado a morir, y cuanto antes le llegara la hora, antes acabaría su miedo a sufrir dolor. Incluso subió a la banqueta sin que se lo pidieran. Se dio cuenta de que Fidelma ocupaba sus pensamientos. Trató de mantener ante sí el rostro de ella al notar que el hermano Cett le anudaba la soga al cuello.
– Decid, pues, sajón, ¿confesáis vuestros pecados? -le gritó Fianamail.
Eadulf no se molestó en responderle, y el joven rey se volvió con impaciencia de cara al abad Noé.
– Vos sois su superior, abad Noé. A vos corresponde confesarlo.
El abad Noé esbozó una sonrisa.
– Quizás el condenado no crea en la forma pública de confesión que profesa la Iglesia de Roma y prefiera susurrar sus pecados al oído de un alma amiga, a la manera de nuestra Iglesia.
– Mi confesión no os interesará, ya que soy inocente de los crímenes que se me han imputado -replicó Eadulf, irritado por la demora-. Acabad ya con este asunto infernal.
No obstante, Fianamail al parecer sabía que, para cumplir la ley, antes debía confesar.
– ¿Negáis admitir la culpa incluso en este momento? Estáis a punto de encontraros cara a cara con Dios Todopoderoso para responder de vuestra culpa.
Eadulf se dio cuenta de que, pese a la inminencia de la muerte, estaba sonriendo, si bien era una reacción instintiva.
– En tal caso -dijo-, Él sabrá que no soy culpable. Recordad, Fianamail, rey de Laigin, que Morann, brehon y filósofo de vuestro país, dijo que la muerte todo lo anula… salvo la verdad.
Oyó el suspiro exasperado de Fianamail y, al instante, notó que la soga se tensaba alrededor del cuello al caer la banqueta al suelo de una patada.
El obispo Forbassach y sus prisioneros habían llegado a Fearna. Los llevaron directamente al patio de la abadía, les ordenaron que desmontaran y los acompañaron a la capilla bajo vigilancia. Sor Étromma reaccionó a la llegada de Fial con cierta estupefacción. La rechtaire se encargó de la niña y se la llevó, supuestamente para que alguien la atendiera.
Fidelma, Coba, Dego y Enda estaban frente al obispo Forbassach, que los miraba con un humor de perros.
– Bien, Forbassach -dijo Fidelma-. ¿Estáis dispuesto a escucharme? ¿Me permitiréis proseguir con los argumentos que estaba presentando en el salón de Coba?
Un gesto de satisfacción se adueñó de su rostro y le respondió:
– Sois astuta como un zorro, Fidelma de Cashel. No, no permitiré que sigáis difundiendo más mentiras. Durante el trayecto, la abadesa Fainder me ha explicado qué intentáis hacer. Pretendéis difamar esta abadía, difamar a la abadesa y ensuciar la ley de Laigin. No os saldréis con la vuestra.
– Forbassach, o bien sois necio o bien culpable de estos delitos -respondió Fidelma en un tono ecuánime-. Bien que los estáis acrecentando con esta situación, o bien sois culpable por implicación en ellos. No veo otra explicación para vuestra estupidez.