Fianamail se removió con incomodidad en su sitio, pero no dijo nada para defender a su familia.
– Étromma y Cett consiguieron escaparse solos y, siendo muy niños, entraron al servicio de la abadía. Cett era simple por causas ajenas, y su hermana lo dominaba. Étromma no destacó lo suficiente para ocupar un cargo superior al de rechtaire. Estaba resentida por ello, si bien la suya era una posición bastante influyente. Hacía diez años que era rechtaire, que administraba el día a día de la comunidad, cuando Fainder entró en escena y fue nombrada abadesa. Para Étromma fue un golpe duro. Acaso, entonces, urdió acumular suficiente riqueza para poder marcharse de la abadía y ser independiente. Ella misma pensó el plan, y su hermano Cett y Cabrán se convirtieron en sus cómplices más que dispuestos.
– Parece que ha quedado bastante claro -musitó Forbassach a regañadientes.
Fidelma sonrió, pero sin humor.
– Como habría dicho mi mentor, el brehon Morann, al final de todo es cuando siempre se entienden las cosas.
Mientras Barrán daba instrucciones a los escribas y explicaba la ley de los brehons, Eadulf habló con Fidelma por primera vez desde que había dado comienzo el juicio.
– ¿Cuándo empezasteis a sospechar de sor Étromma? -le preguntó-. Habéis dicho que algo os daba mala espina, pero que no confirmasteis las sospechas hasta que supisteis que Fial había estado encerrada en el barco de Gabrán.
Fidelma apoyó la espalda en la silla y sopesó la pregunta antes de responder.
– Sospeché de ella el mismo día que llegué, mientras me enseñaba el muelle.
Eadulf quedó estupefacto.
– ¿El mismo día que llegasteis? ¿Cómo es posible?
– Como he dicho, me dijeron que había bajado al embarcadero con su hermano, cuando tenía que estar buscando a Fial. Y luego vino a decirme que no encontraba a la niña. Después fuimos juntas al embarcadero. Un monje nos interrumpió para informarnos de que se había hundido un barco en el río y que decían que era el de Gabrán. Étromma se mostró excesivamente preocupada, aunque hizo lo posible por disimularlo. Y se marchó a toda prisa para indagar. Si hubiera sido la embarcación de Gabrán, quizás habrían salvado a Fial, o habrían investigado el naufragio, en cuyo caso podría haberse descubierto el terrible tráfico de niñas.
Dicho esto, calló un momento.
– Eso por una parte. Por otra, claro, mintió al negar haberme visto sacar el bastón de oficio y la carta a Teodoro del colchón donde los habíais guardado. Me había visto sacarlos de allí, de eso estaba segura. Al principio pensé que simplemente se sintió intimidada por el obispo Forbassach y la abadesa, pero la verdadera razón era que quería que mis investigaciones acabaran con vuestra ejecución…
Varios días después, Eadulf y Fidelma se encontraban en el muelle junto al lago Garman. En realidad no era un lago ni una laguna, sino más bien una gran bahía en el mar, un puerto importante para barcos procedentes de Galia, de Iberia, del país de los francos y de los sajones, y de muchas otras naciones. El lago Garman era el puerto con más movimiento de los cinco reinos, pues quedaba en el extremo sudeste de la isla y, por tanto, era un buen lugar donde hacer parada. Esta ubicación proporcionaba a Laigin una rica actividad comercial, pero también suponía una lacra por los frecuentes asaltos de bucaneros.
Fidelma y Eadulf estaban de pie, cara a cara. El viento les alborotaba el pelo y agitaba sus ropas.
– Bueno -suspiró Fidelma-, ya ha acabado todo. El rey supremo ha convocado al joven Fianamail a Tara para amonestarle. Forbassach ha sido destituido de su cargo y ya no puede ejercer la ley. Lo han enviado a una comunidad recóndita, y su esposa le ha pedido el divorcio. La abadesa Fainder ha vuelto a marcharse al extranjero, seguramente a Roma, y el abad Noé…, en fin, creo que él también pensará en volver a Roma ahora que ya no es consejero espiritual de Fianamail.
– Fainder es una mujer extraña -reflexionó Eadulf-. Por una parte es una fanática de los Penitenciales y de la doctrina de Roma. Por otra, no tuvo reparo en usar su sexualidad para hacerse con el cargo de abadesa. Lo que no puedo entender es cómo consiguió dominar a la vez al abad Noé y al obispo Forbassach. Ni siquiera me parece una mujer atractiva.
Fidelma echó la cabeza atrás y se rió.
– De gustibus non est disputandum.
Eadulf hizo una mueca irónica.
– Supongo que sí, que algunas cosas que me parecen detestables a otros les resultan atractivas -dijo, apretando los labios y con gesto pensativo-. En fin, supongo, como habéis dicho, que ya ha acabado todo. Imagino que Laigin recuperará la doctrina de la ley de Fénechus.
Fidelma sonrió con seguridad y dijo:
– Sí, habrá de pasar mucho tiempo antes de que vuelvan a intentar aplicar los castigos que dictan los Penitenciales.
Hubo un silencio incómodo entre ellos antes de que Fidelma levantara la vista para mirarle a los ojos.
– ¿Estáis decidido a emprender este viaje? -le preguntó de repente.
Eadulf parecía triste pero resuelto.
– Sí. Tengo deberes que cumplir para con Teodoro, arzobispo de Canterbury, y para con vuestro hermano, con quien me comprometí a entregar estos mensajes.
La determinación que había tomado Eadulf de proseguir el viaje al país de los sajones había causado no poca inquietud en Fidelma aquellos últimos días. Le había dicho con la mayor claridad de la que había sido capaz que le complacería que regresara con ella a Cashel. Jamás había visto actuar a Eadulf con tanta terquedad. Su orgullo no le había permitido ser más directa con él. Estaba segura de que Eadulf sabía qué sentía por él, y aun así… aun así no quería volver a Cashel con ella. Él había insistido en bajar hasta el puerto de mar para buscar un barco, y ella lo había acompañado, creyendo que le haría cambiar de parecer y lo convencería para regresar con ella. El brehon le había dicho en una ocasión que el orgullo no era más que una máscara que ocultaba los propios defectos. ¿Cuál era el suyo? ¿Qué más podía decirle? ¿Qué más podía hacer? Fidelma titubeó, como si no le costara expresarse con claridad.
– ¿Seguro que no puedo convenceros de que volváis conmigo a Cashel? Ya sabéis que en la corte de mi hermano seréis bien acogido.
– Tengo deberes que cumplir -respondió Eadulf con solemnidad.
– Cuando el deber deviene credo, podemos empezar a despedirnos de la felicidad -se arriesgó a decir, recordando las excusas que ella misma había dado alguna vez para negar los sentimientos que él le inspiraba.
Eadulf la tomó de las manos.
– Cuánto os gusta citar a los sabios, Fidelma. ¿No escribió Plauto que, para un hombre honesto, es un honor recordar su deber?
– La ley de Fénechus dice que Dios no exige a un hombre que dé más de lo que le permite su capacidad -contrapuso ella con vehemencia al creer que Eadulf le estaba tomando el pelo con apreciaciones que ella otrora había pronunciado.
Oyeron un grito en el agua, y vieron que un esquife se apartaba de uno de los barcos de altura anclados en la ensenada. Los remeros impulsaban la embarcación con rapidez hacia el muelle, donde varias personas cargadas con equipajes esperaban.
– La marea está cambiando. -Eadulf levantó la cabeza y sintió el cambio del viento en las mejillas-. El capitán del navío no querrá demorarse. Debo embarcar. Bueno, parece que siempre nos estamos separando. Todavía recuerdo la última vez que nos despedimos en Cashel. Entonces teníais la convicción de que vuestro deber era hacer un peregrinaje a Iberia, al sepulcro de Santiago de Compostela.