No sé qué decir ni qué hacer, ni tampoco en quién confiar. Creía que Meg era legal y resulta que me estaba reclutando para un chulo. Y ahora, ¿quién es éste?
– No pasa nada -dice Meg-. No te hará daño. Le confiaría mi vida; de hecho, lo hago cada día-. Intercambian una rápida sonrisa y, entonces, entrelaza su mano con la de él e inclina la cabeza en su hombro.
– Sarah, no te hará daño. Yo no te haría eso.
«¿No lo harías?»
Vinny acaricia el pelo de Meg y luego se aparta de ella.
– Te puedes quedar en nuestra casa okupa -dice-. Sin condiciones, ninguna. Allí Shayne no te tocará un pelo. Sin policía, ni nada por el estilo.
– ¿Por qué? ¿Por qué lo harías?
Mira el suelo y arrastra un poco los pies.
– Meg me lo ha contado. Lo del bebé. Necesitas un sitio donde ir, y yo tengo uno. Es sencillo.
Estoy bastante segura de que no es tan sencillo, pero sé lo que sucederá si me quedo aquí. Afrontémoslo, mis opciones son escasas, así que me arriesgo.
– De acuerdo -digo.
– ¿Quieres un trago, Vin? -pregunta Meg-. Quédate y tómate una copa conmigo.
Mira el reloj y niega con la cabeza.
– Será mejor que me vaya, cariño. Si tenemos que irnos, mejor hacerlo enseguida. ¿De acuerdo? -me dice.
– De acuerdo -respondo.
Meg me da otro abrazo cuando me voy.
– Cuídate -me dice, y me da una palmadita en el vientre. Es la primera vez que alguien hace eso, aparte de mí, dar un golpecito al bebé: hace que todo parezca real. Hay alguien creciendo en mi interior, una nueva persona. La realidad de ese hecho, de lo que significa, prácticamente me marea.
– ¿Estás bien? -me pregunta Vinny, mientras me pongo de pie, tambaleándome un poco.
– Sí -respondo, y respiro hondo-. Sí, estoy bien. Vámonos.
Adam
A veces, creo que me la he inventado. Sarah. En mi cabeza es tan perfecta: su cara, sus ojos. Cierro los míos y puedo notar ese momento en que sus dedos tocaron mi cara. Es como un sueño, pero es real. Sé que lo es, porque lo apunté tan pronto como llegué a casa ese día.
Está aquí, en mi libreta, su número y todo lo demás que puedo recordar de ella. Tiene una página entera, que miro todos los días, pero no ayuda. No me la devuelve.
Han pasado semanas desde que desapareció, casi un mes.
Salgo a la calle a buscarla. Tiene que estar en algún sitio. Debería tener una foto suya para poder enseñársela a la gente y preguntar por ahí, pero no la tengo. Lo único que tengo es el recuerdo.
No me gusta estar donde hay multitudes. Generalmente, intento alejarme de la gente, mantener la cabeza gacha y evitar el contacto visual, pero esto es diferente. Me obligo a meterme entre el gentío. Paso a través de la masa o me quedo de pie y miro las caras de la gente que pasa. Dondequiera que voy también me vigilan. Generalmente, la policía no tarda en encontrarme y me obliga a circular. Y toda esa vigilancia, esa espera y esos problemas no me acercan ni un dedo a Sarah. Sólo me aportan más números.
Todo el mundo tiene un número. Todo el mundo tiene una muerte.
Jadeos, gritos, sorpresas y dolor; dolor en mis piernas y brazos; dolor apretándome la cabeza y atravesándome todo el cuerpo. Metal cortándome; un peso en el pecho que es tan grande que no puedo quitármelo de encima; sangre brotando de mí, imparable; pulmones que no funcionan, luchando por un poco de aire que no consiguen. El problema es que no es como mirar una película: noto todas las muertes. Brillan a través de mí, dejando rastros. Cada una me impacta; todas me sorprenden y me debilitan.
Las apunto, intentando que cada muerte o grupo de ellas desaparezcan de mi cabeza y entren en mi libreta. Esto solía funcionar, pero ya no lo hace, y no puedo aguantar más de dos horas cada vez. Después tengo la cabeza demasiado llena y necesito huir, escapar de esa gente, de sus historias, de sus finales.
– Cielo santo, Adam, tienes una pinta horrible. ¿Dónde has estado?
Tan pronto como cruzo la puerta, la abuela empieza a atosigarme.
– ¿Dónde has estado? ¿Adónde vas? ¿Con quién has estado?
Ojalá tuviera otro sitio adonde ir, pero ahora las cosas son así. Mi casa. O un sucedáneo. Una cajita con dos personas dentro que no deberían estar juntas. Paso por su lado rozándola, subo las escaleras hasta mi habitación y cierro la puerta. Es lo que quiero, lo que necesito: una puerta cerrada, sin más caras, sin más ojos, sin más muertes.
Me tumbo en la cama o me siento en el suelo, pero la cabeza me da vueltas y tamborileo en el marco de la cama con las puntas de los dedos o agito la pierna, continuamente. No me puedo quedar aquí sentado esperando. Tengo que hacer algo.
Saco la libreta y hojeo las páginas. Lugares, números y muertes, que repaso una y otra vez. Y el número veintisiete por todos lados. ¿Qué sucederá aquí? ¿Qué pasará en Londres que va a matar a tanta gente? En algunos sitios, los veintisietes son uno de cada cuatro; en otros, uno de cada tres. ¿Cuánta gente vive en Londres? ¿Nueve millones? ¿Es posible que a tres millones de personas les queden, únicamente, diez semanas de vida? ¿Soy yo una de ellas?
Las muertes son violentas; huesos y espaldas rotas, cabezas hundidas. El tipo de muertes que ocurren cuando los edificios se derrumban, explotan o reciben el impacto de algo.
Tiene que ser algo así, porque si fuera una enfermedad -una gripe, una plaga o algo parecido-, las muertes se propagarían, ¿no? No pasaría todo en sólo unos cuantos días. Y yo no percibiría lo que noto cuando veo los números: estaría caliente, débil y agotado. ¿No?
Estoy convencido de que existe un patrón; ojalá pudiera verlo. Un patrón en los números; me están intentando decir algo. Entonces, caigo en la cuenta de que mi libreta es sólo el principio: podría estar haciendo cosas con esta información. Tengo sitios, fechas y formas de morir: quizá los podría poner todos en un mapa. Cojo el callejero de la abuela que está en la sala de estar. Saca la cabeza por la puerta de la cocina cuando me oye, empieza a decir algo, pero la detengo, cojo el libro y subo corriendo las escaleras.
El callejero es pequeño, y cuesta ver el centro de las páginas. Empiezo con los mapas que muestran las calles cerca de aquí y las arranco. No consigo sacarlas limpiamente, de modo que, cuando uno las páginas sobre mi mesa, faltan trozos en el centro. Saco el estuche de la bolsa y me pongo a trabajar con mi libreta. Empiezo haciendo un punto para cada persona, pero el mapa es tan pequeño que, cuando pongo diez puntos, no es más que una mancha borrosa. Sé que es una tontería, pero continúo un ratito más; entonces me relajo, miro lo que he hecho, pongo las dos manos encima de las páginas, las arrugo y las lanzo hacia el otro lado de la habitación. Es desesperante.
Tengo el ordenador de bolsillo encima de la mesa. También es pequeño, pero lo he utilizado en las clases y para hacer los deberes, y tiene multitud de aplicaciones. Debe de haber una que me pueda ayudar con esto. Ojalá mi madre me hubiese dejado tener un ordenador. No quería internet en casa, ¿sabéis? Siempre decía que estaba «lleno de mentiras». Ahora comprendo que debió hacerlo porque quería ocultarme la verdad. Si hubiese sabido su historia y la de papá, le habría hecho muchas preguntas. Podría, debería… No tiene ningún sentido pensar en ello.
Cojo el ordenador, lo enciendo y me siento sobre la cama, apoyándome en los cojines. La primera página que me sale es: «Bienvenido a la red de Forest Green, Adam. Tienes cuatro deberes pendientes. Para detalles, tareas y plazos, haz clic aquí.»
Ignoro el mensaje y empiezo a explorar las aplicaciones. Hay un montón de funciones, incluyendo bases de datos. Estoy seguro de que es lo que necesito. Y la única forma de descubrirlo es intentarlo.
Cuando empiezas a hacer cosas con él, es bastante sencillo. Para empezar, simplemente haces una gran lista con diferentes categorías. Una vez que la tienes, puedes buscar o colocarlas en un orden diferente. Comienzo a introducir lo que tengo en mi libreta. Y, entonces, me detengo.