Pero cuando la abuela viene a recogerme, se la llevan a un lado y hablan con ella como si yo no estuviera en la sala.
– Muestra un comportamiento perturbador… recomendamos evaluación psiquiátrica… fuera de la casa sin supervisión…
La abuela finge que les escucha. Mantengo la cabeza gacha y los ojos pegados al suelo hasta que todo ha terminado y volvemos a Carlton Villas en autobús.
– ¿Qué tramas, Adam? ¿Qué intentas hacer?
Es la única persona con la que podría hablar, y no con esos agentes secretos trajeados, pero no puedo. Nos separa un muro de ladrillos y no puedo atravesarlo. En parte por la clase de persona que es, su actitud, las cosas que dice, y en parte por la clase de persona que no es. No es culpa suya ni de mamá, pero no se lo puedo perdonar, todavía no.
Así que me quedo en mi habitación, despierto las 24 horas del día, y busco por internet algunas pistas mientras escucho cómo llega el correo al buzón. Tan pronto como oigo el ruido, bajo corriendo las escaleras. Debo llegar antes que la abuela, porque no quiero que lo sepa. No quiero que vea el torrente de notas que me envía Junior. Sé lo que dirá o casi. Te puedes hacer una idea con los primeras: «6122026. Estás sentenciado. ¿Estás preparado?» «Despídete de tu abuela, perdedor. Estás acabado.»
A veces, la abuela es la primera en llegar a la puerta. También tiene unos horarios extraños.
– Es para ti -me dice. Tiene el sobre en las manos y lo está observando.
– Dámelo -le digo mientras alargo la mano.
– ¿Amigo? -me pregunta-. ¿Novia? Puede venir gente aquí, ya lo sabes. Si quieres.
No digo nada, y sigo con la mano estirada hasta que ella capta la indirecta.
– Adam -me dice cuando me doy la vuelta y empiezo a subir las escaleras-. Espera un momento. Tenemos que…
Su voz se pierde cuando cierro la puerta tras de mí. «Hablar.» Tenemos que hablar. Ojalá pudiera.
Pongo el sobre con los demás y enciendo el ordenador de papá. Es antiguo pero se conecta a la red, aunque tarda una eternidad, e incluso yo sé utilizar Google. Generalmente tecleo «2027» o «fin del mundo» pero esta noche es diferente. Esta noche voy a preguntar por aquello que me mantiene despierto.
Mis dedos eligen las letras de forma insegura, hasta que la casilla de búsqueda dice: «¿Cuándo moriré?»
Y aprieto enter.
Ochocientos treinta y un millones de resultados. Hago clic en el primero. Me hace preguntas. ¿Qué edad tengo? ¿Fumo? ¿Cuánto peso? ¿Cuánto ejercicio hago?
No me molesto en llegar al final. Sitios como éste no saben nada de lo inesperado. No saben nada de la bomba, del fuego o de la inundación. No saben qué va a ocurrir en Londres dentro de pocas semanas. No saben si un chiflado con un cuchillo me va a encontrar antes de que todo esto ocurra.
Y yo tampoco.
Sarah
Me noto un poco mareada durante todo el día, un poco incómoda. Entonces, en algún momento, no sé cuándo, me doy cuenta de que esta extraña sensación viene a oleadas, cada diez minutos o así, y más que una punzada, es un dolor. Cada vez que viene, mi vientre se pone duro y los músculos se contraen como un puño.
No hay nadie más en la casa.
¡Mierda! ¡Mierda! No puede ser eso. No sé exactamente de cuánto tiempo estoy, pero es imposible que esté cerca de los nueve meses, ¿no? No estoy preparada. Cojo el libro y busco entre las páginas. «Parto y nacimiento.» Oh, Dios mío, ¿por qué no me lo leí como es debido? Hay artículos que explican cómo respirar y continuar moviéndome y, después, posiciones. Las palabras bailan delante de mis ojos y empieza otra contracción.
«Continúa moviéndote, continúa moviéndote.» Intento andar por el piso superior de la casa, pero, cuando una nueva contracción me paraliza, me apoyo en la pared e intento respirar.
Entretanto, no puedo contener el pánico. Grito y gimoteo y, de mi boca, salen ruidos que no controlo.
No tenía que ser así. No quería médicos ni hospitales, pero pensaba que habría más gente alrededor, que Vinny estaría aquí. Estoy en el descansillo cuando rompo aguas. No es un chorro, sino un hilillo que me baja por la pierna. «Me he meado encima -pienso-. Genial.» Pero cuando intento detener el torrente no pasa nada, el líquido no para de caer y caer. Mezclado con sangre. No puede ser bueno, ¿verdad?
Me meto en el lavabo. El ruido, mi ruido, aquí es más fuerte, y resuena por las paredes de baldosa. Me siento en el váter, para dejar que el resto del líquido caiga. Podría quedarme así para siempre, pero me obligo a levantarme. No puedo permitir que la niña nazca en un váter.
Me agarro al lavamanos, preparando mi cuerpo para el dolor. Cada vez es mayor y no hay tiempo para descansar. Quiero escapar de él, pero no hay sitio adonde ir. Me inclino a un lado y vomito en la taza, dos, tres veces, antes de desplomarme en el suelo.
Ahora los ruidos son como los de un animaclass="underline" bajos; gruñidos y resoplidos.
Podría morir aquí.
Si el dolor no remite pronto, moriré y ni siquiera me importa. Sólo quiero que pare, que desaparezca. El dolor está en mi vientre y en mi espalda, y me baja por el culo. Me voy a partir en dos y morir desangrada.
Moriré en el suelo del lavabo, como una yonqui, pero no pasa nada. Será mejor que esto, esta tortura, este infierno. Estoy preparada para morir.
Vinny nos encuentra: aún estamos en el suelo del lavabo. He conseguido agarrar algunas toallas y me las pongo encima como si fueran mantas. Tenía miedo de que mi hija se enfriara. La mantengo cerca de mí, piel contra piel, para que aproveche mi calor. Ha llorado un poco aunque enseguida ha parado, y entonces me ha mirado, con esos preciosos ojos azules como el aciano, y la he besado, he besado esa carita, esas manitas.
Mi hija.
Mi chiquitina.
Mia.
Adam
– Es verdad o acción, tan simple como eso.
– No quiero jugar a nada.
– Entonces, ¿por qué estás aquí?
– Quiero que nos dejes en paz a mi abuela y a mí.
– Tu abuela se pasa mucho tiempo en casa, ¿no? Sentada en esa silla de la cocina. No se mueve demasiado, ¿verdad? Un objetivo sentado, se podría decir.
Hay una ventana en la parte trasera de la casa. La propiedad empieza al otro lado de la pared, cientos de ventanas, todas en nuestra dirección y hemos recibido una nota a través de la puerta todos los días.
– Eso es lo que quiero detener, esas estúpidas amenazas. Ella no tiene nada que ver con esto, es entre tú y yo. Así que, hagámoslo, una pelea justa, sin trampas.
Mis palabras suenan más valientes de lo que me siento, pero así es como hay que actuar con gente como Junior. Tienes que hablar como ellos.
– Pelearé contra ti, si quieres, pero antes quiero algunas respuestas. Quiero saber por qué miras a la gente. Quiero saber qué escribes en la libreta. Quiero saber por qué escribiste eso de mí.
– ¿La verdad?
– La verdad.
– ¿Y qué gano yo a cambio?
– Diré a los chicos que paren, que dejen de vigilar la casa.
– ¿Por qué tendría que creerte? Es evidente que te encanta.
– ¿Que me encanta? ¿Mirar cómo tu vieja se mata fumando? Preferiría ver cómo se seca la pintura, tío.
– Así pues, ¿tengo tu palabra?
– Sí, tío. Tienes mi palabra.
Los demás nos observan. Hay un zumbido en el aire: se preguntan cómo acabará esto, preparados para saltarme encima si hago el primer movimiento.
– Sentémonos -digo-. Hablemos como hombres, tú y yo.
Estamos en un viejo almacén. Tienen un fuego encendido en una esquina, con cajas dispuestas alrededor. Las llamas se reflejan en sus ojos cuando se inclina hacia delante.