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– Venga, dime. ¿Qué son esas mentiras que escribes?

«No debes contarlo. A nadie. Nunca.» Pero quizá se lo pueda contar a Junior. De todos modos, no me creerá, y tampoco cambiará nada para él, no tendrá meses de agonía, no como mamá, porque hoy es su último día.

Cojo aire.

– Cuando miro a la gente, veo un número. Es la fecha de su muerte. Suena raro, pero es cierto. Siempre los he visto y no puedo hacer nada al respecto.

– O sea, ¿que puedes ver mi número?

Está jugando conmigo, intentando hacerme pensar que me cree.

– Sí.

– Y lo apuntaste en tu libreta. ¿Es el número que vi?

– Sí.

– ¿Hoy?

Me quedo callado. Son las nueve y media, hace frío y es de noche. La lluvia cae sobre el tejado ondulado. Le quedan tres horas y media de vida, como mucho. No parece probable. Todos sus colegas están aquí: ellos son cuatro y yo estoy solo.

Mira a su alrededor y abre completamente los brazos.

– Así pues, ¿dónde está, tío? ¿Cómo va a suceder?

Esto es horrible, enfermizo.

– ¿Cómo va a suceder, Adam? Lo he leído, he leído lo que has escrito. Hay un cuchillo, sangre. ¿Quién será? Aquí no hay nadie, salvo nosotros. Aquí nadie quiere pelear conmigo, excepto tú. ¿Eres tú? ¿Me vas a matar?

Empieza burlándose de mí, pero, entonces, su voz se vuelve seria. La lengua se mueve por delante de sus labios, y hay algo en sus ojos aparte de su número. Tiene miedo, quizá tanto como yo.

No quiero ser el responsable de su muerte. Este tipo no me gusta. Es un gusano y quiero que me deje en paz, pero no quiero matarle: no quiero matar a nadie.

Quiero que los relojes dejen de hacer tictac. Quiero que el tiempo se detenga. Quiero que los números desaparezcan.

El calor del fuego me está quemando la cara. Alguien lanza un tablón en el centro y una ceniza roja y caliente se levanta alrededor, provocando que aparezcan un millón de chispas en la oscuridad.

– Me voy -digo poniéndome de pie-. Junior, he venido aquí para pelear contigo, pero no quiero hacerlo. Te he contado la verdad, mi verdad, de modo que ahora me puedes dejar tranquilo. Era nuestro trato, ¿no?

Hace un gesto a los demás, que se me tiran encima, cogiéndome desde atrás, poniéndome los brazos tras la espalda.

– Soy un hombre de palabra. Dejaré en paz a tu vieja, pero no te creas que te vas a ir de rositas. Has dicho que habías venido aquí para pelear, así que lucharé contra ti de forma justa, sin trampas. Cacheadle.

Doy puntapiés, pero ello no les ahuyenta. Me saltan encima y me pegan con las manos, me abofetean, hurgan en mis bolsillos. Encuentran mi cuchillo, claro. No lo escondí: lo tenía a mano, oculto bajo el cinturón, para poder cogerlo si era necesario.

– Has traído un cuchillo.

– Legítima defensa, colega.

– Yo no voy armado. -Levanta las manos para mostrarlas.

– No te creo.

No puedo ser el único que haya traído un cuchillo. Se vuelve los bolsillos y abre la chaqueta para mostrarme que allí no lleva nada. Mierda, el único cuchillo que hay aquí es el mío. Y ahora estoy indefenso y expuesto.

– Has venido aquí para utilizarlo contra mí. Has venido aquí para matarme. -Se me acerca, y me clava el dedo en el pecho-. Bien, pues no pienso achantarme. No me vas a matar. Mañana tendrás que coger tu libreta y tachar mi número, porque hoy no me pienso ir a ningún sitio. Te has equivocado.

Me pega con fuerza en el estómago.

– El único que tendrá problemas esta noche eres tú, perdedor.

Me da otro puñetazo, al final de las costillas. Y otro. Y otro. Intento hacerle frente pero, con los brazos sujetos tras la espalda, no puedo hacer nada. Ahora me golpea en la cabeza. Me ha partido los labios y me cae sangre. Su olor me introduce más en la pesadilla.

– Ya basta, Junior, dijiste que sería justo.

Alguien habla, el tipo que me ha cacheado.

– Cierra el pico.

– Ya tiene suficiente, mírale.

– ¡He dicho que cierres la puta boca!

– ¿Y quién me obligará?

Únicamente medio oigo lo que dicen. La cabeza me ha caído hacia delante, y no me siento las piernas. Si estos tíos no me sujetaran, ya estaría en el suelo.

Junior no se detiene, está fuera de control. Más puñetazos en el estómago; acabo vomitando sangre. Me está matando. No necesita ningún cuchillo: le basta con sus puños.

– Déjale.

Otro puñetazo.

Ya no puedo ver nada. El espacio detrás de mis ojos se ha vuelto rojo. Estoy cayendo hacia delante, y, de repente, caigo. Se oye un grito, un gran gemido de rabia, y alguien me da un golpe en el hombro y caigo a un lado. Después, gruñidos, pies arrastrándose, gritos, voces pero no palabras, y el espacio detrás de mis ojos pasando de rojo a negro.

El fuego suspira cuando caigo dentro. Los brazos y las piernas no me responden y no puedo apartarme. Me obligo a abrir los ojos y veo cómo suben cenizas minúsculas, puntos de luz elevándose, encima de mí y a mi alrededor. A través de las llamas veo cómo brilla el cuchillo, la mirada de sorpresa en los ojos de Junior, y su número parpadeando como una luz fluorescente encendiéndose y apagándose.

On, off. On, off, on. Off.

Alguien grita.

Las llamas me lamen la cara, me llenan las fosas nasales con el olor a carne quemada.

Alguien grita.

Soy yo.

Sarah

Los primeros días pasan en medio de una niebla tranquila y lechosa. Si llora, la amamanto. Me tengo que forzar a hacerlo porque me duele muchísimo cuando empieza a chupar, pero, al cabo de pocos segundos, el dolor se calma y la leche obra su magia: en ella y en mí. Se emborracha con ella: caliente, grogui y feliz. Todo su cuerpo se relaja, los brazos le caen a los lados, y el único movimiento es el de su oreja meneándose cuando la barbilla se mueve rítmicamente: chupar, chupar, chupar, pausa… chupar, chupar, chupar, pausa. Y me veo arrastrada hacia un lugar donde sólo estamos ella y yo, nadie más, un mundo lechoso, tierno y cálido.

No sabía que sería así. ¿Cómo podía haberlo sabido? No sabía que puedes amar a una persona de forma tan absoluta desde el primer momento que la ves.

Porque lo hago. La amo. Formaba parte de mí y ahora está separada: es una persona independiente y la quiero. Odiaba mi vida, todo lo que la formaba. Odiaba ser como era. Pero ahora, este sentimiento ha desaparecido, como lo ha hecho mi pasado, cómo llegué aquí, quién era. Quería un nuevo «yo» y ya lo tengo: soy la madre de Mia.

Adam

Soy como un muñeco de nieve dejado al sol. Todo un lado de mi cara se ha fundido. Las líneas han desaparecido y he perdido mi perfil. La primera vez que me veo en el espejo no lloro. Simplemente, miro una y otra vez, intentando encontrarme en esa cara. Aparto la mirada y la vuelvo a fijar, confiando en que será diferente cuando mire de nuevo, confiando en que se habrá producido algún milagro y que volveré a ser «normal».

Pero no se produce ningún milagro. El fuego me ha desfigurado. Siempre lo estaré.

La policía llega gritando, haciendo todo tipo de preguntas, pero no pienso hablar. Cierro los ojos y mantengo la boca cerrada. Y se van. Mantengo cerradas las cortinas alrededor de mi cama: no quiero ver a nadie ni quiero que nadie me vea. Cuando las enfermeras entran, no las miro. Ahora no debo mirar el número de nadie. Durante un par de semanas funciona, pero un día la enfermera no corre bien las cortinas y el chico de la cama de al lado me mira a través del hueco libre mientras sostengo el espejo delante de mi cara. Es más joven que yo, de unos once años, un pequeño chico pálido, sin pelo. Reconozco ese aspecto: hace quimioterapia, como mi madre.