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La gente reparte comida y bebidas. Volvemos a hacer cola. Se me hace la boca agua cuando nos acercamos al principio de la fila y puedo ver y oler la comida. Tenemos cuatro personas por delante cuando otro soldado entra en el vestíbulo y empieza a gritar números, incluyendo los nuestros. Nuestro autocar está a punto. Tenemos que irnos ya.

– ¿Abuela…? -Tengo tanta hambre… No me puedo ir sin conseguir algo de comer, simplemente cualquier cosa.

– Disculpen -digo-. ¿Me pueden dejar pasar?

No hay reacción alguna. Todo el mundo finge que no me ha oído.

Lo vuelvo a intentar, mientras el soldado repite los números. Nada. Estoy desesperado. Me lanzo hacia delante, meto la mano en el hueco que hay entre dos personas y busco a tientas. Mis dedos encuentran algo -parece un trozo de tostada- y lo cojo. Alguien me agarra la muñeca y la aprieta tan fuerte que me hace daño.

– Lo siento -digo-. Es para mi abuela. Tiene hambre y hemos de irnos ya.

Levanto la mirada para ver la cara del hombre que me sujeta. Es de mediana edad, de unos cincuenta años, tiene el pelo gris y una cara adusta, y se le ve muy cansado, pero no es eso lo que me sorprende, sino su número: 112027. Sólo seis meses de vida. También veo un flash de su muerte, y es brutal, violenta, un golpe en la cabeza, sangre, sesos…

Dejo la tostada en la bandeja e intento marcharme.

El hombre me suelta la muñeca. Cree que ha ganado, aunque también debe haber visto algo en mí, porque se le enternece la expresión y estira el brazo, coge la tostada y me la da.

– Para tu abuela -me dice-. Venga, hijo. No vayas a perder el autocar.

– Gracias -murmuro.

Pienso en zampármela allí mismo, pero el hombre me observa y la abuela también, por lo que me llevo cuidadosamente la tostada hacia fuera, y cuando la abuela y yo estamos instalados en el autocar, se la doy. La parte en dos y me devuelve la mitad. No hablamos. Me meto mi trozo en la boca y desaparece en dos bocados, pero la abuela saborea el suyo, haciéndolo durar hasta que estamos fuera de la ciudad y seguimos rumbo al este por la carretera principal. La carretera se encuentra en una franja de tierra con kilómetros de campos inundados alrededor. Finalmente ha salido el sol y ha convertido el agua en una lámina de plata tan brillante que no se puede mirar.

– Abuela -le digo-. ¿Y si todo el mundo se inunda? ¿Qué haremos entonces?

Se limpia una mancha de mantequilla con el dedo y se lo chupa.

– Construiremos un arca, ¿qué te parece? Tú y yo. E invitaremos a todos los animales.

Se echa a reír y coge mi mano con la que se acaba de chupar. Tengo unas profundas marcas rojas en forma de media luna en la piel, justo donde me clavé las uñas en el bote.

– ¿Qué te has hecho ahí? -me pregunta.

– Nada.

Me mira y frunce el ceño. Luego, me aprieta un poco la mano.

– No te preocupes, hijo. Estaremos bien en Londres. Allí tienen diques y estructuras preparadas para las inundaciones, y saben hacer bien las cosas. Estaremos bien en la buena y vieja Londres.

Echa la cabeza para atrás, cierra los ojos y suspira, contenta de volver finalmente a casa. Pero yo no me puedo relajar: tengo que apuntar el número del hombre de la cola antes de que se me olvide. Me ha alterado. Acabas desarrollando una intuición respecto a los números de la gente cuando los has visto toda tu vida. Y pienso que ese número no le convenía. Tengo los nervios a flor de piel; me sentiré mejor una vez lo tenga apuntado.

Saco la libreta del bolsillo, y apunto todos los detalles que consigo recordar: descripción (es mejor cuando sé sus nombres), la fecha de hoy, el lugar, los números, cómo morirá. Lo apunto cuidadosamente, y cada letra, cada palabra, me calma un poquito más. Ahora ya está allí, a salvo en mi libro. Puedo consultarlo más tarde.

Vuelvo a guardar la libreta. La abuela empieza a roncar un poco. Está completamente dormida. Miro al resto de los pasajeros; algunos intentan dormir, pero otros están como yo: ansiosos y vigilantes. Desde donde estoy, puedo ver que seis o siete personas todavía están despiertas. Intercambiamos una mirada y, entonces, la apartamos sin decirnos nada, como hacen los desconocidos.

Pero un breve momento de contacto visual es todo lo que necesito para ver sus números, uno distinto para cada uno: las diferentes fechas que marcan el fin de sus vidas.

Salvo que estos números no son tan diferentes. Cinco terminan en 12027 y dos son exactamente el mismo: 112027.

El corazón se me sale del pecho y la respiración se me acelera y entrecorta. Busco dentro del bolsillo hasta que mis dedos vuelven a encontrar la libreta. Me tiemblan las manos, pero consigo sacarla y abrirla por la página correcta.

Esta gente es como el hombre de la cola de la comida: sólo les quedan seis meses.

Van a morir en enero del próximo año.

Van a morir en Londres.

Sarah

Septiembre de 2026

– Sabes por qué estás aquí. No es a lo que estás acostumbrada, pero nos estamos quedando sin opciones. Aquí no te permitirán jugar: no podrás llegar tarde, hacer novillos ni rechistar. Tienes la posibilidad de volver a empezar, de hacer bien las cosas esta vez, de ponerte a trabajar en serio. Por favor, Sarah, no nos falles. No te falles.

Bla, bla, bla. La misma cancioncilla de siempre. Me entra por una oreja y me sale por la otra, estoy demasiado cansada para escuchar. Anteanoche apenas dormí y, cuando lo hice, volví a tener la pesadilla y tuve que despertarme. Me mantuve despierta hasta que se hizo de día, escuchando los ruidos propios de la casa.

No le digo nada, ni tan siquiera adiós, cuando salgo del Mercedes. Cierra la puerta del coche y me lo imagino haciendo una mueca de dolor y maldiciéndome, y ello me hace sentir mejor, aunque sólo sea por un instante.

El Mercedes ha hecho que la gente se volviera, como siempre. No se ve todos los días un coche en la pista de la escuela, no digamos ya un coche grande que consume toneladas de gasolina como el de papá. Ahora la gente me tiene fichada. Fantástico. Me señalarán como diferente antes siquiera de empezar. Aun así, ¿qué me importa?

Alguien silba y me susurra largamente y en voz baja:

– Guapaaaa.

Un grupo de muchachos se ha detenido para mirar, son seis o siete. Me miran de arriba abajo, relamiéndose los labios. ¿Cómo se supone que debería sentirme? ¿Intimidada? ¿Halagada? A la mierda. Les enseño el dedo y cruzo las puertas.

Supongo que para ser una escuela pública no está mal. Al menos es totalmente nueva, no está destrozada como yo esperaba. Pero únicamente es nueva porque la anterior se quemó durante los disturbios de 2022 y todavía conserva cierta reputación. Forest Green: régimen duro, chicos duros. Se me cayó el alma a los pies cuando mis padres me dijeron que me habían apuntado allí, pero luego pensé: «Qué diablos. Tanto da una escuela como otra. Escuela, casa… Todo son cárceles, ¿no es cierto? Todas buscan lo mismo: que cumplas las órdenes. No importa dónde esté: tengo un cerebro propio y eso no lo pueden controlar.»

E, independientemente de adónde me envíen, no pienso quedarme mucho tiempo. Tengo otras cosas en la cabeza; bien, de hecho, una muy grande o, al menos, una pequeña que está creciendo más y más. Y ello significa que tengo que empezar a pensar por mí misma, que tengo que planificar, tomar el control.

Tengo que recuperar mi vida.

No puedo esperar mucho más.

Tengo que huir.