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– Conduce lentamente -le pido.

– Claro.

El hospital es un lugar blanco y brillante. Apenas he salido de la casa durante semanas, y estar aquí resulta agobiante. Hay tanto ajetreo, y es tan grande y está tan limpio… Me miro: una sudadera manchada colocada sobre mi camiseta y pantalones de chándal. Sin calcetines y con los pies calzados en unas zapatillas. Parece que haya estado durmiendo al raso.

– ¿Nombre?

– Sally Harrison.

– Su carné, por favor.

– Oh, vaya, me lo he dejado en casa. Teníamos tanta prisa…

La recepcionista me mira y levanta una ceja.

– ¿No llevas chip?

– No.

– ¿Y el bebé?

– No.

Pueden negarse a ocuparse de ella si no presentas ninguna identificación. La miro, preguntándome qué va a decidir.

– Por favor -suplico.

Levanta más las cejas, pero se limita a suspirar y me pide más detalles. Le doy una dirección y un número de teléfono falsos, y le cuento tantos síntomas de Mia como puedo.

Sólo tenemos que esperar veinte minutos y, entonces, una enfermera nos lleva a la sala de exploración. Entra una doctora: es joven, pero tiene bolsas grises bajo los ojos y su pelo rubio intenta escaparse de una coleta mal hecha.

– Echémosle una ojeada.

La tumban encima de un colchón blanco dentro de un recipiente de plástico parecido a una pecera y le quitan la ropita con delicadeza.

– ¿Cuánto tiempo hace que tiene fiebre?

– Unas doce horas. También hace el mismo tiempo que llora, a rachas.

– ¿Come bien?

– No desde que empezó a llorar.

Se la miran de arriba abajo, le examinan los ojos, las orejas y la boca, y le mueven las manos y los brazos con delicadeza.

– Tiene un poco infectada la zona de alrededor del cordón umbilical. ¿Ve que está un poco roja e hinchada?

Cuando la doctora lo menciona, es evidente. Tiene la piel de la barriga hinchada e irritada donde están los restos del cordón. Dios mío, ¿por qué no lo he visto? ¿Qué clase de madre soy? Llora porque le duele.

– Le daremos antibióticos inmediatamente.

Antes de que me dé cuenta, le inyectan algo en la pierna. Y entonces, saca otra jeringuilla de su envoltorio de celofán.

– No lleva chip, ¿verdad?

– No, pero…

– Es obligatorio.

Me mira con firmeza y sé que no servirá de nada discutir. Aunque quisiera, es demasiado tarde. La aguja ya está dentro y ella ha apretado el émbolo.

– Podemos anotar todos sus detalles en la sala.

– ¿La sala?

– Tenemos que ir con cuidado con las infecciones en esta parte del cuerpo. A veces, pueden provocar tétanos, así que nos la quedaremos hoy mientras vemos cómo responde al tratamiento.

«¿Quedárnosla?»

– ¿No le puede dar simplemente alguna medicina? No queremos quedarnos. Tenemos que ir a un sitio…

– Debemos tenerla en observación. El tétanos puede resultar extraordinariamente peligroso para un bebé tan pequeño y no podemos correr ese riesgo. Tiene aspecto de necesitar un descanso. Pueden pasar el día en la sala de maternidad: pediré una habitación individual, si quiere.

Tengo la sensación de que las cosas se están descontrolando. Ahora que la tienen aquí, no la soltarán. La tienen y le han puesto un chip. Pensar en un microchip en su cuerpo me pone enferma. No quería que le pasara esto. No quería que la etiquetaran y la pudieran localizar de por vida.

Pero, si me ciño a mi historia -carné olvidado, nombre y dirección falsos-, aquí estaremos a salvo, ¿no? Vuelvo a mirar la barriga de Mia, la piel infectada, tersa y brillante, y sé que no tengo otra opción.

Adam

Se niegan a darme el alta, pero me voy de todos modos. No puedo permanecer más tiempo aquí o me volveré loco. La abuela me trae algo de ropa limpia y me visto mientras la enfermera me cuenta cómo debo cuidar de mi cara. Luego, llega el momento de irse.

Wesley tiene la cabeza encima de un cubo cuando me acerco para despedirme. Levanta una mano, pero no dice nada.

– Espera, Wes -le digo. Quiero contarle que deje la quimio, que disfrute del tiempo que le queda. Al fin y al cabo es un veintisiete, y sólo tiene una semana. Pero luego empiezo a pensar que voy a cambiar todo esto, las cosas para los veintisietes, así que quizá necesitará la quimio: puede que le consiga un poco más de tiempo.

Cuando recorro el ala, me siento ahogado. No puedo evitar mirar la cama que ocupaba Carl. Ahora hay otra persona, y pronto también habrá otra en la mía. Es una cadena de producción interminable de enfermos y heridos; algunos mejorarán y otros no, pero una nube oscura se instala sobre mí cuando pienso en Carl. Continúo sintiendo que fue culpa mía. Lo único que tenía que hacer era permanecer despierto. Y le fallé.

– ¿Qué te pasa? Creía que deseabas irte.

– Nada. Sólo… este lugar.

Mira donde yo miro.

– Has hecho lo que has podido -me dice, leyéndome la mente-. Y yo también.

– No ha sido suficiente.

– Deja de flagelarte. Salgamos de aquí.

Andar resulta sorprendentemente difíciclass="underline" hace diecisiete días que estoy aquí y tengo las piernas agarrotadas. Los pasillos no se acaban nunca.

– Hay una parada de autobús aquí mismo, a la izquierda. ¿Adam? Adam…

Su voz se va apagando hasta que ya no puedo oír nada. Una chica entra en un coche destartalado en el aparcamiento. Lleva un abrigo colgado encima de los hombros de modo que no se le ven los brazos. Un tipo alto y esquelético le ayuda a entrar; está situado de manera que a ella prácticamente no la veo, pero sólo necesito vislumbrarla para saber quién es.

Es Sarah.

Se ha cambiado el pelo, se ha rapado la mitad, pero es ella. ¡Oh, Dios mío, es ella!

Me quedo ahí plantado como un idiota, mirando cómo se sienta en la parte trasera del coche. El tipo le cierra la puerta y va hasta el asiento del conductor y, entonces, es como si despertara. ¡Se va! En menos de un minuto se habrá ido. ¿Qué estoy haciendo?

– ¿Adam? ¿Dónde diablos…?

Empiezo a andar hacia el aparcamiento y, entonces, echo a correr. El tipo ya ha arrancado, y el coche se mueve. Intento cortarle el paso en la barrera; deberán detenerse allí para salir. El coche avanza lentamente y llego justo antes que él. Hago un gesto al conductor para que se detenga. Parece nervioso, pero de todos modos tiene que parar. Lo hace, baja la ventanilla del copiloto y se asoma.

– ¿Algún problema, colega? -me pregunta.

Miro atrás, pero el reposacabezas del asiento del copiloto no me deja ver.

– Sólo quería… Sólo quería… ¿Sarah?

Se echa a un lado y le veo la cara. Definitivamente, es ella, el rostro que he tenido en mi cabeza, en el que he estado pensando cuando me iba a dormir. Ella jadea y se queda boquiabierta, y entonces recuerdo mi cara, el shock que le debe provocar verla.

Levanto la mano para ocultarla.

– No es tan malo como parece… -empiezo a decir, pero ella aparta la mirada y grita.

– ¡Sal de aquí, Vinny! ¡Sal de aquí! ¡Arranca! ¡Arranca!

– ¡Sarah!

Las ruedas chirrían sobre el asfalto cuando Vinny pisa el acelerador y el coche se lanza adelante un par de metros. La barrera se toma su tiempo. Pongo las manos encima del coche, hacia la ventanilla del pasajero. Sarah no deja de gritar pero, cuando me ve, para de hacerlo y se aparta de mí.

Cuando la barrera empieza a levantarse, Vinny ya ha salido. El metal del coche se me escapa bajo los dedos y me quedo allí, aturdido. Ha sido como la primera vez que me vio, aunque peor. ¿Por qué me tiene tanto miedo? ¿Quién es ella en realidad y quién cree que soy yo?

– ¡Adam!

Miro detrás de mí: la abuela está en la acera, mirándome. Vuelvo lentamente a su lado.

– ¿Quién diablos era?

– Una chica que conozco.