La abuela está en la entrada de la cocina.
– Son fechas de muertes -le digo-. Las puedo ver. ¿Me crees?
Nelson parpadea y traga saliva. No puedo evitar mirarle, y sus números me dan miedo, tanto por él como por mí.
– Te creo -responde-. No lo entiendo, pero te creo, porque sale por todo internet, Adam. Ven, déjame que te lo enseñe.
Se inclina hacia el sofá y saca un estuche de portátil. Abre la cremallera, se pone el ordenador en el regazo y lo enciende.
– Hice algunas búsquedas sobre la primera fecha, el día de Año Nuevo. Existen sitios de toda Europa Occidental con referencias que hablan de ello, cosas raras en foros y blogs. Existe una secta en Escocia que predice el Apocalipsis para el día 1. Sus miembros se han trasladado a una isla y se han refugiado allí. Hay citas de su líder en un montón de sitios: «Todos hemos pecado. Se acerca el castigo de Dios y aquellos que no estén con él morirán el día de Año Nuevo. He visto la verdad en sus ojos.»
Entra en un sitio.
– Bien -dice-, todavía está aquí.
Hay una foto borrosa de un hombre en medio de un círculo de gente.
– ¿Quién es? ¿Es este tipo?
– Ninguno de los sitios da su nombre completo. Le llaman Micah.
Un escalofrío me recorre la columna y me estremezco.
– Él también puede ver los números -explico-. Eso es lo que dice, eso es lo que quiere decir.
– Hay muchos números allí fuera, siempre los ha habido. Hay toda una historia de gente que decía que iba a estallar el fin del mundo y eso nunca ha sucedido.
– ¿Crees que estoy loco?
Nelson duda por un instante y su cara se contrae con su tic.
– No pasa nada -le digo-. No tienes que responder.
– No, no -dice-. No creo que lo estés. Simplemente… Simplemente, no puedo explicar lo que ves. No consigo encontrar una explicación científica. ¿Qué es lo que ves?
– Ni tan sólo sé si veo los números o sólo los concibo. Cuando miro a los ojos de alguien, los números están allí. Están allí y lo sé. Siempre he podido verlos.
– ¿E indican la fecha en que va morir esa persona?
– Sí. Mi madre, otras personas. He visto sus números. He visto sus muertes.
Nelson no sabe qué hacer ni adónde mirar. No es la clase de tío capaz de preguntarme sin más cuál es su número. Pero lo está pensando, y yo lo veo, y maldigo esto, este don, esta carga. Ojalá pudiera decir algo, que estará bien, pero su número me grita y me perfora la cabeza.
– Nelson… colega… -empiezo a decir, pero se pone nervioso porque no sabe qué va a pasar a continuación.
Se aclara la garganta y sus dedos pulsan el teclado.
– El Gobierno también sabe algo -explica-. Mira, está bloqueando actos públicos y ha denegado todos los permisos para organizar fiestas en Londres a partir del 30 de diciembre. Todo apunta a fin de año, Adam. El Gobierno debe estar preocupado por anular las fiestas de fin de año.
– ¿El Gobierno lo sabe?
– Eso parece. Tan pronto como 01 01 aparece en un sitio, lo cierra. Por eso me sorprende que todavía aparezca esta imagen de Micah.
Debería estar satisfecho, ¿no? Satisfecho de no estar loco. Satisfecho de que otras personas sepan lo que ocurrirá el día uno. Debería alegrarme de no estar solo, pero lo único que siento es una oleada de pánico. Todas mis terminaciones nerviosas vibran, todo mi cuerpo se encuentra en alerta roja. «Es real. Está sucediendo.»
– También hay algo más cerca de casa. Si todavía está. Lo he puesto en mis marcadores… aquí.
Entra en otra página web y me pasa el portátil. Al principio, no entiendo qué intenta mostrarme. La pantalla está llena de imágenes, de algo pintado.
– Tienes que moverte a la derecha y a la izquierda para poder verlo todo.
Parece una zona de guerra: oscuridad, caos, un cielo lleno de humo, manos sobresaliendo entre los escombros, agujeros enormes donde debería haber casas.
Me muevo hacia la derecha. Hay una fecha, como un estandarte en la parte superior: 1 de enero de 2027. Y entonces, los negros, grises y marrones se convierten en rojos, amarillos y naranjas, como llamas que lamen la pantalla. Nelson no mira el portátil, sino que me observa para ver cómo reacciono. Vuelvo a moverme en la pantalla y, en lugar de manos, veo caras, retorcidas por el dolor y el terror. Hay un bebé con los ojos fuertemente apretados, con lágrimas cayéndole por la cara y un hombre que lo sostiene, un tipo negro. Las llamas se reflejan en sus ojos, aunque no son éstos lo que me oprimen las tripas, sino su cara. Tiene la piel hinchada y llena de cicatrices.
Soy yo.
Soy el tío de la imagen.
Soy el que tiene llamas en los ojos.
Hago un tremendo esfuerzo para no vomitar. Intento no oler el humo ni oír el crepitar rabioso de las llamas.
– ¿Qué ocurre?
La abuela viene y mira por encima de mi espalda. El humo de su pitillo se arremolina delante de mi cara y empiezo a ahogarme. Ella lo aleja de mí, pero es demasiado tarde: vuelvo a estar allí, indefenso, mientras el fuego me devora. Toso hasta reventar, no puedo respirar.
Voy tambaleándome hasta la puerta principal. Una vez fuera, me inclino, toso y tengo arcadas sobre la colección de gnomos de la abuela, hasta que, finalmente, vomito.
– ¡Adam! ¡Adam! ¿Estás bien? Cuidado con Norris. Es mi preferido. ¡Oh, vaya, le has dado!
La abuela está a mi lado, mirando cómo vacío todo el contenido de mi estómago. Entonces, tras mi último espasmo, todo mi cuerpo empieza a relajarse. El aire frío de la noche entra en mis pulmones y, poco a poco, me levanto y me enderezo. Nos quedamos así un rato, yo inspirando y espirando, recordando cómo es volver a ser humano, y la abuela quejándose sobre lo que le he hecho a sus adornos de jardín.
Cuando vuelvo a entrar, Nelson está guardando su portátil.
– ¿Qué era eso, ese mural? -le pregunto.
– Paddington, bajo las vías, al lado de Westbourne Park Road.
– Tengo que ir hasta allí y echarle un vistazo. -Sólo pensar en ello ya me produce canguelo.
– ¿Nelson?
– ¿Sí?
– Deberías irte de Londres, marcharte de aquí.
– ¿Qué? ¿Con mi madre y mis hermanos? ¿Y adónde iremos?
– No lo sé, a cualquier lugar. De todos modos, tienes que sacarlos de ese mapa.
Niega con la cabeza.
– Podría intentarlo, pero ¿qué les cuento? ¿Cómo les convenzo para que nos vayamos?
– No lo sé. Es la pregunta del millón de dólares y, si supiera la respuesta, se la comunicaría a todo el país. Sacaría a todo el mundo fuera de Londres.
La abuela me mira y le brillan los ojos.
– Eso ya me gusta más -me dice-. ¡Ése es el espíritu!
– Abuela… -Vuelve a mirarme como si fuera el Mesías.
– Puedes hacerlo, Adam. Puedes salvar a gente.
Nelson me mira a mí, a mi abuela y luego, otra vez a mí. Si yo fuera él, me iría enseguida y no miraría atrás. Pero no soy él y, en lugar de dirigirse a la puerta, dice:
– Internet, allí es donde lo puedes hacer. Controlan los principales servidores y motores de búsqueda, pero existe toda una red paralela a la que no han podido acceder todavía, un millón de blogs, foros y tweets. Puede salir por allí antes de que nadie sea capaz de detenerlo.
– Eres un genio -le digo.
Niega con la cabeza, pero es obvio que está encantado.
– Técnicamente, debería tener un CI de más de 140 para serlo, y sólo tengo 138.
– ¿Qué son un par de puntos entre amigos? Escucha, no entiendo un carajo de internet. ¿Puedes hacerlo tú?
Frunce el ceño.
– No directamente, no sé demasiado sobre la paraweb. Tengo que crear una identidad secreta y encontrar la forma de evitar que me localicen.
– ¿Lo intentarás?
– Claro.
Me da su dirección y número de teléfono.
La abuela cierra la puerta detrás de él y me sonríe.
– Lo estamos haciendo, Adam. Vamos a cambiar la historia.