– Nada. Sólo pensaba en una cosa… de mates.
Ella entorna los ojos y lanza una nube de humo hacia el techo. Tengo que distraerla, así que hurgo en mi bolsa y saco el ordenador de bolsillo que me han dado al matricularme. He estado intentando utilizarlo durante las clases, pero jamás había tenido un ordenador propio. Mamá no permitía que hubiera ninguno en casa. Podía notar cómo la gente me observaba, burlándose: un auténtico paleto.
La abuela lo mira, aunque no parece interesada en él. Tiene la mirada fija en mí y hará falta algo más que un dispositivo de alta tecnología regalado para desviarla de su objetivo.
– Te gustan las mates, ¿verdad? -me pregunta-. Como los números.
¿Me gustan los números? «¿Como ellos?» Ahora me mira y, de repente, no estoy seguro de qué me pregunta. Nunca he hablado a nadie de los números, salvo a mi madre, y a un profesor en la escuela cuando era pequeño, antes de saber qué significaban. Mamá siempre dijo que eran nuestro secreto, algo especial entre ella y yo. Y lo he mantenido así. No se lo he contado a nadie. Cuando ella murió, pensé que la única persona que lo sabía era yo. Estaba solo. Ahora no estoy tan seguro.
– No creo que me gusten los números -digo con cautela-. Creo que son importantes.
– Sí -dice la abuela-. Sí, lo son.
Nos miramos durante un minuto y ninguno de los dos dice nada. La radio está encendida: un boletín informativo en que el Gobierno reconoce que los objetivos de Kyoto no se alcanzan ni a tiros, y los ladridos habituales del perro de los vecinos. Pero el silencio entre nosotros está cargado de electricidad.
– Sé que eres especial, Adam -acaba diciendo la abuela, y un escalofrío recorre mi columna-. Lo vi en ti el día que naciste.
– ¿Cómo?
– Vi, veo, un chico hermoso. Ellos están dentro de ti, tu madre y tu padre. Oh, Dios mío, hay tanto de Terry en ti. A veces, juro que es como si volviera a estar aquí… Es como si nunca… -Deja la frase suspendida. Hay un brillo especial en sus ojos, y los bordes son rosas.
– ¿Qué más, abuela? -Sé que hay algo. Ella traga saliva y me mira profundamente.
– Tu aura; jamás vi nada parecido: roja y dorada. Dios mío, eres especial. Eres un líder. Un superviviente. Hay coraje dentro de ti. Eres fuerte, tienes fuerza espiritual. Te han puesto aquí por un motivo. Lo juro.
Me arriesgo. Tengo que saberlo.
– ¿Y qué me dices de mi número?
Frunce el ceño.
– No veo números, hijo. No soy como tú y tu madre.
Así que lo sabe.
– ¿Cómo sabes lo de los números?
– Tu madre me lo contó. Yo sabía que ella lo poseía desde hacía muchos años y, entonces, cuando descubrió que tú tenías lo mismo, me llamó para contármelo.
De repente, tengo que explicárselo, decirle lo que me he estado guardando todo el verano.
– Abuela: la mitad de la gente de Londres va a morir el año que viene. No me lo invento. He visto sus números.
Asiente.
– Lo sé.
– ¿Lo sabes?
– Sí, Jem me habló de 2027. Me advirtió.
Me llevo las manos hasta los lados de la cabeza. ¡La abuela lo sabía! ¡Mamá lo sabía! Tiemblo, pero no estoy asustado, sino enfadado. ¿Cómo se han atrevido a ocultarme esto? ¿Por qué me han dejado solo?
– ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué no lo hizo ella?
La rabia crece dentro de mí, me sube por los brazos y las piernas. Doy una patada a la tabla que hay debajo de los armarios de la cocina.
– ¡No hagas eso!
Quiero romper algo. Vuelvo a darle un puntapié y esta vez la tabla cae al suelo.
– ¡Adam! ¡Basta!
Ahora la abuela está levantada y viene hacia mí. Intenta cogerme los brazos. Me la intento quitar de encima, pero es fuerte, mucho más de lo que uno creería al verla. Forcejeamos unos segundos. Entonces, rápida como un flash, suelta uno de mis brazos y me abofetea.
– ¡Aquí no! -grita-. ¡No en mi casa! ¡No pienso permitirlo!
Recupero la cordura. Veo las cosas como si le sucedieran a otra persona, a un adolescente luchando contra una anciana en su cocina, y noto cómo la vergüenza me llena hasta ruborizarme.
– Lo siento, abuela -digo. Me froto la mejilla en el lugar donde me ha dado. No sé adónde mirar, ni dónde meterme.
– Más te vale -me reprende, y se da la vuelta para poner una tetera al fuego-. Si ya te has calmado, si piensas escuchar de verdad, entonces podemos hablar de ello.
– De acuerdo -le digo.
– De hecho, haz tú el té. Necesito un cigarrillo.
Se sienta y estira el brazo para coger un pitillo, y le tiembla la mano, sólo un poco, mientras saca un cigarrillo y lo enciende.
Cuando el té está a punto, me siento frente a ella.
– Dime, abuela -empiezo-. Cuéntame todo lo que sabes. Sobre mí, mamá y papá. Tengo derecho a…
Observa con atención la superficie de la mesa o finge hacerlo. Tira un poco de ceniza al suelo y entonces levanta la vista para mirarme, deja escapar un poco de humo por la comisura de los labios y dice:
– Sí, tienes derecho, y supongo que ha llegado el momento.
Y me lo cuenta.
Sarah
Fuerza la puerta.
Contengo la respiración.
En la oscuridad, puedo oír cómo gira el pomo y cómo el metal roza la madera mientras la puerta empuja la silla que he dejado apoyada contra ella. Se oye un chirrido cuando la puerta se mueve hacia delante y hacia atrás, al principio suavemente, después con mayor fuerza. Me puedo imaginar Su cara -la confusión convirtiéndose en rabia- y me acurruco un poco más en la cama, poniéndome recta, con las rodillas tocándome la barbilla y cruzando los dedos.
La habitación se queda en silencio durante unos segundos, y entonces Él vuelve a estar ahí. No se lo puede creer. Necesita comprobarlo.
«¡Ha funcionado! ¡Ha funcionado, coño!»
Me acerco un poco más las rodillas a la cara y me mezo de lado a lado. Quiero chillar, gritar, bailar, pero no puedo romper el silencio. No puedo despertar a los demás: Marty y Luke en la habitación de al lado, mi madre bajo el descansillo.
Ahora debería dormir. Dormir es seguro. Estiro las piernas y las deslizo debajo del edredón. Estoy cansada, pero no tengo sueño: y me quedo allí durante una eternidad, sintiéndome triunfadora y asustada al mismo tiempo. He ganado una batalla, pero la guerra todavía no ha terminado. La lluvia empieza a repicar contra la ventana.
Me muero por dormir: ocho horas de vacío sin sueños, pero, cuando al fin lo consigo, no hay descanso. Vuelvo a la pesadilla que me espera cada noche.
Las llamas son naranjas.
Me están quemando viva. Estoy atrapada, cercada por escombros.
Las llamas son amarillas.
El bebé grita. Moriremos aquí, ella y yo. El chico de la cara quemada también está. Él mismo es fuego y llama, chamuscado, quemado, una figura oscura en medio del atronador, crepitante y chispeante calor.
Las llamas son blancas.
Y coge al bebé, a mi bebé, y se va y le consumen las llamas.
La habitación continúa en la oscuridad cuando me obligo a despertarme. Mi camiseta y las sábanas están empapadas. Hay una fecha en mi cabeza, brillante como el neón, deslumbrándome los ojos desde dentro. Nunca antes había soñado esto. Es nuevo. Él me la ha traído. El chico.
El chico de la escuela es el que aparece en mi pesadilla. Es él. Sé que lo es. Ha encontrado la forma de salir de mi cabeza y entrar en mi vida. ¿Cómo lo ha conseguido? Es una idiotez. No es real. Cosas así nunca suceden.
Estiro el brazo hacia un lado y enciendo la luz. Cierro con fuerza los ojos hasta que se adaptan y luego veo la silla atrancada contra el pomo de la puerta.
Claro que suceden cosas así, pienso amargamente. Suceden cosas así continuamente.