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Cuando acabe el año dejaré de ser cuidadora, y aunque mi condición de tal me ha dado mucho, he de admitir que acogeré de buen grado la oportunidad de descansar, y de pararme para pensar y recordar. Estoy segura de que, al menos en parte, este apremio íntimo por ordenar todos estos viejos recuerdos tiene que ver con ello, con el hecho de estar preparándome para este inminente cambio en mi vida. Lo que realmente pretendía, supongo, era poner en claro las cosas que sucedieron entre Tommy y Ruth y yo después de hacernos mayores y dejar Hailsham. Pero ahora me doy cuenta de que, en gran medida, lo que ocurrió más tarde tuvo su origen en nuestra época de Hailsham, y por eso, antes que nada, quiero examinar detenidamente esos recuerdos tempranos. Reseñar, por ejemplo, toda aquella curiosidad que sentíamos por Madame. En cierto nivel, no se trataba más que de unas niñas haciendo chiquilladas. Pero en otro, como se verá, de lo que se trataba era del comienzo de un proceso que a lo largo de los años fue creciendo en intensidad hasta llegar a dominar nuestras vidas.
A partir de aquel día, la mención de Madame se convirtió, si no en un tabú, sí en algo sumamente raro entre nosotras. Y ello pronto trascendió nuestro grupito y llegó a ser conocido por casi todos los alumnos de nuestro curso. Seguíamos sintiendo la misma curiosidad de siempre acerca de ella, pero todas intuíamos que indagar más en su persona -en lo que hacía con nuestro trabajo, en si existía o no una galería- nos adentraría en un terreno para el que aún no estábamos preparadas.
El tema de la Galería, sin embargo, surgía de vez en cuando, de forma que cuando unos años más tarde Tommy, a la orilla del estanque, empezó a contarme su extraña charla con la señorita Lucy, sentí que algo tiraba con insistencia de mi memoria. Pero fue sólo después, cuando lo dejé sentado en la roca y me apresuraba hacia los campos para reunirme con mis amigas, cuando el recuerdo afloró en mí.
Era algo que la señorita Lucy nos había dicho una vez en clase. Lo había retenido en mi memoria porque me había intrigado entonces, y también porque había sido una de las poquísimas ocasiones en las que la Galería se había mencionado de forma tan deliberada ante un custodio.
Estábamos inmersos en lo que luego daría en llamarse la «controversia de los Vales». Tommy y yo hablamos hace unos años de la controversia de los Vales, y al principio no nos pusimos de acuerdo sobre cuándo había tenido lugar. Yo decía que teníamos diez años, y él opinaba que fue más tarde, pero al final se convenció de la exactitud de mi recuerdo: estábamos en cuarto de primaria; poco después del incidente con Madame, pero tres años antes de nuestra charla en el estanque.
La controversia de los Vales, supongo, formaba parte del hecho de que, con los años, el ansia de poseer se hizo más y más intensa en nuestros corazones. Durante años -creo haberlo dicho ya- pensamos que la elección de alguno de nuestros trabajos para la sala de billar suponía un gran triunfo, por mucho que se lo llevara Madame luego, pero al llegar a los diez años albergábamos una mayor ambivalencia a este respecto. Los Intercambios, con su sistema de Vales a modo de moneda, nos habían proporcionado un preciso útil de apreciación para valorar lo que producíamos. Nos interesaban ya las camisetas, la decoración de la cama, el personalizar el pupitre. Y, por supuesto, también nos interesaban mucho nuestras «colecciones».
No sé si donde normalmente estudian los niños se hacen «colecciones». Pero cuando te topas con algún antiguo alumno de Hailsham, tarde o temprano acaba aflorando con nostalgia el tema de las «colecciones». En aquella época, claro, era algo que dábamos por descontado. Todos teníamos debajo de la cama un arcón de madera con nuestro nombre en el que guardábamos nuestras pertenencias: lo que comprábamos en los Saldos o en los Intercambios. Puedo acordarme de uno o dos compañeros a quienes no les importaban demasiado sus colecciones, pero la mayoría de nosotros le dedicábamos a la nuestra un celo exquisito, y sacábamos algunos tesoros para enseñarlos y escondíamos otros con cuidado para que nadie los viera.
El caso es que, cuando cumplimos los diez años, la idea de que era un gran honor el que Madame se llevara alguna de tus obras ya había entrado en conflicto con el sentimiento de que nos estábamos quedando sin nuestros bienes con mayor valor de mercado. Y esta nueva situación llegó a su punto álgido con la controversia de los Vales.
Todo comenzó cuando cierto número de alumnos, principalmente varones, empezaron a decir entre dientes que cuando Madame se llevaba una obra el autor debería recibir Vales a cambio. Estuvo de acuerdo un gran número de alumnos, pero a otros la idea les pareció escandalosa. Circularon argumentos en favor y en contra durante un tiempo, y un buen día Roy J. -que estaba en el curso siguiente al nuestro y tenía gran cantidad de obras en la Galería de Madame- decidió ir a ver a la señorita Emily para hablar del asunto.
La señorita Emily, jefa de los custodios, era la mayor de todos ellos. No era especialmente alta, pero había algo en su porte -iba siempre muy tiesa y con la cabeza erguida- que te hacía pensar que lo era. Llevaba el pelo plateado recogido atrás, pero siempre tenía hebras sueltas que le ondeaban en torno. A mí me sacaban de quicio, pero la señorita Emily no les prestaba la menor atención, como si ni siquiera merecieran su desprecio. Al atardecer resultaba una visión bastante extraña: una mujer con multitud de cabellos sueltos que ella ni se molestaba en apartarse de la cara mientras hablaba contigo con voz pausada y calma. Nos inspiraba mucho temor, y no pensábamos en ella del modo en que pensábamos en los demás custodios. Pero la considerábamos justa y respetábamos sus decisiones; probablemente hasta en primaria sentíamos que su presencia, aunque intimidatoria, era lo que nos hacía sentirnos tan a salvo a todos en Hailsham.
Se requería cierto valor para ir a verla sin haber sido convocado; y hacerlo con el tipo de exigencias que iba a plantearle Roy parecía poco menos que suicida. Pero Roy no recibió la terrible reprimenda que todos nos esperábamos, y en los días que siguieron nos llegaron rumores de charlas -e incluso discusiones- de custodios sobre el asunto de los Vales. Al final se anunció que recibiríamos vales, pero no muchos, porque era un «honor de lo más alto» que el trabajo de alguien fuera seleccionado por Madame. Pero la decisión no sentó bien en ninguno de los bandos, y continuó la controversia.
Y éste era el mar de fondo cuando aquella mañana Polly T. le formuló aquella pregunta a la señorita Lucy. Estábamos en la biblioteca, sentados alrededor de la gran mesa de roble, y recuerdo que había un leño ardiendo en la chimenea. Leíamos teatro, y en un momento dado, una frase de la obra dio pie a Laura para que hiciera una broma sobre los Vales, y todos reímos, incluida la señorita Lucy. Luego la señorita Lucy dijo que, como en Hailsham no se hablaba de otra cosa, dejáramos la obra que estábamos leyendo y pasáramos el resto de la clase intercambiando puntos de vista sobre los Vales. Y eso es lo que estábamos haciendo cuando Polly preguntó, sin que viniera en absoluto a cuento: «Señorita, ¿por qué Madame se lleva nuestras cosas?».