Nos quedamos todos callados. La señorita Lucy no solía enfadarse a menudo, pero cuando lo hacía ya podías prepararte, y durante un momento pensamos que a Polly se le iba a caer el pelo. Pero enseguida vimos que la señorita Lucy no estaba enfadada, sino sumida en sus pensamientos. Recuerdo que yo sí estaba furiosa con Polly por haber quebrantado de forma tan estúpida una regla no escrita, pero al mismo tiempo sentía una enorme expectación ante la posible respuesta de la señorita Lucy. Y era obvio que no era la única con tan contrapuestas emociones: prácticamente todo el mundo fulminó con la mirada a Polly, para luego volverse con impaciencia hacia la señorita Lucy, lo cual, supongo, no era demasiado justo para la pobre Polly. Al cabo de lo que nos pareció una eternidad, la señorita Lucy dijo:
– Todo lo que puedo decir hoy es que existe una buena razón para que lo haga. Una razón muy importante. Pero si intentara ahora explicárosla a vosotros, creo que no la entenderíais. Un día, espero, se os explicará debidamente.
No la presionamos. El aire que flotaba sobre la mesa se había llenado de embarazo, y pese a la curiosidad que sentíamos por saber más del asunto, deseábamos con todas nuestras fuerzas que la charla se apartara de aquel terreno espinoso. Así, instantes después, todos nos sentimos aliviados al vernos de nuevo discutiendo -acaso un tanto artificialmente- sobre los Vales. Pero las palabras de la señorita Lucy me habían intrigado, y seguí pensando en ellas una y otra vez durante los días que siguieron. Por eso aquella tarde junto al estanque, cuando Tommy me estaba contando su charla con la señorita Lucy, y lo que le había dicho sobre que «no nos enseñaban lo suficiente» acerca de determinadas cosas, el recuerdo de aquella vez en la biblioteca -unido quizá a uno o dos pequeños episodios parecidos- empezó a espolear mi espíritu inquisitivo.
Mientras aún estamos en el asunto de los vales, quiero decir algo acerca de los Saldos, que ya he mencionado un par de veces. Los Saldos eran importantes para nosotros, porque era el medio por el que podíamos hacernos con cosas del exterior. El polo de Tommy, por ejemplo, era de un Saldo. En los Saldos era donde conseguíamos la ropa, los juguetes, las cosas especiales que no habían sido hechas por otros alumnos.
Una vez al mes, una gran furgoneta blanca descendía por la larga carretera, y la excitación podía palparse tanto en los jardines como en el interior de la casa. Cuando se detenía en el patio delantero, toda una multitud la estaba esperando, la mayoría alumnos de primaria, porque una vez que dejabas atrás los doce o trece años no era conveniente mostrarte excesivamente ilusionado. Pero lo cierto es que todos sentíamos un gran entusiasmo.
Mirando hoy hacia atrás, resulta curioso pensar en tal excitación, pues los Saldos solían ser muy decepcionantes. Normalmente no se encontraba nada demasiado especial, y nos gastábamos los Vales en renovar lo que se nos había roto o se nos estaba quedando viejo con cosas muy similares. Pero lo curioso del caso, supongo, era que alguna vez todos habíamos encontrado algo en algún Saldo, algo que se había convertido en especiaclass="underline" una chaqueta, un reloj, unas tijeras de artesanía que nunca llegabas a usar pero que guardabas con orgullo junto a la cama. Todos habíamos encontrado algo parecido en el pasado, de suerte que, por mucho que fingiéramos que no nos importaba demasiado, no podíamos liberarnos de los viejos sentimientos de entusiasmo y esperanza.
De hecho no resultaba ocioso rondar en torno a la furgoneta mientras la estaban descargando. Lo que hacías -si eras alumno de primaria- era seguir de la furgoneta al almacén y del almacén a la furgoneta a los dos hombres con mono que cargaban grandes cajas de cartón, y preguntarles lo que había dentro. La respuesta habitual era la siguiente: «Un montón de cosas bonitas, pequeño». Pero si seguías preguntando: «Pero ¿seguro que son muchas y buenas?», ellos, tarde o temprano, acababan por sonreír y decirte: «Oh, yo diría que sí, pequeño. Un buen montón de cosas buenísimas», con lo que te arrancaban un gritito de alborozo.
Las cajas llegaban a menudo sin la tapa de arriba, de forma que podías echar una ojeada al interior y entrever todo tipo de objetos, y a veces, aunque en rigor no debían hacerlo, los hombres te dejaban mover las cosas para poder ver mejor las que te interesaban. Y así, cuando aproximadamente una semana después tenía lugar el Saldo, habían circulado ya todo tipo de rumores, quizá sobre un chándal concreto o una casete, y si en alguna ocasión surgía algún problema, casi siempre era porque varios alumnos habían puesto los ojos en el mismo objeto.
Los Saldos contrastaban vivamente con el callado ambiente de los Intercambios. Se celebraban en el comedor, y eran multitudinarios y ruidosos. De hecho, los empujones y los gritos formaban parte de la diversión, aunque la mayor parte del tiempo reinaba el buen humor. Salvo, como digo, en alguna que otra ocasión en que las cosas se iban de las manos y había alumnos que se agarraban y forcejeaban e incluso llegaban a pelearse. Los monitores, entonces, amenazaban con cerrar el tenderete, y a la mañana siguiente todos debíamos enfrentarnos a una reprimenda colectiva de la señorita Emily.
Nuestra jornada en Hailsham empezaba todas las mañanas con una reunión de custodios y alumnos, por lo general bastante breve: unos cuantos anuncios, quizá un poema leído por un alumno. La señorita Emily no solía hablar mucho; se sentaba muy tiesa en el escenario, asintiendo con la cabeza a cada cosa que se decía, de cuando en cuando dirigiendo una mirada gélida hacia cualquier susurro que hubiera podido oírse entre los alumnos. Pero a la mañana siguiente de un acontecimiento excepcional -como era el caso de un Saldo tumultuoso- las cosas eran diferentes. Nos ordenaba sentarnos en el suelo -en estas reuniones matinales solíamos estar de pie-, y no había comunicados ni actos de ninguna clase. La señorita Emily nos hablaba durante veinte, treinta minutos (e incluso más, a veces). Raramente alzaba la voz, pero en estas ocasiones había en ella algo acerado, y ninguno de nosotros, ni siquiera los de quinto de secundaria, se atrevía a emitir el menor sonido.
Entre los alumnos había una sensación general de mala conciencia, por haber -en cierto nivel colectivo- fallado a la señorita Emily, pero por mucho que lo intentábamos no lográbamos seguir sus peroratas. En parte por su lenguaje. «Indigno de privilegio» y «mal uso de la oportunidad» eran dos de sus expresiones habituales (Ruth y yo conseguimos dar con ellas cuando rememorábamos el pasado en su cuarto del centro de Dover). El tenor general de su alocución era muy claro: siendo como éramos alumnos de Hailsham, todos éramos muy especiales, y por tanto el hecho de que nos portáramos mal resultaba enormemente decepcionante. Más allá de estas afirmaciones, sin embargo, las cosas se volvían oscuras. A veces seguía disertando con apasionamiento, para de pronto detenerse en seco con un: «¿Qué es? ¿Qué es? ¿Qué puede ser lo que nos frustra?». Y seguía allí de pie, con los ojos cerrados, con el ceño fruncido como si tratara de dar con la respuesta. Y aunque nos sentíamos desconcertados e incómodos, seguíamos sentados en el suelo, deseando que la señorita Emily diera con fuera lo que fuese lo que estaba necesitando su cabeza. Luego retomaba el discurso con un suspiro suave -señal de que iba a perdonarnos-, o bien salía de su silencio con un estallido: «¡Pero a mí no se me va a coaccionar! ¡Oh, no! ¡Y tampoco a Hailsham!».
Al recordar estas largas disertaciones, Ruth señalaba lo extraño que era que fueran tan ininteligibles, pues la señorita Emily, en clase, podía ser tan clara como el agua. Cuando dije que a veces la había visto vagando por Hailsham como en un sueño, hablando sola, Ruth se ofendió y dijo:
– ¡La señorita Emily no fue jamás así! Hailsham no habría podido ser como era si hubiera tenido al frente a una persona chiflada. La señorita Emily tenía un intelecto tan afilado como un bisturí.