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No discutí. Ciertamente, la señorita Emily podía ser asombrosamente sagaz. Si, por ejemplo, estabas en alguna parte de la casa principal o de los jardines donde no debías estar, y oías que se acercaba un custodio, normalmente siempre había algún sitio donde podías esconderte. Hailsham estaba lleno de escondites, dentro y fuera de la casa: aparadores, recovecos, arbustos, setos. Pero si a quien veías acercarse era a la señorita Emily, el corazón se te encogía, porque siempre sabía que te habías escondido y dónde. Era como si tuviera un sexto sentido. Podías meterte dentro de un aparador, cerrar las puertas bien cerradas y no mover ni un solo músculo, pero sabías que los pasos de la señorita Emily se detendrían ante el aparador y que su voz diría:

– Muy bien. Sal de ahí.

Es lo que le sucedió una vez a Sylvie C. en el rellano de la segunda planta, con la diferencia de que en esta ocasión la señorita Emily se había puesto hecha una furia. Ella nunca gritaba, como podía gritar por ejemplo la señorita Lucy cuando se enfadaba mucho contigo, pero daba mucho más miedo cuando la que se enfadaba era la señorita Emily. Los ojos se le empequeñecían, y se ponía a susurrar con fiereza para sus adentros, como si estuviera discutiendo con un colega invisible qué castigo terrible debía imponerte (el modo en que lo hacía te llevaba a desear vivamente y a partes iguales saberlo y no saberlo). Pero normalmente la señorita Emily nunca te imponía sanciones horribles. Casi nunca te dejaba castigada, ni te hacía hacer tareas ingratas o te quitaba privilegios. Pero daba igual, porque te sentías aterrorizada con sólo saber que habías perdido puntos en su estima, y ansiabas hacer algo al instante para redimirte.

Pero lo cierto es que con la señorita Emily todo era imprevisible.

Puede que Sylvie se la cargara esa vez, pero cuando pilló a Laura corriendo por la parcela de ruibarbo, la señorita Emily no hizo más que espetarle:

– No deberías estar aquí, jovencita. Sal de ahí ahora mismo.

Y siguió caminando.

Hubo una época en que creí que había caído en desgracia con ella. El pequeño sendero que bordeaba la trasera de la casa principal era uno de mis sitios preferidos. Estaba lleno de recovecos, de prolongaciones; tenías que pasar casi rozando los arbustos, internarte bajo dos arcos cubiertos de hiedra y por una verja herrumbrosa. Y desde él podías atisbar en todo momento el interior de la casa a través de las ventanas (yendo de una a otra). Supongo que, en parte, la razón de que ese sendero me gustara tanto era que nunca estuve muy segura de si era o no un lugar prohibido. Ciertamente, cuando había clase en las aulas, se suponía que no tenías que estar allí. Pero los fines de semana, o al caer la tarde, no estaba nada claro. De todos modos, la mayoría de los alumnos siempre lo evitaba, y quizá otro de sus alicientes residía precisamente en eso: que cuando estabas en él te apartabas de todo el mundo. El caso es que una tarde soleada estaba recorriendo este pequeño sendero -creo que estaba en tercero de secundaria-, y, como de costumbre, al pasar por las ventanas iba mirando las aulas vacías, cuando de pronto miré dentro de una de ellas y vi a la señorita Emily. Estaba sola, paseándose lentamente, hablando consigo misma, dirigiendo gestos y observaciones a un auditorio invisible. Supuse que estaba preparando una clase, o quizá una de sus charlas de las reuniones matinales, y me disponía a pasar de largo deprisa antes de que pudiera verme cuando de pronto volvió la cabeza y me miró directamente. Me quedé petrificada, pensando que me la había cargado, pero vi que ella seguía con su mudo parlamento y sus gestos, sólo que ahora los dirigía hacia mí. Luego, con toda naturalidad, se volvió y fijó la mirada en otro alumno imaginario de otro rincón del aula. Me escabullí por el sendero, y durante los días siguientes tuve miedo de lo que la señorita Emily pudiera decirme cuando volviera a verme. Pero nunca mencionó aquel incidente.

Aunque no es de esto de lo que quiero hablar en este momento. Lo que ahora quiero es contar unas cuantas cosas de Ruth, cómo nos conocimos y nos hicimos amigas, cómo fueron nuestros primeros tiempos juntas. Porque últimamente -y cada vez más- estoy conduciendo a través de los campos en una larga tarde, por ejemplo, o tomando café junto al enorme ventanal de una gasolinera de autopista, y me sorprendo una vez más pensando en ella.

No fuimos amigas desde el principio. Me recuerdo con cinco o seis años haciendo cosas con Hannah y Laura, pero no con Ruth. De la época más temprana de nuestra vida apenas conservo un recuerdo vago de ella.

Estoy jugando en la arena. Hay otros muchos niños conmigo; no nos queda casi espacio para movernos, y nos sentimos irritados unos con otros. Estamos al aire libre, bajo un cálido sol, así que lo más probable es que sea el parque de arena de la zona de juegos de los Infantes, o incluso la arena que hay al final de la larga valla del Campo de Deportes Norte. Hace calor y tengo sed y no me gusta que haya tantos niños conmigo en la arena. Entonces Ruth está allí de pie, no donde estamos todos sino fuera, como un metro más allá. Está muy enfadada con dos de las chicas que están a mi espalda, por algo que ha debido de pasar antes, y las está fulminando con la mirada. Me figuro que en aquel tiempo la conocía muy poco. Pero ya debía de haber causado una fuerte impresión en mí, porque recuerdo que seguí afanosamente con lo que estaba haciendo, muerta de miedo de que de un momento a otro volviera hacia mí la mirada. No dije ni una palabra, pero deseaba fervientemente que se diera cuenta de que no estaba con las otras niñas que había a mi espalda, y de que no había participado en modo alguno en aquello que la había puesto tan furiosa.

Y eso es todo lo que recuerdo de Ruth de aquella época primera. Estábamos en el mismo curso, y por lo tanto tuvimos que rozarnos muchas veces; pero aparte del incidente del parque de arena no recuerdo nada más de ella, hasta dos años después, cuando con siete años -casi ocho- cursábamos ya primaria.

El Campo de Deportes Sur era el que más utilizaban los alumnos de primaria, y fue en una de sus esquinas, junto a los álamos, donde Ruth se acercó a mí un día a la hora del almuerzo, me miró de arriba abajo y dijo:

– ¿Quieres montar mi caballo?

Yo estaba enfrascada en algún juego con dos o tres compañeras, pero no había ninguna duda de que era a mí a quien Ruth se estaba dirigiendo. Su deferencia me dejó embelesada, pero hice como que la sopesaba antes de darle una respuesta:

– ¿Cómo se llama tu caballo?

Ruth dio un paso hacia mí.

– Mi mejor caballo -dijo- es Trueno. Pero no puedo dejar que lo montes. Es demasiado peligroso. Puedes montar a Zarzamora, siempre que no utilices la fusta. O, si quieres, puedes montar cualquiera de los otros -dijo unos cuantos nombres que no recuerdo. Y luego me preguntó-: ¿Tú tienes algún caballo?

La miré y medité cuidadosamente la respuesta:

– No, no tengo ningún caballo.

– ¿Ni uno siquiera?

– No.

– De acuerdo. Puedes montar a Zarzamora, y si te gusta puedes quedártelo. Pero no tienes que darle con la fusta. Y tienes que venir conmigo ahora mismo.

Mis amigas se habían dado la vuelta y seguían con sus juegos. Así que me encogí de hombros y me fui con Ruth.

El campo estaba lleno de niños que jugaban, algunos mucho mayores que nosotras, pero Ruth se abrió paso entre ellos con absoluta determinación y precediéndome siempre un par de pasos. Cuando ya estábamos cerca de la malla metálica que separaba el campo de los jardines, Ruth se volvió hacia mí y dijo:

– Muy bien, vamos a montar. Tú monta a Zarzamora.

Acepté las invisibles riendas que me tendía, y salimos al trote y cabalgamos de un extremo a otro de la valla, ora a medio galope, ora a galope tendido. Había acertado en mi decisión de decirle a Ruth que no tenía ningún caballo, porque al rato de montar a Zarzamora me dejó probar uno tras otro sus demás caballos, mientras me gritaba todo tipo de instrucciones sobre cómo evitar los puntos flacos de cada animal.