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– ¡Te lo dije! ¡Con Narcisa tienes que echarte hacia atrás! ¡Mucho más! ¡Le gusta que la montes bien echada hacia atrás!

Debí de hacerlo razonablemente bien, porque al final me dejó montar a Trueno, su corcel preferido. No sé cuánto tiempo estuvimos con sus caballos aquel día; a mí me pareció bastante, y creo que las dos nos embebimos por completo en nuestro juego. Pero de pronto, sin motivo aparente alguno, Ruth dijo basta, alegando que yo estaba agotando adrede a sus caballos, y que los llevara yo misma a las caballerizas. Señaló una zona de la valla, y eché a andar con los caballos hacia ella, mientras Ruth parecía enfadarse conmigo más y más, y me decía que lo estaba haciendo todo mal. Luego preguntó:

– ¿Te gusta la señorita Geraldine?

Quizá era la primera vez que me ponía a pensar si me gustaba o no un custodio. Al final respondí:

– Claro que me gusta.

– Pero ¿te gusta de verdad? ¿Como si fuera especial? ¿Como si fuera tu custodia preferida?

– Sí. Es mi custodia preferida.

Ruth siguió mirándome durante largo rato. Y al cabo dijo:

– Muy bien. En tal caso, te dejaré ser una de sus guardianas secretas.

Emprendimos el camino de vuelta hacia la casa principal, y esperé a que me explicara a qué se refería; pero no me dijo nada más. Lo iría averiguando en el curso de los días que siguieron.

5

No sé durante cuánto tiempo estuvimos con lo de la «guardia secreta». Cuando Ruth y yo hablamos del asunto mientras cuidé de ella en Dover, ella afirmaba que habíamos continuado con ello unas dos o tres semanas (algo que, con toda probabilidad, no era cierto). Seguramente sentía un poco de embarazo, y el asunto se había reducido en su memoria a una breve anécdota. La mía, sin embargo, me dice que duró unos nueve meses, quizá un año, y que en aquel entonces teníamos siete años y pronto íbamos a cumplir ocho.

Nunca he estado segura de si fue la propia Ruth quien inventó lo de la guardia secreta, pero de lo que no había duda era de que ella era la líder del grupo. Éramos de seis a diez chicas -el número cambiaba cuando Ruth aceptaba a un nuevo miembro o expulsaba a alguien-; creíamos que la señorita Geraldine era la mejor custodia de Hailsham, y le hacíamos regalos (recuerdo un gran pliego con flores prensadas y pegadas). Pero la razón primera de la existencia de esta guardia, por supuesto, era protegerla.

Cuando me uní al grupo, Ruth y las demás conocían desde hacía mucho tiempo la conjura para secuestrar a la señorita Geraldine. Nunca estuvimos muy seguras de quién se hallaba detrás de ella. A veces sospechábamos de algunos de los chicos de secundaria, y otras de compañeros de nuestro curso. Había una custodia que no nos gustaba demasiado, la señorita Eileen, y durante un tiempo pensamos que podría ser el cerebro de tal plan. No sabíamos cuándo iba a tener lugar el secuestro, pero estábamos convencidas de que el bosque entraría en escena en algún momento del proceso.

El bosque estaba en lo alto de la colina que se alzaba detrás de Hailsham House. En realidad no se veía más que una franja oscura de árboles, pero yo no era la única de mi edad que sentía su presencia día y noche. Cuando hacía mal tiempo, era como si los árboles proyectaran una sombra sobre todo Hailsham; lo único que tenías que hacer era volver la cabeza o ir hasta una ventana, y allí estaban, cerniéndose a cierta distancia sobre la hondonada. Más a resguardo estaba la fachada de la casa principal, porque no podías verlos desde ninguna de sus ventanas. Pero ni aun así te librabas del todo de ellos.

De aquel bosque se contaban todo tipo de historias horribles. Una vez, no mucho antes de que todos nosotros llegáramos a Hailsham, un chico había tenido una gran pelea con sus amigos y había salido corriendo de los límites de Hailsham. Encontraron su cuerpo dos días después, en el bosque, atado a un árbol y con las manos y pies cortados. Otro rumor decía que entre aquellos árboles vagaba el fantasma de una chica que había estado en Hailsham hasta un día en que, movida por la curiosidad, había saltado la valla para ver cómo era el exterior. Fue mucho tiempo antes de que llegáramos nosotros, cuando los custodios eran mucho más estrictos, e incluso crueles. La chica intentó volver, pero no se lo permitieron. Se puso a andar a lo largo de la valla suplicando que la dejaran entrar, pero nadie le hizo caso. Al final se alejó de allí, y le sucedió algo, y murió. Pero su fantasma vagaba incesantemente por el bosque, siempre mirando hacia Hailsham, suspirando por que la dejaran entrar.

El bosque se adueñaba más de nuestra imaginación después del anochecer, en los dormitorios, mientras tratábamos de conciliar el sueño. Entonces casi éramos capaces de oír el viento entre las ramas; y si hablábamos de ello la cosa empeoraba. Recuerdo una noche en que estábamos furiosas con Marge K. -aquel día había hecho algo particularmente irritante-, y queríamos castigarla: la sacamos de la cama a rastras y la obligamos a que pegara la cara a la ventana y mirara fijamente el bosque. Al principio mantuvo los ojos muy cerrados, pero le retorcimos los brazos hasta que abrió los párpados y vio la silueta recortada contra el cielo iluminado por la luna, y ello bastó para que pasase una noche de terror y llanto.

No estoy diciendo que en aquel tiempo estuviéramos todo el día preocupadas por el bosque. Yo, por ejemplo, podía pasarme semanas sin apenas pensar en él, e incluso había días en que sentía una oleada de desafiante valentía que me hacía pensar: «¿Cómo es posible que pueda creerme esas memeces?». Pero bastaba cualquier nimiedad -alguien que volvía a contar una de aquellas historias, un pasaje de miedo en un libro, un comentario al azar que me recordara el bosque-para que la sombra descendiera de nuevo sobre nosotras durante un tiempo. No era nada extraño, por tanto, que diéramos por sentado que el bosque tenía un papel central en la conjura para secuestrar a la señorita Geraldine.

Pero cuando pienso con detenimiento en ello, no recuerdo que tomáramos ninguna medida concreta para defender a nuestra custodia preferida. Nuestra actividad giraba siempre en torno al acopio de pruebas sobre la conjura misma. Quién sabe por qué, pero ello nos bastaba para pensar que la señorita Geraldine se hallaba a salvo de todo peligro inmediato.

La mayoría de las «pruebas» venían de ver en acción a los conspiradores. Una mañana, por ejemplo, vimos desde un aula de la segunda planta cómo la señorita Eileen y el señor Roger hablaban con la señorita Geraldine en el patio. Al rato la señorita Geraldine dijo adiós y se dirigió hacia el Invernadero de Naranjas, pero nosotros seguimos observando y vimos que la señorita Eileen y el señor Roger acercaban la cabeza el uno al otro para conferenciar sigilosamente, con la mirada fija en la figura que se alejaba.

– El señor Roger… -dijo Ruth en aquella ocasión, con un suspiro, sacudiendo la cabeza-. Quién iba a decir que estaba en el ajo…

Así pues, fuimos elaborando la lista de la gente que -sabíamos- estaba en la conjura: custodios y alumnos a los que declaramos enemigos acérrimos. Y sin embargo, creo que en el fondo nos dábamos cuenta de lo precario de los cimientos de nuestra fantasía, pues evitábamos cualquier tipo de enfrentamiento. Tras intenso debate, podíamos decidir que determinado alumno estaba en la conjura, pero luego encontrábamos siempre razones para no increparle de inmediato, para esperar hasta «tener todas las pruebas». De forma similar, siempre estábamos de acuerdo en que la señorita Geraldine no debía oír ni una palabra de lo que habíamos descubierto, pues se alarmaría y entorpecería nuestras pesquisas.

Sería demasiado fácil afirmar que se debió sólo a Ruth el que siguiéramos con lo de la guardia secreta hasta mucho después de que hubiéramos madurado lo suficiente como para dejar atrás tales cosas. Cierto que la guardia secreta era muy importante para ella; había sabido de la conjura mucho antes que el resto de nosotras, y ello le confería una enorme autoridad. Dando a entender que las verdaderas pruebas venían de antes de que se incorporara al grupo gente como yo -y que había cosas que aún no nos había revelado-, podía justificar casi cualquier decisión que tomara en nombre del grupo. Si decidía que había que expulsar a alguien, por ejemplo, y veía que había oposición, solía aludir misteriosamente a cosas que sabía «de antes». No hay ninguna duda de que Ruth deseaba vivamente que la cosa continuara. Pero lo cierto es que aquellas de nosotras que habíamos sido sus más íntimas contribuimos a preservar la fantasía y a hacer que se prolongara demasiado. Lo que sucedió después de la disputa del ajedrez ilustra bien lo que estoy diciendo.