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Yo suponía que Ruth era una consumada jugadora de ajedrez y que podría enseñarme a jugar. No era una idea tan descabellada: solíamos pasar por delante de alumnos más mayores inclinados sobre tableros de ajedrez, sentados junto a las ventanas o en laderas cubiertas de hierba, y Ruth se paraba para contemplar las partidas. Y cuando echábamos de nuevo a andar me comentaba alguna jugada que había visto y en la que ninguno de los jugadores había reparado.

– Es increíble lo cortos que son -decía entre dientes, sacudiendo la cabeza.

Todo esto acabó por dejarme fascinada, y pronto me encontré deseando ensimismarme yo también en aquellas piezas ornadas. Así que cuando vi un tablero de ajedrez en un Saldo y decidí comprarlo -a pesar de que costaba un buen montón de Vales-, contaba con que Ruth iba a ayudarme.

Durante los días siguientes, sin embargo, siempre que le preguntaba cuándo iba a enseñarme a jugar, ella se limitaba a suspirar, o a fingir que tenía algo mucho más urgente que hacer. Cuando finalmente, una tarde lluviosa, logré ponerla contra las cuerdas y colocamos el tablero sobre una mesa de la sala de billar, lo que empezó a enseñarme fue una vaga variante de las damas. El rasgo distintivo del ajedrez, según ella, era que las piezas se movían en L -supongo que dedujo esto de la observación del movimiento del caballo-, en lugar de moverse a brincos como en las damas. Yo no me lo creí, y me llevé una gran desilusión, pero no dije nada y le seguí la corriente durante un rato. Nos pasamos varios minutos deslizando en L la pieza atacante y sacando fuera del tablero, con un golpecito, la pieza del contrario. Y así seguimos hasta que intenté capturarle una pieza y ella dijo que no podía hacerlo porque había movido la pieza en una línea demasiado recta.

Entonces me levanté, recogí el tablero y las fichas y me fui. Jamás le dije en voz alta que no sabía jugar al ajedrez -por muy decepcionada que estuviera, sabía que no podía llegar tan lejos-, pero supongo que mi brusca salida de la sala de billar le bastó para interpretarlo de ese modo.

Quizá un día después entré en el Aula Veinte, situada en la última planta de la casa, donde el señor George daba su clase de poesía. No recuerdo si fue antes o después de la clase, o lo llena que estaba el aula. Lo que recuerdo es que llevaba libros en las manos, y que mientras me dirigía hacia donde estaban charlando Ruth y las demás vi que un vivo retazo de sol bañaba las tapas de los pupitres en los que estaban sentadas.

Por la forma en que juntaban las cabezas, comprendí que estaban hablando de algo relacionado con la guardia secreta, y aunque, como digo, el incidente con Ruth había sido el día anterior, me acerqué al grupo sin ninguna prevención. Y estaba apenas a un palmo de ellas -quizá se intercambiaron una mirada en ese momento- cuando de pronto me di cuenta de lo que iba a suceder. Como cuando una fracción de segundo antes de pisar un charco caes en la cuenta de que está allí, y no puedes hacer nada para remediarlo. Acusé el golpe antes incluso de que se quedaran calladas y me miraran fijamente, antes incluso de que Ruth dijera:

– Oh, Kathy, ¿cómo estás? Si no te importa, ahora tenemos que hablar de unas cosas. Terminamos en un momento. Disculpa.

Apenas esperé a que terminara la frase: me di la vuelta y eché a andar hacia la puerta, furiosa más conmigo misma -por haber permitido que me sucediera aquello- que con Ruth y las demás. Estaba muy dolida, no hay duda, aunque no sé si llegué a llorar. Y durante los días siguientes, siempre que veía a la guardia secreta conferenciando en un rincón o dando un paseo por el campo, sentía que la sangre me afluía a las mejillas.

Dos días después de este desaire en el Aula Veinte, bajaba yo por las escaleras de la casa principal cuando vi que Moira B. estaba justo a mi espalda. La esperé y nos pusimos a charlar, sobre nada en especial, y salimos juntas de la casa. Debía de ser en el descanso del almuerzo, porque cuando salimos al patio había unos veinte alumnos paseando y charlando en pequeños grupos. Mis ojos se dirigieron de inmediato hacia el fondo del patio, donde Ruth y tres miembros más de la guardia secreta formaban un grupito, de espaldas a nosotras, y miraban atentamente hacia el Campo de Deportes Sur. Traté de ver qué era lo que les interesaba tanto, y me di cuenta de que Moira, que estaba a mi lado, también las estaba observando. Y entonces me acordé de que apenas un mes atrás ella también había pertenecido a la guardia secreta, y había sido expulsada. Y durante los segundos que siguieron sentí algo parecido a un gran embarazo, pues las dos estábamos allí ahora, codo a codo, unidas por nuestras recientes humillaciones, y afrontando cara a cara, por así decir, nuestro rechazo. Quizá Moira sentía algo parecido; de todas formas, fue ella la que rompió el silencio al decir:

– Es tan estúpido, todo ese asunto de la guardia secreta. ¿Cómo pueden seguir creyendo en esas cosas? Es como si estuvieran todavía en párvulos.

Aún hoy me sorprende la violencia de la emoción que se apoderó de mí cuando le oí a Moira decir eso. Me volví hacia ella hecha una fiera:

– ¿Qué sabes tú de eso? ¡No sabes nada de nada, porque llevas siglos fuera de ello! ¡Si supieras todo lo que hemos descubierto, no te atreverías a decir algo tan tonto!

– No digas bobadas. -Moira no era de las que se amilanaban fácilmente-. No es más que otra de las cosas que se inventa Ruth. Nada más que eso.

– Entonces, ¿cómo es que yo personalmente les he oído hablar de ello? ¿De cómo van a llevar a la señorita Geraldine al bosque en la furgoneta de la leche? ¿Cómo es que les he oído yo misma planearlo, sin que Ruth ni ninguna de las otras tengan nada que ver en el asunto?

Moira me miró, ahora insegura.

– ¿Lo has oído tú misma? ¿Cómo? ¿Dónde?

– Les he oído hablar, sí, tan claro como te oigo a ti; les he oído todo, porque no sabían que estaba allí. Junto al estanque; no sabían que podía oírles. ¡Así que ya ves todo lo que tú sabes!

Me aparté de ella y me abrí paso entre la gente que atestaba el patio, y volví a mirar hacia Ruth y las demás, que seguían mirando hacia el Campo de Deportes Sur, ajenas a lo que acababa de pasar entre Moira y yo. Y caí en la cuenta de que ya no sentía ningún enfado contra el grupo; sólo una enorme irritación contra Moira.

Aún hoy, si voy conduciendo por una larga carretera gris y mis pensamientos no siguen ningún rumbo, puedo sorprenderme volviendo sobre esto una y otra vez. ¿Por qué me mostré tan hostil con Moira B. aquel día, cuando en realidad no era sino mi aliada natural? Lo que supongo que sucedió fue que Moira estaba sugiriendo que ella y yo cruzáramos una línea juntas, y yo aún no estaba preparada para ello. Creo que percibí que más allá de aquella línea había algo más duro, más oscuro, y no quería traspasarla. Ni por mí ni por ninguna de nosotras.

Pero otras veces creo que esto no es cierto, y que todo tenía que ver con Ruth y conmigo, y con el tipo de lealtad que me inspiraba en aquellos días. Y quizá ésa es la razón por la que, por mucho que tuviera ganas de hacerlo en varias ocasiones, nunca saqué a colación lo que me había sucedido con Moira aquel día en todo el tiempo en que cuidé de Ruth en el centro de Dover.