Todo este asunto de la señorita Geraldine me recuerda algo que sucedió unos tres años más tarde, mucho después de que hubiera quedado definitivamente atrás lo de la guardia secreta.
Estábamos en el Aula Cinco, situada en la parte de atrás de la planta baja, esperando a que empezara la clase. El Aula Cinco era el aula más pequeña, y en las mañanas de invierno como aquélla, con todos los grandes radiadores encendidos y todas las ventanas empañadas, podía llegar a ser realmente sofocante. Quizá estoy exagerando, pero mi memoria me dice que para que los alumnos pudieran caber en un aula tan pequeña tenían casi literalmente que amontonarse.
Puedo verlo como si lo tuviera delante de los ojos. Era reluciente, como un zapato lustroso; de tonalidad tostada intensa, todo moteado de circulitos rojos. La cremallera del borde superior tenía un tupido pompón con el que se tiraba de ella. Casi me había sentado encima de él, pero en el último momento me desplacé hacia un lado, y Ruth rápidamente lo quitó de en medio. Pero yo ya lo había visto, como ella quería, y dije:
– ¡Oh, qué plumier! ¿Dónde lo has conseguido? ¿En el Saldo?
Había mucho ruido en el aula, pero las chicas que estaban cerca me habían oído, y en cuestión de segundos cuatro o cinco de ellas miraban el plumier con arrobo. Ruth no dijo nada durante unos segundos; se limitó a estudiar cuidadosamente las caras que nos rodeaban. Y al final dijo, con parsimonia:
– Digamos que sí. Digamos que lo he conseguido en el Saldo.
Y nos dirigió a todas una sonrisa de complicidad.
Puede que parezca una respuesta absolutamente inocua, pero en realidad fue como si se hubiera puesto en pie de un brinco y me hubiera dado una bofetada, y en los instantes que siguieron me pareció a un tiempo estar ardiendo y congelada. Sabía exactamente el significado de su respuesta y de su sonrisa: nos estaba diciendo que aquel plumier era un regalo de la señorita Geraldine.
No podía haber error alguno sobre esto, porque la cosa venía gestándose desde hacía unas semanas. Había en Ruth cierta sonrisa, cierta tonalidad de voz -a veces acompañada de un dedo en los labios o de una mano alzada al estilo de los apartes teatrales-, que invariablemente quería sugerir que había sido objeto de un trato de favor por parte de la señorita Geraldine: le había permitido escuchar una cinta en la sala de billar, un día entre semana, antes de las cuatro de la tarde; había ordenado silencio en un paseo por el campo, pero al ver que Ruth se acercaba hasta colocarse a su lado, se había puesto a hablar con ella y había dado permiso para que todo el mundo hablara. Siempre eran cosas parecidas, y nunca expresadas explícitamente, sino apenas sugeridas por una sonrisa y un lacónico «no hablemos más».
Por supuesto, oficialmente, los custodios no debían mostrar ningún favoritismo. Pero continuamente se daban pequeñas muestras de afecto, aunque ajustándose siempre a ciertas normas (y la mayoría de las cosas que Ruth sugería entraban dentro de tales límites). Sin embargo, yo detestaba estas sugerencias de mi amiga. Como es lógico, nunca podía estar segura de si decía la verdad o no, pero dado que de hecho no lo «decía» sino tan sólo lo daba a entender, tampoco podía enfrentarme a ella. Así que cada vez que Ruth lo hacía yo tenía que resignarme, morderme los labios y esperar a que el trago pasara cuanto antes.
A veces, por el sesgo que tomaba una conversación, veía que estaba a punto de tener lugar uno de esos momentos, y me armaba de valor para afrontarlo. Pero incluso entonces me dolía profundamente, de forma que durante varios minutos no era capaz de concentrarme en nada de lo que sucedía a mi alrededor. Pero aquella mañana de invierno en el Aula Cinco, me había cogido desprevenida. Incluso después de haber visto el plumier, la idea de que un custodio se lo hubiera regalado a alguien se escapaba de tal forma a todo lo imaginable que no lo había vislumbrado en absoluto. Así que cuando Ruth dijo lo que dijo, yo no fui capaz, como otras veces, de dejar que la ráfaga emocional pasara, y me puse a mirarla fijamente sin disimular mi cólera. Ella, acaso avizorando tormenta, me susurró rápidamente en un aparte:
– ¡Ni una palabra!
Y volvió a sonreír.
Pero no pude devolverle la sonrisa y seguí mirándola airadamente. Y entonces, por fortuna, llegó el custodio y empezó la clase.
Nunca fui de ese tipo de niñas que cavilan horas y horas sobre las cosas. He dado en hacerlo un poco actualmente, pero es por mi trabajo y por las largas horas de silencio que paso cuando recorro estos campos vacíos. Yo no era, pongamos, como Laura, que a pesar de las payasadas que hacía era capaz de preocuparse durante días, incluso durante semanas, por pequeñas cosas que alguien le había dicho. Pero después de aquella mañana en el Aula Cinco, anduve un poco como en un trance. Se me iba el santo al cielo en medio de las conversaciones; podía pasarme clases enteras sin enterarme de lo que se hablaba. Estaba decidida a que esta vez Ruth no se saliera con la suya, pero durante un tiempo no fui capaz de hacer nada constructivo al respecto; me limitaba a imaginar escenas en las que desenmascaraba a Ruth y la obligaba a confesar que se lo había inventado todo. Llegaba incluso a alimentar una vaga fantasía en la que el asunto llegaba a oídos de la propia señorita Geraldine, que echaba a Ruth un severo rapapolvo delante de todo el mundo.
Después de pasar varios días perdida en tal desvarío, empecé a pensar de forma más práctica. Si el plumier no era un regalo de la señorita Geraldine, ¿de dónde lo había sacado Ruth? Podía haberlo conseguido de otro alumno, pero era algo bastante improbable. Si antes había pertenecido a otra persona, incluso a alguien mucho mayor que nosotros, un objeto precioso como aquél no podría haber pasado inadvertido. Ruth jamás se habría arriesgado a inventar una historia semejante sabiendo que tiempo atrás el plumier había estado circulando por Hailsham. Casi con toda certeza, lo había encontrado en un Saldo. También en este caso corría el riesgo de que otros lo hubieran visto antes de que ella lo comprara. Pero si -como a veces sucedía, aunque en rigor no estaba permitido- había oído que iba a llegar un plumier de esas características y había conseguido que alguno de los monitores se lo reservase antes de la inauguración del Saldo, entonces podía sentirse razonablemente segura de que nadie había llegado a verlo.
Por desgracia para Ruth, se consignaba en un registro cada cosa comprada en los Saldos y quién había sido su comprador. Aunque estos registros no podían consultarse fácilmente -los monitores volvían a llevarlos al despacho de la señorita Emily después de cada Saldo-, tampoco eran materia de máximo secreto. Si en el siguiente Saldo me ponía a rondar en torno a un monitor, no me resultaría muy difícil aprovechar un despiste de éste para echar un vistazo a las páginas del registro.
Tenía, pues, el bosquejo de un plan, y creo que seguí mejorándolo durante varios días antes de darme cuenta de que ni siquiera era necesario ejecutar cada uno de los pasos. En caso de ser cierta mi hipótesis de que el plumier lo había conseguido en un Saldo, lo único que tenía que hacer era lanzar un farol.
Y así es como Ruth y yo llegamos a tener aquella conversación bajo el alero. Era un día de niebla y de llovizna. Habíamos salido las dos del barracón del dormitorio, y creo que íbamos hacia el pabellón (no estoy segura). Atravesábamos el patio cuando de pronto arreció la lluvia, y como no teníamos prisa nos guarecimos debajo del alero de la casa, a un lado de la puerta principal.
Nos quedamos allí un rato, y de vez en cuando surgía de la niebla algún alumno que entraba corriendo por la puerta doble de la casa, pero la lluvia no amainaba. Y cuanto más tiempo llevábamos allí más tensa me ponía, porque me daba cuenta de que era la oportunidad que había estado esperando. Ruth presentía también -estoy segura- que estaba a punto de pasar algo, y al final decidí jugarme el todo por el todo.