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– En el Saldo del martes pasado -dije-, estuve echando una ojeada al libro de registro. Ya sabes, donde se apuntan las cosas…

– ¿Estuviste mirando el registro? -saltó Ruth al instante-. ¿Y se puede saber por qué?

– Oh, por nada en especial. Christopher C. era uno de los monitores, así que me puse a hablar con él. Es el mejor chico de secundaria, con diferencia. Y empecé a pasar las hojas del registro, por hacer algo…

La mente de Ruth -me daba cuenta- había hecho velozmente sus cálculos, y ahora sabía exactamente de qué estábamos hablando. Pero dijo con voz calma:

– ¿El registro? Vaya aburrimiento.

– No. Yo creo que es muy interesante. Puedes ver lo que compra cada cual.

Dije esto último mirando con fijeza hacia la lluvia. Y luego miré a Ruth, y me llevé un susto tremendo. No sé lo que me esperaba: pese a las fantasías que había acariciado a lo largo de todo el mes anterior, jamás había imaginado cómo sería todo en una situación real como la que ahora se desarrollaba ante mis ojos. Vi lo trastornada que estaba Ruth; cómo, por vez primera desde que la conocía, no tenía palabras (se había vuelto hacia otro lado, al borde de las lágrimas). Y, de pronto, lo que acababa de hacer me pareció absolutamente incomprensible. Todos aquellos esfuerzos, todos aquellos planes, sólo para disgustar a mi amiga del alma. ¿Qué diablos importaba que hubiera dicho una pequeña mentira sobre su plumier? ¿No soñamos todos de cuando en cuando que uno de los custodios infringe las normas para favorecernos de alguna forma especial? ¿Para darnos un abrazo espontáneo, una carta secreta, un regalo? Lo único que había hecho Ruth era llevar uno de esos inocuos sueños de vigilia un poco más lejos, y ni siquiera había llegado a mencionar el nombre de la señorita Geraldine.

Me sentía muy mal, y muy confusa. Pero mientras seguíamos allí juntas, bajo el alero, mirando fijamente la niebla y la lluvia, no se me ocurría nada con lo que reparar el daño que había hecho. Creo que dije algo patético como: «No importa. No vi mucho, de todas formas…», que quedó flotando estúpidamente en el aire húmedo. Luego, al cabo de unos segundos de silencio, Ruth avanzó un paso y salió a la lluvia.

6

Creo que me habría sentido mejor en relación con lo que había pasado entre nosotras si Ruth me hubiera guardado rencor de alguna forma patente. Pero ésta debió de ser una de esas ocasiones en las que al parecer lo único que hacía era hundirse. Era como si se sintiera demasiado avergonzada por su impostura -demasiado aplastada por ella- como para estar furiosa o desear desquitarse. Las primeras veces que la vi después de nuestra conversación bajo el alero yo estaba preparada para afrontar como mínimo cierto enfurruñamiento, pero no, se comportó con impecable cortesía, aunque estuvo un poco inexpresiva. Supuse que tenía miedo de que volviera a ponerla en evidencia -lo del plumier, como es lógico, había quedado atrás-, y yo quería decirle que no tenía nada que temer. Lo malo era que, como ninguna de estas cosas las habíamos hablado abiertamente, no encontraba manera de hacérselo saber.

Mientras tanto, me esforzaba todo lo que podía por encontrar el momento de darle a entender que era cierto que ocupaba un lugar especial en el corazón de la señorita Geraldine. Me acuerdo de una vez, por ejemplo, en que un grupo de nosotras se moría de ganas de ir a jugar un partido de rounders durante el recreo, porque nos había retado un grupo de chicas del curso siguiente. Pero estaba lloviendo y no nos iban a dejar salir. Entonces vi que la señorita Geraldine era una de las custodias que nos tocaba, y dije:

– Si es Ruth la que va a pedírselo, tal vez nos deje.

Según puedo recordar, mi sugerencia no tuvo ningún eco; quizá no llegó a oírme nadie, porque la mayoría de nosotras estaba hablando al mismo tiempo. Pero lo importante es que lo dije estando justo detrás de ella, y pude ver claramente que le había gustado.

Otra vez, saliendo de una clase de la señorita Geraldine, coincidió que yo estaba yendo hacia la puerta justo detrás de la propia señorita Geraldine. Y lo que hice fue rezagarme un poco para que Ruth, que iba a mi espalda, pudiese adelantarme y pasar por el umbral junto a la señorita Geraldine. Lo hice sin que se notara, como si fuera la cosa más natural del mundo, lo que había que hacer, lo que la señorita Geraldine quería que hiciera, exactamente lo que cualquiera haría si viera que se había interpuesto sin querer entre dos amigas íntimas. En esa ocasión, recuerdo, Ruth, por espacio de un segundo, se sorprendió y se sintió un poco desconcertada, y antes de adelantarme me dirigió un rápido gesto de cabeza.

Pequeños detalles como éste sin duda complacían a Ruth, pero distaban aún mucho de poder borrar lo que había sucedido entre nosotras el día de la niebla bajo el alero, y la sensación de que jamás sería capaz de arreglar las cosas con ella no hacía sino acentuarse en mí día a día. Recuerdo muy especialmente una tarde en que estaba sentada en uno de los bancos de fuera del pabellón, tratando denodadamente de pensar en alguna solución a mi problema, mientras una honda mezcla de remordimiento y frustración me estaba llevando prácticamente al llanto. Si las cosas hubieran seguido así, no estoy segura de lo que podría haber pasado. Tal vez todo habría acabado olvidándose; o tal vez Ruth y yo nos habríamos apartado definitivamente. Y entonces, como caída del cielo, se me presentó la ocasión de poner las cosas en claro.

Estábamos en mitad de una de las clases de Arte del señor Roger, pero por alguna razón que no recuerdo éste había salido un rato del aula. Así que muchas de nosotras empezamos a pasearnos entre los caballetes, charlando y mirando lo que cada una estaba haciendo. Y entonces una chica llamada Midge A. se acercó y le dijo a Ruth en un tono perfectamente amistoso:

– ¿Dónde tienes ese plumier? Es tan precioso.

Ruth se puso tensa y miró rápidamente a su alrededor para ver quién estaba presente. Éramos las de siempre, y quizá un par de compañeras más que en ese momento se paseaban entre nuestros caballetes. Yo no había dicho ni una palabra a nadie del asunto del registro de los Saldos, pero Ruth no lo sabía. Su voz sonó más suave que de costumbre cuando le contestó a Midge:

– No lo tengo aquí. Lo tengo en el arcón de mis cosas.

– Es tan bonito. ¿Dónde lo conseguiste?

Era obvio que Midge lo preguntaba con toda candidez. Pero casi todas las que habíamos estado en el Aula Cinco cuando Ruth había traído el plumier por primera vez estábamos ahora presentes, esperando su respuesta, y vi que Ruth vacilaba. Sólo después, al revivir por completo la escena, llegué a apreciar cabalmente lo perfecta que había sido la ocasión para mis propósitos. En el momento ni siquiera lo pensé. Tercié antes de que Midge o cualquiera de las chicas tuviera la oportunidad de advertir que Ruth se encontraba ante un singular dilema.

– No podemos decirte dónde lo ha conseguido.

Ruth, Midge y todas las demás me miraron, quizá un tanto sorprendidas. Pero conservé la sangre fría y continué, dirigiéndome sólo a Midge:

– Hay un montón de razones por las que no podemos decirte de dónde viene.

Midge se encogió de hombros.

– Es un misterio, entonces.

– Un gran misterio -dije, y le dediqué una gran sonrisa para hacerle saber que no quería ser desagradable.

Las otras asentían con la cabeza para apoyarme, pero Ruth tenía una vaga expresión en el semblante, como si de pronto la preocupara algo que no tenía nada que ver con el asunto. Midge volvió a encogerse de hombros, y según creo recordar aquí acabó la cosa. O bien se fue en ese momento o bien se puso a hablar de algo completamente diferente.

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