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Nos encantaba nuestro pabellón de deportes, quizá porque nos recordaba a esas encantadoras casitas de campo que aparecían siempre en los libros ilustrados de nuestra infancia. Recuerdo cuando estábamos en los primeros años de primaria y les rogábamos a los custodios que nos dieran la clase siguiente en el pabellón en lugar de en el aula. Luego, en los últimos años de secundaria -con doce años, a punto de cumplir trece-, el pabellón era el lugar donde esconderte con tus mejores amigas cuando querías perder de vista a los demás compañeros de Hailsham.

El pabellón era lo bastante grande como para albergar a dos grupos de alumnos sin que tuvieran que molestarse unos a otros (en el verano, podía haber hasta un tercero en la galería). Pero lo que tú y tus amigas preferíais era tener el pabellón para vosotras solas, lo que daba lugar a discusiones y disputas. Los custodios siempre nos decían que teníamos que ser civilizados, pero en la práctica, si querías poder disponer del pabellón durante un descanso o período de asueto, en tu grupito de amigas tenías que contar con unas cuantas personalidades fuertes. No es que yo fuera una persona apocada, pero supongo que era gracias a Ruth el que pudiéramos entrar en el pabellón tan a menudo como lo hacíamos.

Normalmente nos poníamos alrededor de las sillas y bancos -solíamos ser cinco, o seis si se nos unía Jenny B.-, y nos pasábamos el rato cotilleando. Había un tipo de conversación que sólo podíamos tener cuando nos escondíamos en el pabellón; comentábamos, por ejemplo, algo que nos preocupaba, o acabábamos estallando en ruidosas carcajadas, o nos enzarzábamos en una pelea furibunda. Y las más de las veces no era sino una vía para liberar tensiones mientras pasabas un rato con tus mejores amigas.

La tarde en la que ahora pienso estábamos de pie sobre los taburetes y los bancos, apiñadas en torno a las altas ventanas. Mirábamos el Campo de Deportes Norte, donde una docena de chicos de nuestro año y del siguiente de secundaria se habían reunido para jugar al fútbol. Hacía un sol radiante, pero debía de haber llovido ese mismo día porque recuerdo que el sol brillaba sobre la superficie embarrada del césped.

Alguien dijo que no tendríamos que mirar tan descaradamente, pero nadie se echó hacia atrás ni un ápice. Y en un momento dado Ruth dijo:

– No sospecha nada. Miradle. No sospecha nada en absoluto.

Al oírle decir esto, la miré en busca de alguna muestra de desaprobación de lo que los chicos estaban a punto de hacerle a Tommy. Pero al segundo siguiente Ruth soltó una risita y dijo:

– ¡El muy idiota!

Y entonces me di cuenta de que, para Ruth y las demás, lo que los chicos fueran a hacer era algo que no nos concernía sino muy remotamente; y de que el que lo aprobáramos o no carecía de importancia. En aquel momento estábamos con la vista casi pegada a las ventanas no porque disfrutáramos con la perspectiva de ver cómo volvían a humillar a Tommy, sino sencillamente porque habíamos oído hablar de esta última conjura y sentíamos una vaga curiosidad por saber el desenlace. En aquella época no creo que lo que los chicos hacían entre ellos despertara en nosotras mucho más que esto. Ruth y las demás lo veían todo con ese desapego, y con toda probabilidad también yo compartía esa indiferencia.

O quizá lo recuerdo mal. Quizá cuando vi a Tommy corriendo por el campo, con expresión de indisimulado deleite por haber sido aceptado de nuevo en el redil, y a punto de jugar al juego en el que tanto destacaba, quizá, digo, sentí una pequeña punzada dentro. Lo que recuerdo es que vi que Tommy llevaba el polo azul claro que había conseguido el mes anterior en los Saldos, y del que tan ufano se sentía. Y recuerdo que pensé: «Qué estúpido, jugar al fútbol con ese polo. Lo va a destrozar, y entonces ¿cómo va a sentirse?». Y dije en voz alta, sin dirigirme a nadie en particular:

– Tommy lleva el polo. Su polo preferido.

No creo que nadie me oyera, porque todas se estaban riendo con Laura -la gran payasa del grupo-, que imitaba las caras que ponía Tommy al correr por el campo, haciendo señas y llamando e interceptando el balón sin descanso. Los otros chicos se movían todos por el terreno con esa languidez deliberada propia del precalentamiento, pero Tommy, en su excitación, parecía ya emplearse a fondo. Dije, ahora en voz mucho más alta:

– Se va a sentir tan mal si se le estropea el polo…

Ruth me oyó esta vez, pero debió de pensar que lo decía como una especie de broma, porque se rió sin demasiadas ganas, y luego soltó alguna ocurrencia de su cosecha.

Entonces los chicos dejaron de pelotear con el balón y se quedaron de pie, formando un grupo compacto en medio del campo embarrado, jadeando ligeramente, a la espera de que se eligieran los equipos para empezar. Los capitanes que salieron eran del año siguiente al nuestro, aunque todo el mundo sabía que Tommy era mucho mejor que cualquiera de ese curso. Echaron la moneda para la primera selección, y el ganador miró a los jugadores.

– Miradle -dijo una compañera a mi espalda-. Está completamente convencido de que lo van a elegir el primero. ¡Miradle!

Había algo cómico en Tommy en ese momento, algo que te hacía pensar, bueno, si va a ser un imbécil tan grande, quizá se merezca lo que se le viene encima. Los otros chicos hacían como que no prestaban atención al proceso de selección, como si les tuviera sin cuidado en qué orden les iban eligiendo. Algunos charlaban en voz baja, otros volvían a atarse las zapatillas, otros simplemente se miraban los pies mientras seguían allí quietos, como empantanados en el barro. Pero Tommy miraba con suma atención al capitán que elegía en ese momento, como si hubiera cantado ya su nombre.

Laura siguió con su pantomima durante todo el proceso de selección de los equipos, remedando las diferentes expresiones que fueron dibujándose en la cara de Tommy: de encendido entusiasmo al principio; de preocupación y desconcierto cuando se habían elegido ya cuatro jugadores y él no había sido ninguno de los agraciados; de dolor y de pánico cuando empezó a barruntar lo que estaba pasando realmente. Yo, entonces, dejé de mirar a Laura, porque tenía la vista fija en Tommy; sólo sabía lo que estaba haciendo porque las otras seguían riéndose y jaleándola. Al final, cuando Tommy se hubo quedado allí de pie absolutamente solo, y los chicos empezaban ya con las risitas solapadas, oí que Ruth decía:

– Ya llega. Atentas. Siete segundos. Siete, seis, cinco…

No pudo terminar. Tommy rompió a gritar a voz en cuello, como un trueno, mientras los chicos, que reían ya a carcajadas, echaban a correr hacia el Campo de Deportes Sur. Tommy dio unas cuantas zancadas detrás de ellos (difícil saber si salía instintiva y airadamente en su persecución o si le había entrado el pánico al ver que se quedaba atrás). En cualquiera de los casos, pronto se detuvo y se quedó allí quieto, mirando hacia ellos con aire furibundo y con la cara congestionada. Y luego se puso a chillar, a soltar todo un galimatías de insultos y juramentos.

Habíamos presenciado ya montones de berrinches de Tommy, así que nos bajamos de taburetes y bancos y nos dispersamos por el recinto. Intentamos empezar una conversación sobre algo diferente, pero seguíamos oyendo los gritos de Tommy en segundo plano, y aunque al principio nos limitamos a poner los ojos en blanco y a tratar de pasarlo por alto, acabamos -quizá diez minutos después de habernos bajado de los taburetes y los bancos- por volver a las ventanas.

Los otros chicos se habían perdido ya de vista, y Tommy ya no seguía tratando de dirigir sus improperios en ninguna dirección concreta. Estaba rabioso, y lanzaba brazos y piernas a su alrededor, al viento, hacia el cielo, hacia el poste de la valla más cercano. Laura dijo que quizá estuviera «ensayando a Shakespeare». Otra chica comentó que cada vez que gritaba algo levantaba un pie del suelo y lo estiraba hacia un lado, «como un perro haciendo pipí». El caso es que yo también había notado ese movimiento, pero lo que a mí me había impresionado era el hecho de que cada vez que volvía a golpear el césped con el pie, el barro le salpicaba ambas espinillas. Y volví a pensar en su preciado polo, pero estábamos demasiado lejos para poder ver si se lo estaba manchando mucho o poco.