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Me complacía el giro que estaban tomando los acontecimientos, pero también sentía cierto desconcierto. No había habido el menor cambio en el trabajo artístico de Tommy -su reputación en el terreno de la «creatividad» se hallaba al mismo nivel de siempre-. Me daba cuenta de que había sido de gran ayuda el que hubiera puesto fin a sus rabietas, pero el factor determinante de que la situación hubiera cambiado era algo más difícil de precisar. Algo en su propia persona -sus maneras, su forma de mirar a la gente a la cara, de hablar abiertamente y con afabilidad- había cambiado, y había cambiado a su vez la actitud de los demás para con él. Pero lo que había propiciado directamente tal cambio no estaba en absoluto claro.

Me sentía desconcertada, y decidí que en cuanto pudiera hablar con él a solas intentaría sonsacarle. La ocasión se me presentó en el comedor no mucho después: estábamos haciendo cola para el almuerzo y lo vi unos puestos más adelante.

Supongo que puede parecer un poco extraño, pero en Hailsham la cola para el almuerzo era uno de los sitios más seguros para mantener una conversación privada. Tenía algo que ver con la acústica del Gran Comedor; el vocerío general y los altos techos propiciaban que, si bajabas la voz y te acercabas al otro lo bastante -y te asegurabas de que tus compañeros de al lado se hallaban enfrascados en su propia charla-, existía una gran probabilidad de que nadie pudiera oírte. En cualquier caso, tampoco teníamos tantos sitios donde elegir para este tipo de charlas personales. Los lugares «tranquilos» eran a menudo los peores, porque siempre pasaba alguien a una distancia desde la que podía entreoírte. Y en cuanto tu actitud delataba que querías apartarte para una charla privada, todo el entorno parecía percibirlo en cuestión de segundos, y se poblaba de oídos.

Así que cuando vi a Tommy en la cola, apenas unos puestos más adelante, le hice una seña con la mano (la norma estipulaba que no podías colarte, pero sí retroceder hasta donde te viniera en gana), y Tommy vino hacia mí con una sonrisa de alegría en la cara. Cuando estuvimos uno al lado del otro nos quedamos así unos instantes, sin apenas hablar, no por timidez, sino porque esperábamos a que pasase cualquier posible curiosidad por el repentino cambio de sitio de Tommy. Y al final le dije:

– Pareces mucho más contento últimamente, Tommy. Parece que las cosas te van mucho mejor.

– Te fijas en todo, ¿eh, Kath? -dijo, sin el menor asomo de sarcasmo-. Sí, todo va bien. Todo me va genial.

– ¿Qué ha pasado, pues? ¿Has encontrado a Dios o algo?

– ¿Dios? -Tommy pareció confuso unos instantes. Luego se echó a reír y dijo-: Ya, entiendo. Te refieres a que ahora no… me pongo como una fiera.

– No sólo eso, Tommy. Has conseguido que cambie por completo tu situación. He estado observando. Y por eso te pregunto.

Tommy se encogió de hombros.

– Me he hecho un poco mayor, supongo. Y seguramente los demás también. No puedes seguir con lo mismo siempre. Es aburrido.

No dije nada, pero me quedé mirándole directamente, hasta que soltó otra risita y dijo:

– Kath, eres tan curiosa. De acuerdo, sí, supongo que hay algo. Que me pasó algo. Si quieres te lo cuento.

– Vale, adelante.

– Te lo voy a contar, pero tú no tienes que ir contándolo por ahí, ¿de acuerdo? Hace un par de meses, tuve una charla con la señorita Lucy. Y me sentí mucho mejor. Es difícil de explicar. Pero me dijo algo, y me sentí mucho mejor.

– ¿Qué te dijo?

– Bueno… La verdad es que puede parecer raro. Hasta me lo pareció a mí al principio. Lo que me dijo fue que si no quería ser creativo, que si realmente no me apetecía serlo, pues no pasaba nada. Que no era nada anormal ni nada parecido.

– ¿Eso es lo que te dijo?

Tommy asintió con la cabeza, pero yo ya me estaba apartando de él.

– Eso es una tontería, Tommy. Si vas a andar con jueguecitos estúpidos conmigo, déjame en paz, porque no tengo tiempo que perder.

Estaba enfadada de verdad, porque pensaba que me estaba mintiendo, y precisamente cuando le había dado muestras de merecer su confianza. Vi a una amiga unos puestos más adelante, y me separé de Tommy para ir a saludarla. Vi que se había quedado desconcertado y alicaído pero, después de los meses que llevaba preocupándome por él, me sentía traicionada y me importaba un bledo que se sintiera mal. Me puse a charlar con mi amiga -creo que era Matilda- tan animadamente como pude, y apenas miré hacia donde él estaba en todo el tiempo que estuvimos en la cola.

Pero cuando llevaba mi plato hacia las mesas Tommy se me acercó y me dijo apresuradamente:

– Kath, si crees que te estaba tomando el pelo, te equivocas. Lo que te he dicho es la verdad. Te lo contaré todo mejor si me das la oportunidad de hacerlo.

– No digas tonterías, Tommy.

– Kath, te lo contaré todo. Voy a bajar al estanque después de comer. Si vienes, te lo cuento todo.

Le dirigí una mirada de reproche y me alejé sin responderle, pero supongo que había empezado ya a considerar la posibilidad de que no se estuviera inventando lo de la señorita Lucy. Y cuando me senté con mis amigas empecé a pensar en cómo podría escabullirme después de comer para bajar hasta el estanque sin que nadie se diera demasiada cuenta.

3

El estanque estaba situado al sur de la casa. Para llegar a él tenías que salir por la puerta trasera, bajar un sendero estrecho y serpeante y pasar entre los altos y tupidos helechos que, a principios del otoño, seguían obstaculizando el camino. O, si no había custodios a la vista, podías tomar un atajo por la parcela de ruibarbo. De todas formas, en cuanto salías en dirección al estanque te encontrabas con un paisaje apacible lleno de patos y aneas y juncos. No era un buen sitio, sin embargo, para mantener una conversación discreta, ni por asomo tan bueno como la cola para la comida. Para empezar, te podían ver perfectamente desde la casa. Y nunca podías saber cómo se iba a propagar el sonido a través de la superficie del agua. Si te querían escuchar a escondidas, no había nada más fácil que bajar por el sendero y esconderse entre los arbustos de la otra orilla del estanque. Pero pensé que, habida cuenta de que había sido yo quien le había cortado bruscamente en la cola del comedor, lo más justo era charlar con él donde me había citado. Era entrado ya octubre, pero aquel día lucía el sol y decidí que lo mejor era hacer como que había salido a dar un paseo sin rumbo fijo y me había topado por casualidad con Tommy.

Tal vez porque puse mucho empeño en dar esa impresión -aunque no tenía la menor idea de si había alguien observándome-, no fui a sentarme con él en cuanto lo vi sentado en una gran roca plana, no lejos de la orilla del estanque. Debía de ser viernes, o fin de semana, porque recuerdo que no llevábamos el uniforme. No recuerdo exactamente cómo iba vestido Tommy -probablemente con una de aquellas raídas camisetas de fútbol que solía ponerse hasta en los días más fríos-, pero sé muy bien que yo llevaba la chaqueta de chándal granate con cremallera delante que me había comprado en un Saldo cuando estaba en primero de secundaria. Fui rodeando a Tommy hasta llegar al agua, y me quedé allí de espaldas a ella, mirando hacia la casa para ver si se empezaba a amontonar gente en las ventanas. Luego hablamos -de nada en particular- durante un par de minutos, como si nunca hubiera tenido lugar la conversación de la cola de la comida. No estoy muy segura de si lo hacía por Tommy o por los posibles mirones, pero seguí con mi pose de no estar haciendo nada concreto, y en un momento dado hice ademán de continuar con mi paseo. Entonces vi una especie de pánico en la cara de Tommy, y enseguida me dio pena haberle contrariado de aquel modo (aunque sin querer). Así que dije, como si acabara de acordarme: