– Por cierto, Tommy, ¿qué me estabas diciendo antes? Sobre algo que la señorita Lucy te había dicho una vez…
– Oh… -Tommy miró más allá de mí, hacia el agua del estanque, fingiendo también él que se acababa de acordar de ello-. La señorita Lucy. Ya, sí.
La señorita Lucy era la más deportista de las custodias de Hailsham, aunque por su aspecto uno jamás lo hubiera imaginado. Baja y rechoncha y con aire de bulldog, con un extraño pelo negro que parecía crecerle siempre hacia arriba, de forma que nunca le llegaba a tapar las orejas o el cuello grueso. Pero poseía una gran fortaleza y estaba en plena forma, e incluso cuando nos hicimos mayores, casi ninguno de nosotros -ni siquiera los chicos- podía competir con ella en las carreras a campo traviesa. Era una excelente jugadora de hockey, y hasta podía enfrentarse con los chicos de secundaria en el campo de fútbol. Recuerdo una vez en que James B. intentó ponerle la zancadilla cuando ella acababa de hacerle un regate, y fue él quien salió volando y fue a dar con sus huesos en el césped. Cuando estábamos en primaria, nunca pudo compararse con la señorita Geraldine, a quien acudíamos siempre que nos habíamos llevado un disgusto. De hecho, cuando éramos más pequeños no era muy dada a hablar mucho con nosotros. Sólo en secundaria aprenderíamos a apreciar su brioso estilo.
– Estabas diciendo algo -le dije a Tommy-. Que la señorita Lucy te dijo que no pasaba nada por que no fueras creativo.
– Sí, me dijo algo parecido. Me dijo que no tenía que preocuparme. Que no me importara lo que los demás dijeran. Fue hace un par de meses. Puede que un poco más.
En la casa, unos cuantos alumnos de primaria se habían parado ante una de las ventanas de arriba y nos estaban observando. Pero yo ya me había puesto en cuclillas frente a Tommy y ya no fingía que no estábamos charlando.
– Que te haya dicho eso es muy raro, Tommy. ¿Estás seguro de que lo entendiste bien?
– Por supuesto que lo entendí bien. -Bajó un poco la voz-. No lo dijo sólo una vez. Estábamos en su cuarto, y me dio una charla entera sobre eso.
Cuando la señorita Lucy le llamó por primera vez a su estudio después de la clase de Iniciación al Arte -me contó Tommy-, él se esperaba otra charla acerca de cómo debía esforzarse más, el tipo de cantinela que le habían endosado ya varios custodios, incluida la señorita Emily. Pero mientras se dirigían desde la casa hacia el Invernadero de Naranjas, donde los custodios tenían sus habitaciones, Tommy empezó a barruntar que aquello iba a ser diferente. Luego, cuando se hubo sentado en el sillón de la señorita Lucy, ésta -que se había quedado de pie junto a la ventana- le pidió que le contara todo lo que le había estado sucediendo, y cuál era su punto de vista sobre ello. Así que Tommy empezó a hablar. Pero de pronto, antes de que hubiera podido llegar siquiera a la mitad, la señorita Lucy lo interrumpió y se puso a hablar ella. Había conocido a muchos alumnos -dijo- a quienes durante mucho tiempo les había resultado tremendamente difícil ser creativos: la pintura, el dibujo, la poesía llevaban varios años resistiéndoseles. Pero andando el tiempo, llegó un día en que de buenas a primeras pudieron expresar lo que llevaban dentro. Y muy posiblemente era eso lo que le estaba pasando a Tommy.
Tommy había oído ya ese razonamiento otras veces, pero en la actitud de la señorita Lucy había algo que le hizo atender con suma atención sus explicaciones.
– Me daba cuenta -siguió Tommy- de que se proponía llegar a algo. A algo diferente.
Y, en efecto, pronto estuvo diciendo cosas que a Tommy, en un principio, le resultaron difíciles de seguir. Pero ella las repitió una y otra vez hasta que Tommy empezó al fin a comprender. Si Tommy lo había intentado con todas sus fuerzas -le aseguró- y sin embargo no había conseguido ser creativo, no importaba en absoluto, y no debía preocuparse. No estaba bien que ni los alumnos ni los custodios lo castigaran por ello, o lo sometieran a presiones de cualquier tipo. Sencillamente no era culpa suya. Y cuando Tommy protestó y argumentó que estaba muy bien lo que le estaba diciendo y demás, pero que todo el mundo pensaba que sí era culpa suya, ella dejó escapar un suspiro y miró por la ventana. Y al cabo de unos instantes dijo:
– Puede que no te sirva de mucha ayuda. Pero recuerda lo que te he dicho. Hay al menos una persona en Hailsham que no piensa como todo el mundo. Una persona al menos que cree que eres un buen alumno, tan bueno como el mejor que ella ha conocido en sus años de magisterio, y no importa en absoluto la creatividad que tengas.
– ¿No te estaría tomando el pelo, verdad? -le pregunté a Tommy-. ¿No te estaría sermoneando de una forma inteligente?
– No era nada de eso. Pero de todas formas…
Por primera vez desde que estábamos hablando parecía preocuparle que pudieran oírnos, y miró por encima del hombro hacia la casa. Los de primaria que habían estado mirando por la ventana habían perdido interés y se habían ido; unas cuantas chicas de nuestro curso se dirigían hacia el pabellón, pero aún estaban bastante lejos. Tommy se volvió hacia mí y dijo casi en un susurro:
– De todas formas, cuando me estaba diciendo todo esto no paraba de temblar.
– ¿Qué quieres decir? ¿Que temblaba?
– Sí, temblaba. De rabia. Era evidente. Estaba furiosa. Pero furiosa dentro de ella, muy dentro.
– ¿Con quién?
– No tengo ni idea. Pero no conmigo. ¡Y eso era lo más importante! -Se echó a reír, y luego se puso serio-. No sé con quién estaba furiosa, pero lo estaba, y mucho.
Me levanté, porque me dolían las pantorrillas.
– Es muy raro lo que me cuentas, Tommy.
– Pero lo curioso del asunto es que aquella charla me hizo mucho bien. Me ayudó muchísimo. Antes me has dicho que ahora todo parece irme mejor, ¿te acuerdas? Pues es por eso. Porque luego, pensando en lo que me había dicho, me di cuenta de que tenía razón, de que yo no tenía la culpa. Muy bien, yo no había llevado las cosas como debía. Pero en el fondo del fondo no era culpa mía. Y eso lo cambiaba todo. Y siempre que sentía que me fallaba la confianza en mí mismo, y veía a la señorita Lucy paseando, por ejemplo, o estaba en una de sus clases, me quedaba mirándola, y ella no me decía nada sobre nuestra charla, pero a veces me miraba también y me dirigía un pequeño gesto de cabeza. Y eso era todo lo que yo necesitaba. Me has preguntado antes si había sucedido algo. Pues bien, eso es lo que sucedió. Pero por favor, Kath, no le digas ni media palabra de esto a nadie, ¿vale?
Asentí con la cabeza, pero pregunté:
– ¿Te hizo prometer a ti lo mismo?
– No, no. No me hizo prometer nada de nada. Pero no le cuentes nada a nadie. Tienes que prometérmelo.
– De acuerdo. -Las chicas que iban hacia el pabellón, al verme, me hicieron señas y me llamaron en voz alta. Les devolví el saludo y le dije a Tommy-: Tengo que irme. Seguiremos hablando, muy pronto.
Pero Tommy no me hizo ningún caso, y continuó: