– Hay algo más. Algo que dijo y que sigo sin entender del todo. Iba a preguntártelo. Dijo que no se nos enseñaba lo suficiente. O algo parecido.
– ¿Que no se nos enseñaba lo suficiente? ¿Quieres decir que según ella tendríamos que estudiar más de lo que estudiamos?
– No, no creo que quisiera decir eso. De lo que hablaba era de…, en fin, de nosotros. De lo que nos va a pasar algún día. De las donaciones y todo eso.
– Pero si ya se nos ha informado sobre eso… -dije-. ¿Qué es lo que querría decir? ¿Pensará que hay cosas de las que aún no se nos ha hablado?
Tommy se quedó pensativo unos instantes. Luego sacudió la cabeza.
– No creo que quisiera decir eso exactamente. Sino que no se nos ha instruido sobre ello lo suficiente. Porque dijo que tenía pensado hablarnos de ello ella misma.
– ¿De qué exactamente?
– No estoy seguro. Quizá lo entendí mal, Kath. No sé. Quizá se refería a otra cosa completamente diferente, a algo que tenía que ver con lo de que no soy creativo. La verdad es que no lo entiendo.
Me estaba mirando como si esperase una respuesta. Pensé en ello unos segundos, y luego dije:
– Tommy, acuérdate bien. Has dicho que se puso furiosa.
– Bueno, eso me pareció… Estaba tranquila, pero temblaba.
– Vale, de acuerdo. Digamos que se puso furiosa. ¿Fue cuando se puso furiosa cuando empezó a hablarte de lo otro? ¿De que no se nos enseñaba lo suficiente acerca de las donaciones y demás?
– Supongo que sí…
– Bien, Tommy. Piensa. ¿Por qué sacó a relucir el asunto? Está hablando de ti y de que no eres creativo. Y de repente empieza a hablar de ese otro asunto. ¿Qué relación hay entre las dos cosas? ¿Por qué se puso a hablar del tema de las donaciones? ¿Qué tienen que ver las donaciones con el hecho de que tú no seas creativo?
– No lo sé. Tuvo que haber una razón, supongo. Quizá una cosa le trajo a la cabeza la otra. Kath, ahora eres tú la que pareces obsesionada con este asunto.
Me eché a reír, porque era cierto: había estado frunciendo el ceño, absolutamente absorta en mis pensamientos. El caso es que mi mente enfilaba varias direcciones al mismo tiempo. Y el relato de Tommy sobre su conversación con la señorita Lucy me había recordado algo, tal vez un buen puñado de cosas, de pequeños incidentes del pasado que tenían que ver con la señorita Lucy y que me habían desconcertado en su momento.
– Es que… -callé, y lancé un suspiro-. No sabría explicarlo, ni siquiera a mí misma… Pero todo esto, lo que me estás contando, parece encajar con un montón de cosas que me desconcertaban. No hago más que pensar en todas esas cosas. Como el porqué de que Madame venga y se lleve todas nuestras mejores pinturas. ¿Para qué las quiere exactamente?
– Para la Galería.
– Pero ¿qué es esa galería? Viene continuamente a llevarse nuestros mejores trabajos. Debe de tener montones y montones de obras nuestras. Una vez le pregunté a la señorita Geraldine desde cuándo venía Madame, y me respondió que desde que existía Hailsham. ¿Qué es esa galería? ¿Por qué ha de tener una galería de cosas hechas por nosotros?
– Quizá las venda. Ahí fuera, en el mundo, todo se vende.
Negué con la cabeza.
– No, no puede ser eso. Seguro que tiene algo que ver con lo que la señorita Lucy te dijo esa vez. Con nosotros, con cómo un día empezaremos a hacer donaciones. No sé por qué, pero llevo ya un tiempo teniendo esa sensación, la de que todo está relacionado, aunque no consigo imaginar cómo. Tengo que irme, Tommy. No hablemos de esto con nadie, de momento.
– No. Y tú no le cuentes a nadie lo de la señorita Lucy.
– Pero si te vuelve a decir algo más sobre esto ¿me lo contarás?
Tommy asintió con un gesto, y luego volvió a mirar a su alrededor.
– Será mejor que te vayas. Porque pronto van a empezar a oírnos todo lo que digamos.
La galería mencionada en nuestra charla era algo con lo que todos habíamos crecido en Hailsham. Todo el mundo hablaba de ella dando por sentada su existencia, aunque nadie sabía con certeza si existía o no realmente. Estoy segura de que no era la única que no podía recordar cuándo fue la primera vez que oí hablar de la Galería; estoy segura de que lo mismo le pasaba al resto de mis compañeros. Ciertamente no habían sido los custodios quienes nos habían hablado de ella: nunca la mencionaban, y había una norma no escrita que estipulaba que jamás debíamos sacarla a colación en su presencia.
Hoy supongo que era algo que los alumnos de Hailsham se pasaban de generación en generación. Recuerdo una vez -debía de tener unos cinco o seis años- en que estábamos Amanda C. y yo sentadas ante una mesita de modelado, con las manos pegajosas, llenas de arcilla. No recuerdo si había otros niños con nosotras, o qué custodio estaba a cargo de nosotros. Lo único que recuerdo es que Amanda C. -que era un año mayor que yo- miraba lo que yo estaba haciendo y exclamaba: «¡Oh, Kathy, es fantástico, de veras! ¡Qué bueno! ¡Seguro que se lo llevan para la Galería!».
Para entonces ya debía de saber de su existencia, porque me acuerdo de la emoción y el orgullo que sentí cuando me dijo aquello, y de que acto seguido pensé para mis adentros: «Qué bobada. Ninguno de nosotros es aún lo bastante bueno para estar en la Galería».
A medida que fuimos haciéndonos mayores seguimos hablando de la Galería. Si querías elogiar el trabajo de alguien, decías: «Merece estar en la Galería»; y cuando descubrimos la ironía, siempre que veíamos una obra mala y risible, entonábamos: «¡Oh, sí, claro. Directamente a la Galería!».
Pero ¿creíamos realmente en la Galería? Hoy no estoy muy segura. Como he dicho, nunca la mencionábamos ante los custodios, y, mirando hoy hacia atrás, me da la impresión de que era más una norma que nos habíamos impuesto nosotros mismos que algo que los custodios nos hubieran impuesto. Recuerdo una ocasión, cuando teníamos unos once años. Estábamos en el Aula Siete, una mañana soleada de invierno; acabábamos de terminar la clase del señor Roger, y unos cuantos alumnos nos habíamos quedado en clase para charlar con él un rato. Estábamos sentados en nuestros pupitres, y no recuerdo exactamente de qué hablábamos, pero el señor Roger nos hacía reír y reír como de costumbre. Y entonces Carole H., sobreponiéndose a sus risitas, dijo: «¡Usted merecería estar en la Galería!». Al instante se llevó la mano a la boca, y dejo escapar un «¡huy!». El ambiente siguió siendo alegre y distendido, pero todos -incluido el señor Roger- sabíamos que Carole había infringido algo. No fue exactamente una catástrofe; habría sido más o menos lo mismo si alguno de nosotros hubiera dicho una palabrota, por ejemplo, o pronunciado el mote de alguno de nuestros custodios estando él o ella presente. El señor Roger sonrió con indulgencia, como diciendo: «Hagamos la vista gorda; hagamos como si no lo hubieras dicho nunca», y seguimos como si tal cosa.
Si para nosotros la Galería seguía siendo un terreno nebuloso, lo que era un hecho comprobado era que Madame aparecía en Hailsham un par de veces al año -y había años en que hasta tres y cuatro- para seleccionar nuestros trabajos. Nosotros la llamábamos «Madame» porque era francesa o belga -había discusiones al respecto-, y así era como la llamaban siempre los custodios. Era una mujer alta, delgada, de pelo corto, probablemente aún bastante joven (aunque a nosotros no nos lo pareciera entonces). Llevaba siempre un elegante traje gris, y, a diferencia de los jardineros, a diferencia de los conductores que nos traían las provisiones, a diferencia de cualquiera que pudiera venir del exterior, no nos dirigía la palabra y se mantenía a distancia con su mirada fría. Durante años pensamos que era «estirada», pero una noche, cuando teníamos unos ocho años, Ruth se descolgó con otra de sus teorías.
– Nos tiene miedo -declaró.
Estábamos acostadas en la oscuridad del dormitorio. En primaria éramos unas quince en cada uno de ellos, así que no solíamos tener las conversaciones largas e íntimas que tendríamos luego en los dormitorios de secundaria. Pero la mayoría de las que con el tiempo llegarían a pertenecer a nuestro «grupo» tenían ya camas cercanas, y solíamos quedarnos charlando hasta muy entrada la noche.