– ¿Qué quieres decir con que nos tiene miedo? -preguntó una de ellas-. ¿Cómo va a tenernos miedo? ¿Qué le podemos hacer nosotras?
– No lo sé -dijo Ruth-. No lo sé, pero estoy segura de que nos tiene miedo. Antes pensaba que lo que pasaba era que era estirada, pero hay algo más. Ahora estoy segura. Madame nos tiene miedo.
Continuamos discutiendo el asunto los días que siguieron. La mayoría de nosotras no estaba de acuerdo con Ruth, y ello llevó a ésta a mostrarse más y más decidida a demostrar que estaba en lo cierto. Así que acabamos urdiendo un plan que pondría a prueba su teoría la vez siguiente que Madame viniera a Hailsham.
Aunque las visitas de Madame nunca se anunciaban, siempre sabíamos a la perfección cuándo iba a tener lugar una de ellas. El proceso se iniciaba semanas antes, cuando los custodios empezaban a hacer una severa criba de nuestro trabajo: pinturas, bocetos, cerámica, redacciones y poemas. El proceso de selección duraba unos quince días, al cabo de los cuales cuatro o cinco obras de cada año de primaria y secundaria acababan en la sala de billar. La sala de billar se cerraba durante este período de tiempo, pero si te subías al muro bajo de la terraza de fuera podías ver a través de las ventanas cómo crecía el botín de nuestras obras. Cuando los custodios empezaban a disponerlas pulcramente sobre mesas y caballetes, como si prepararan -a escala mínima- alguno de nuestros Intercambios, entonces sabías que Madame llegaría a Hailsham al cabo de unos días.
En el otoño del que hablo necesitábamos saber no sólo el día, sino el preciso instante en que se presentaría Madame, pues a menudo no se quedaba más que una hora o dos. Así que en cuanto vimos que nuestras obras se iban desplegando meticulosamente en la sala de billar, decidimos turnarnos y mantenernos en continuo estado de alerta.
En tal empeño nos facilitó mucho las cosas el diseño de los jardines. Hailsham estaba situado en una suave hondonada totalmente rodeada de campos más altos. Lo cual significaba que, desde casi todas las ventanas de las aulas de la casa principal -e incluso desde el pabellón- se disfrutaba de una buena vista de la larga y estrecha carretera que surcaba los campos hasta desembocar en la verja principal. La verja misma se hallaba a cierta distancia, y cualquier vehículo tenía que enfilar luego el camino de grava y dejar atrás arbustos y arriates antes de arribar al patio delantero de la casa principal. A veces pasaban días y días sin que viéramos descender ningún vehículo por aquella carretera estrecha, y los días en que veíamos alguno solían ser furgonetas y camiones de proveedores, jardineros u operarios. Un coche era algo fuera de lo habitual, y la visión de uno a lo lejos bastaba para causar un verdadero revuelo en las aulas.
La tarde en que divisamos cómo el coche de Madame se acercaba a través de los campos, el tiempo era ventoso y soleado, y en el cielo se iban formando unas cuantas nubes de tormenta. Estábamos en el Aula Nueve -en la fachada de la casa, primera planta-, y cuando el susurro se fue extendiendo por la clase, el pobre señor Frank, que intentaba enseñarnos ortografía, no entendía por qué nos había entrado de pronto tal inquietud en el cuerpo.
El plan que habíamos ideado para poner a prueba la teoría de Ruth era muy sencillo: las seis que estábamos en el ajo estaríamos acechando la llegada de Madame, y cuando la viéramos aparecer nos acercaríamos a ella y «revolotearíamos» a su alrededor todas a un tiempo. Nos portaríamos con total urbanidad, y nos limitaríamos a estar allí, rodeándola, y si lo hacíamos en el momento preciso y la cogíamos desprevenida, veríamos claramente -insistía Ruth- que nos tenía miedo.
Nuestra preocupación principal, pues, residía en la eventualidad de que no se nos presentara la ocasión de poner en práctica el plan durante el breve espacio de tiempo que Madame permanecía en Hailsham. Pero cuando la clase del señor Frank llegaba ya a su término, pudimos ver a Madame abajo, en el patio, aparcando el coche. Mantuvimos un apresurado conciliábulo en el descansillo, y seguimos escalera abajo al resto de la clase y nos quedamos todas en el vestíbulo de la puerta principal. Veíamos el patio lleno de luz, donde Madame seguía sentada ante el volante, hurgando en su maletín. Al final se apeó del coche y vino hacia nosotras. Vestía su habitual traje gris y apretaba el maletín contra su cuerpo con los dos brazos. A una señal de Ruth, salimos todas al patio y fuimos directamente hacia ella, pero como si estuviéramos en un sueño. Y sólo cuando Madame se detuvo en seco murmuramos cada una de nosotras: «Discúlpeme, señorita», y nos separamos.
Nunca olvidaré el extraño cambio que al instante siguiente se operó en todas nosotras. Hasta aquel momento, todo el plan de Madame, si no un juego exactamente, no había sido más que algo privado que queríamos dilucidar entre nosotras. No habíamos pensado mucho en cómo reaccionaría Madame (o cualquier otra persona en su situación). Lo que quiero decir es que, hasta entonces, todo había sido bastante alegre y desenfadado, aunque aderezado de cierta carga de osadía. Y no es que Madame hubiera hecho algo distinto a lo que el plan tenía previsto que haría: quedarse petrificada y esperar a que pasáramos de largo. No gritó, ni dejó escapar ninguna exclamación ahogada. Pero todas estábamos enormemente ansiosas por ver su reacción, y seguramente por ello ésta tuvo tal efecto en nosotras. Cuando Madame se detuvo, la miré rápidamente a la cara (como estoy segura de que hicieron las demás). Y aún hoy puedo ver el estremecimiento que parecía estar reprimiendo, el miedo real que alguna de nosotras le infundió al rozarla por accidente. Y aunque lo que hicimos fue seguir nuestro camino, todas lo habíamos sentido: fue como si hubiéramos pasado de un sol radiante a una sombra heladora. Ruth tenía razón: Madame nos tenía miedo. Pero nos tenía miedo del mismo modo en que a alguien podían darle miedo las arañas. No estábamos preparadas para eso. Jamás se nos había ocurrido preguntarnos cómo nos sentiríamos nosotras al ser vistas de ese modo, al ser las arañas de la historia.
Cuando cruzamos el patio y llegamos al césped, éramos un grupo muy diferente del que instantes antes había estado esperando, lleno de excitación, a que Madame se bajara del coche. Hannah parecía a punto de echarse a llorar. Hasta Ruth parecía realmente afectada. Entonces una de nosotras -creo que fue Laura- dijo:
– Si no le gustamos, ¿por qué quiere nuestro trabajo? ¿Por qué no nos deja en paz? ¿Quién le manda venir a Hailsham?
Nadie le respondió, y seguimos caminando hacia el pabellón sin volver a decir nada sobre lo que había sucedido.
Pensando ahora en aquella tarde, veo que estábamos en una edad en la que sabíamos ya unas cuantas cosas sobre nosotras mismas -sobre quiénes éramos, sobre lo diferentes que éramos de nuestros custodios, de la gente del exterior-, pero que aún no habíamos llegado a entender lo que ello significaba. Estoy segura de que todos, en la niñez, han tenido una experiencia como la nuestra de aquel día; muy similar, si no en los detalles concretos, sí en el interior, en los sentimientos. Porque no importa realmente lo mucho que tus custodios se esfuerzan por prepararte: ni las charlas, ni los vídeos, ni los debates, ni las advertencias…, nada puede hacer que llegues a comprenderlo cabalmente. No cuando tienes ocho años y estás con todos tus compañeros en un lugar como Hailsham; cuando los jardineros y los repartidores te hacen bromas y se ríen contigo y te llaman «cariño».
De todas formas, algo debe de haber sedimentado en tu interior. Algo debes de haber retenido inconscientemente, porque cuando llega un momento como el que he descrito ya hay una parte de ti que ha estado esperando. Tal vez desde una edad muy temprana -los cinco o los seis años- te ha estado sonando en la nuca una especie de susurro: «Algún día, puede que no muy lejano, llegarás a saber lo que se siente». Así que estás esperando, incluso aunque no lo sepas, esperando a que llegue el momento en que caigas en la cuenta de que eres diferente de ellos; de que hay gente ahí fuera, como Madame, que no te odia ni te desea ningún mal, pero que se estremece ante el mero pensamiento de tu persona -cómo te han traído a este mundo y por qué-, y que sienten miedo ante la idea de que tu mano pueda rozar la suya. La primera vez que te ves con los ojos de alguien así, sientes mucho frío. Es como si al pasar por delante de un espejo ante el que pasas todos los días de tu vida reparases de pronto en que el cristal te devuelve algo más que de costumbre, algo turbador y extraño.