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– Seguro que sí.

– Y acabo de enterarme de que mañana no podré pintar porque viene el señor Simmons.

– Eso he oído -repuso Elizabeth con gran seriedad al recordar el error que había cometido antes de la cena.

– ¡Hacía tanto tiempo que no nos veíamos, Elizabeth! Te acabas de licenciar, ¿verdad?

Elizabeth asintió con un gesto de la cabeza.

– ¡Y me voy a casar antes que tú! ¡Imagínate! Estaba convencida de que tú serías la primera, así que ni siquiera contaba con la herencia…

Elizabeth, que había estado ensayando mentalmente una nueva versión de la historia de Austin, la interrumpió.

– ¿Qué herencia? ¿De qué estás hablando?

– Ah, ¿no te has enterado? Siempre están bromeando sobre el tema.

– Bueno, oí que el abuelo mencionaba algo sobre un «testamento absurdo», diciendo que era exactamente lo que cabía esperar de su hermana, y pensé que tenía algo que ver con tía abuela Augusta, pero hace un montón de tiempo que murió. ¿Qué pasa ahora?

– En los años veinte, en lugar de ingresar en una escuela para señoritas como querían sus padres, ella deseaba casarse con un cantante de country. Por supuesto, el tatarabuelo la repudió cuando se fugó con él. Pero fue muy romántico -suspiró Eileen.

– Bueno, si te dejó una herencia, debía de ser muy rica. ¿Con quién se casó? ¿Con Hank Williams?

– No, qué va. Nadie famoso. Él murió en un accidente de autobús un año después de casarse.

– ¿Murió? ¿Entonces cómo es que era tan rica?

– Invirtió el dinero del seguro en propiedades inmobiliarias en California y ganó una fortuna.

– ¿Y por qué eres tú la que va a heredar ese dinero, Eileen?

– ¿No lo sabías? No paran de tomarme el pelo, día y noche. Según el testamento, el heredero será el primero de sus sobrinos nietos que se case. Y el sábado que viene, ésa seré yo.

– Podrían habérmelo dicho antes. Me habría esforzado un poco más.

Eileen soltó una risita.

– Vamos, Elizabeth, eres tan mala como Geoffrey. ¡Siempre bromeando! De todas formas tampoco es que sea mucho dinero. Sólo unos doscientos mil dólares, después de pagar los impuestos.

– ¿Sólo? -murmuró Elizabeth.

Eileen se puso en pie.

– Bueno, ya te he molestado bastante. Voy a ver si Michael ha terminado. Buenas noches, Elizabeth.

– ¿Qué? Ah, buenas noches, Eileen.

Cuando Eileen abrió la puerta, Geoffrey, que en ese momento subía las escaleras, gritó:

– ¡No cierres! ¡Tengo un mensaje para Elizabeth! ¿Está visible?

Elizabeth asomó la cabeza por el pasillo.

– ¿Qué ocurre?

– Alban se ha ido a casa. Creo que se convierte en calabaza a medianoche, pero…

– ¿Cuál es el mensaje? -preguntó Elizabeth.

– Ahora mismo te lo digo, querida. Es de Alban. Me ha dicho que mañana te pases por allí a las diez y te llevará a recorrer el Albantross. No con estas palabras, claro. ¿Entendido? Bien. Entonces buenas noches. -Se marchó tranquilamente a su habitación.

– ¡Gracias, Geoffrey! -gritó Elizabeth cerrando la puerta con más fuerza de la necesaria.

Eileen Chandler no bajó inmediatamente. Apagó la luz del pasillo y se sentó en el último escalón. Se oía el monótono rumor de la televisión procedente del salón. Eileen suspiró y permaneció en silencio en la acogedora oscuridad. Algo se movió a su espalda. Se volvió bruscamente y se vio a sí misma reflejada en el espejo que había en el rellano. «No hay por qué asustarse», se dijo. Cerró los ojos y se puso a pensar en la conversación que acababa de mantener con Elizabeth. ¿Habría estado convincente? ¿Era así como se supone que hablan las novias? Nadie debía sospechar el miedo que crecía por momentos en su interior. Tenía que actuar con normalidad. Era absolutamente necesario.

Con una cauta sonrisa, se levantó y comenzó a descender la escalera.

CAPÍTULO 06

Los Chandler desayunaban en una habitación contigua a la cocina, sentados a una mesa con encimera de cristal.

Cuando Elizabeth bajó a las ocho y media, sólo estaban allí Charles y el abuelo.

– Buenos días -murmuró, tomando asiento al lado de Charles-. ¿Dónde está todo el mundo?

– Por todas partes -respondió Charles mientras tomaba una tostada-. Papá ha tenido una urgencia en el hospital del condado, mamá y tía Louisa se han ido a la ciudad hace unos minutos, Eileen se ha puesto a pintar porque tiene una cita más tarde, y don Fulanito está durmiendo.

Al ver un lugar vacío en la mesa, Elizabeth preguntó:

– ¿Y dónde está Geoffrey?

– Geoffrey dice que no es civilizado desayunar antes de las diez. Aún está en la cama.

El abuelo levantó la vista del plato de huevos con beicon y gruñó:

– Ese chico sería el candidato perfecto para la Marina.

– Bueno, a mí me espera una mañana muy interesante -anunció Elizabeth-. Alban me va a enseñar su casa.

Charles bostezó y se desperezó.

– Bien, hace un día demasiado bonito para estar aquí metido. Me voy al huerto a que me den unos cuantos rayos ultravioletas en la epidermis. Hasta luego.

Cogió un grueso libro sobre física cuántica que tenía al lado del plato y se dirigió tranquilamente hacia la puerta trasera. Elizabeth lanzó un suspiro y sacudió la cabeza.

– ¿A qué se dedica? -preguntó.

– ¿Quién? ¿Charles?

– Sí. Si tanto le interesa la física, ¿no debería estar haciendo un posgrado?

– Ya lo hará algún día, o al menos eso espero. De momento Charles y sus amigos están hartos de la universidad. Dicen que es demasiado restrictiva. No se puede investigar sin pasar por un montón de trámites y papeleo, y no quieren someterse al politiqueo que implica. Creen que pueden hacerlo por su cuenta, como Isaac Newton, dice Charles. Aunque naturalmente, las manzanas son más baratas que los ciclotrones, como suele comentar Geoffrey.

– ¿Manzanas? ¡Ah, ya! ¡La ley de la gravedad!

– Exacto. Ya han empezado a mandar solicitudes de becas para que les financien su propio trabajo sin tener que meterse en alguna universidad o empresa. Sin embargo, yo no tengo muchas esperanzas. Nadie les va a dar cientos de miles de dólares así como así, pero a Charles no se le puede decir eso. Yo les doy seis meses.

Elizabeth sonrió, pensando en lo extraño que resultaba encontrar a un Chandler con problemas económicos.

El abuelo se rió entre dientes.

– Sé lo que estás pensando, jovencita. Crees que todos tienen las escotillas abiertas, ¿verdad?

– Si eso significa que son raros, tienes toda la razón.

– Lo que sí son independientes -dijo sirviéndose una taza de té de la tetera de plata victoriana-. Independientes y listos. Saben cuáles son sus intereses en la vida y se aferran a ellos. Se lo pueden permitir.

– ¿Y Charles?

– Bueno, sus ingresos no llegan para reactores nucleares, pero no se salta una sola comida. Como te decía, con el dinero de que dispone la familia, no tenemos por qué impresionar a nadie a la hora de buscar un trabajo, ni tratar de ganarnos amigos dándoles la razón. Hacemos lo que nos da la real gana. Deberías intentarlo algún día… sin que te importe lo más mínimo lo que piensen los demás. Descubrirías quién eres.

– No sería otro Charles, eso seguro.

– No lo sé. Charles se parece mucho a tu madre.

Elizabeth lo miró fijamente.

– ¿A mi madre? ¿Estás de broma? ¿A la dama del macramé de los suburbios?

– Efectivamente. Margaret era la rebelde de mis tres hijas. En aquella época yo solía recibir cartas de tu abuela en las que preguntaba: «¿Qué vamos a hacer con Margaret?» Tu madre se marchó a Columbia con esa amiga suya… Rhonda o Doris, o algo así. Fueron a un baile en Fort Jackson, y allí conoció al teniente MacPherson. Tú ya sabes el resto.