– Bueno, hablas como si viviésemos en una furgoneta -bromeó Elizabeth-. Cuando salí de casa el otro día, había dos coches en el porche, y el negocio de papá va bastante bien.
– Ya lo sé. Y tus padres son muy felices, que es lo único que importa. Sólo trataba de explicarte que tus primos son personas que pueden hacer lo que se les antoje. No le des tanta importancia a lo que llamas normalidad. A veces pienso que el esfuerzo que supone mantener esa pose es como para volverse loco. Lo mejor es dejar que sean ellos mismos, para que no se sientan presionados.
– Hacer siempre lo que te apetezca -suspiró Elizabeth levantándose de la mesa-. Por lo menos nunca te aburres.
El melodioso timbre de Amanda, semejante a las campanadas de una catedral, resonó en el vestíbulo.
– Debe de ser Alban -dijo el abuelo-. ¿No habíais quedado a las diez?
– Ahora mismo voy para allá.
– ¡No abras, Mildred! -vociferó él en dirección a la cocina-. ¡Ya va Elizabeth!
– ¿Tengo buen aspecto, abuelo? ¿Debería haberme puesto el vestido de dama de honor?
– No, pero tal vez el vestido escocés. -Soltó una risita y siguió leyendo el periódico-. ¡Muy normal, sin duda!
La réplica de Alban de un castillo bávaro suscitó una cantidad considerable de comentarios durante su construcción. En general, los habitantes de la ciudad se sentían orgullosos de él, pese a no tener ni la más remota idea de lo que representaba. Al haber sido construido por un miembro de la clase alta del condado, y al haber proporcionado trabajo a los contratistas locales, Chandler Grove estaba dispuesto a tomárselo en serio. Los términos chistosos que se le aplicaban, como «Albania» o «el Castillo de Disneylandia» eran utilizados únicamente en privado o bien por los turistas, que a menudo preguntaban si había visitas organizadas. Dichas preguntas siempre recibían una adecuada respuesta negativa, aunque en realidad Alban abría sus puertas al público una vez al año. Cada primavera, los alumnos de secundaria del Instituto de Chandler Grove hacían una excursión al castillo coincidiendo con el estudio de Macbeth. Alban había accedido a enseñárselo después de tratar de explicar (en vano) a la señorita Laura Bruce Brunson que su castillo bávaro no tenía nada que ver con Macbeth.
El vecindario consideraba que Alban era un tipo agradable y bastante reservado, aunque ello no era de extrañar tratándose de alguien que vivía en un castillo. La mujer de la limpieza, la señora Murphy, se encargaba de informar al resto de la comunidad de que no había drogas, ni mujeres, ni nada reprobable en su forma de vida, de manera que todos estimaron que «el muchacho tenía todo el derecho del mundo a construir cualquier mansión que se le antojase». Hacía tiempo que el castillo había dejado de ser una novedad, así que el señor del castillo y sus conciudadanos convivían en perfecta armonía.
– ¿Cómo llamas a este lugar? -preguntó Elizabeth contemplando los cuatro pisos de piedra blanca coronados por una torre de tejado gris y puntiagudo.
– Hogar -dijo Alban-. ¿Entramos?
El edificio principal tenía un tejado en punta flanqueado por dos torres pequeñas. En la fachada blanca había ventanas en arco con una columna en medio y dispuestas en filas simétricas. «Es como una tarjeta perforada de ordenador», pensó Elizabeth. Una amplia escalera de piedra conducía a la entrada, que consistía en dos puertas de madera exquisitamente tallada situadas en el segundo piso. En conjunto, el castillo tenía la forma de una gran E sin el palito de en medio, debido a las dos alas de dos plantas cada una, perpendiculares al edificio principal. Sin embargo, dichas alas no eran simétricas: la derecha era mucho más grande que la izquierda y terminaba en una torre cuadrada coronada por una cúpula blanca con diminutas ventanas.
– ¿Y tienes un desván por donde deambula de noche tu primera esposa, la loca?
– No, señorita Eyre -repuso Alban con gran seriedad-. Pero algún domingo por la mañana ha venido gente pensando que esto era una iglesia baptista.
– ¿Qué haces con tanto espacio, Alban?
– Bueno, las habitaciones son bastante grandes, y hay muchos pasillos. Pero ¿por qué no lo ves con tus propios ojos? ¡Vamos!
– No tendrás un calabozo, ¿verdad?
– Si lo tuviera, ¿crees que Geoffrey estaría rondando por ahí? •
Elizabeth le siguió por la escalera hasta las puertas de roble dorado. Se apoyó contra una de las columnas que enmarcaban la entrada para tratar de recuperar disimuladamente el aliento en tanto observaba a Alban abrir el picaporte de latón. La puerta se abrió hacia adentro.
– Tú primero, querida -dijo él con una galante reverencia.
Elizabeth entró en el luminoso vestíbulo y miró a su alrededor.
– No me digas que me vas a hacer fregar el suelo -bromeó.
El vestíbulo, de dos pisos de alto, tenía un pavimento de mármol a cuadros azules y blancos, se extendía hasta un arco situado en el otro extremo de la sala, de donde partían dos escaleras a derecha e izquierda. En lo alto de las escaleras, unas columnas recubiertas de pan de oro separaban unos murales de ninfas y pastores de unas hornacinas de mármol que contenían estatuas de dioses griegos de tamaño natural. Del techo colgaban un par de relucientes arañas de cristal.
– Es mi hobby -dijo Alban-. Empecé siendo un medievalista y como estaba tan fascinado con el rey Luis, acabé construyendo esto. En realidad no resultó tan exorbitantemente caro como parece. Pude conseguir varias de estas piezas en Grecia y en Italia por mucho menos de lo que costaría hoy en día hacer réplicas. ¿Qué? ¿Te gusta?
Elizabeth hizo un lento gesto de afirmación con la cabeza.
– Bueno, el original lo construyó el rey Luis II en 1869…
– Que estaba loco, por cierto. Me lo dijo Geoffrey.
– ¡No estaba loco! -espetó Alban-. El rey Luis era un genio. ¡El día que quieras te demostraré que le daba mil vueltas a tu querido príncipe Carlos Eduardo!
– Entonces, ¿por qué lo dice la gente?
– Porque su pueblo creía que gastaba demasiado dinero en castillos. Pero déjame decirte algo al respecto: su deuda personal debido a los tres castillos que tenía ascendía a menos de ocho millones de marcos, y Baviera pagó a Prusia esa cantidad multiplicada por cuatro cuando perdieron la guerra de las Siete Semanas…
– ¿Perdieron una guerra en siete semanas? -interrumpió Elizabeth-. El príncipe Carlos Eduardo duró mucho más que eso. De hecho su ejército llegó a doscientos kilómetros de Londres; si hubiesen continuado…
– Sí, pero no lo hicieron. Como estaba diciendo, entonces la gente pensaba que estaba loco, pero ahora Baviera gana millones de marcos al año utilizando los castillos del rey Luis como atracción turística. Verlaine lo llamó «el único rey del siglo».
– Bueno… igual me animo a leer algo sobre él algún día -dijo Elizabeth, que seguía resentida por los comentarios de Alban acerca de Carlos Estuardo.
– Sí, deberías hacerlo. Era un idealista. ¿Crees en la reencarnación?
Elizabeth dejó de caminar y lo miró fijamente.
– Mira, Alban, no intentes quedarte conmigo. Ya hay bastantes excéntricos por aquí.
Alban se puso a reír.
– ¿Nunca hablas en serio, prima Elizabeth?
– No con desconocidos -replicó Elizabeth de inmediato. Luego se sonrojó-. Bueno… ya sé que somos primos hermanos, pero… la verdad es que no nos tratamos mucho de pequeños…
– Por la diferencia de edad. Los niños suelen considerar parte del mobiliario a cualquier persona mucho mayor que ellos. -Se quedó pensativo y añadió-: Has cambiado mucho en estos seis años. Antes eras casi tan tímida como Eileen. ¿Ya no llevas coletas ni camisetas de Girl Scout?