– Sólo para lavar el coche.
– ¿Soy como me recordabas?
– No, Alban. La verdad es que no tenía una imagen clara de ti.
– Bueno, cuando eres pequeño se nota mucho una diferencia de ocho años.
– Sí, claro. Para nosotros eras un adulto más. Y antes estabas interno en un colegio, con lo cual no sabíamos casi nada de ti. Ni siquiera sabía que estuviste prometido hasta que lo mencionó tía Amanda.
Alban frunció el entrecejo.
– Fue… fue mucho mejor así, creo. Pero no me gusta hablar de ello, si no te importa.
Elizabeth sintió cierta compasión hacia él. Le impresionó que se mostrara afectado por una relación que se había roto años atrás. Tan sólo hacía unos meses que Austin había desaparecido de su vida y ella ya empezaba a tener la sensación de que jamás había existido. Contempló a Alban con un interés que iba más allá de la cortesía mientras él le hablaba del artesonado del vestíbulo. El arquitecto se lo había comprado a los propietarios de un castillo francés que sufrió desperfectos durante la Segunda Guerra Mundial. Los murales, que representaban escenas de óperas wagnerianas, los había pintado un estudiante de Bellas Artes a partir de unas fotos de los originales.
Por fin, se sentaron en un sofá de terciopelo negro frente a una chimenea de mármol.
– ¿Y bien, prima Elizabeth? ¿Qué te parece?
Elizabeth suspiró.
– Bueno, Alban, es bonito… y opulento y demás, pero no puedo evitar pensar: «¡Mierda! Alban ha construido un castillo en el prado del poni. Una mansión, pase, pero ¿un castillo?»
– ¿A mí qué más me da si piensan que soy un hortera? -dijo Alban alegremente-. ¿Acaso estaría menos loco si tuviese puertas correderas de cristal, mesitas de plexiglás y maceteros de macramé? Porque si te he entendido bien, no me estás reprochando que me haya gastado tanto dinero en una casa grande; sólo me estás echando en cara que sea tan ostentoso y de forma tan anticuada. Pero si tuviese una piscina y una televisión con una pantalla de dos metros, sería un tipo sensato, ¿verdad?
– Estoy perdiendo esta discusión -dijo Elizabeth con tristeza.
– Y yo la estoy ganando porque tengo práctica -replicó Alban con una sonrisa-. ¿No ves que ya he mantenido esta conversación con mi familia, con el arquitecto y con la mujer del colmado? Tengo que ser bueno a la fuerza. Pero es cierto: me gustan las antigüedades y me gusta la historia medieval. La estudié en la facultad en lugar de hacer un curso de negocios, como le hubiera gustado a mi padre. ¿Por qué no iba a tener una casa a mi gusto?
Elizabeth asintió con la cabeza.
– Eso mismo me estaba diciendo el abuelo justo antes de que viniera a verte.
– El capitán es un viejo maravilloso, muy comprensivo.
– Pero, Alban, si aquí todos son tan tolerantes, ¿por qué mandaron a Eileen a Cherry Hill?
Alban permaneció callado y pensativo. «Está intentando decidir cuánta información darme», pensó Elizabeth.
– Ya he oído una versión de los hechos -añadió rápidamente-. Sólo quería saber tu opinión.
«Seguro que esto funciona -pensó-. A la gente le resulta más fácil revelar un secreto cuando cree que ya lo sabes.»
– Eileen estaba realmente enferma -contestó Alban por fin-. No quiero decir con ello que fuese excéntrica o anticonformista, sino que estaba enferma de verdad. Procuró adaptarse más que nadie. Quería ser como todo el mundo, mientras que a nosotros no nos preocupaba lo más mínimo actuar como los demás.
»Se esforzaba por hacer las cosas que otros suelen hacer sin pensar, como llevar la ropa apropiada, mantener conversaciones insustanciales por educación o reírse de los chistes de turno. Pero nunca acabó de conseguirlo. Siempre se pone algo ligeramente inadecuado y lleva el pelo demasiado corto o demasiado largo. Sin embargo, no es una excéntrica como el resto de nosotros; sólo una fracasada en sus intentos de adaptación.
– ¿Y tía Amanda no podría haberla orientado con la ropa?
– Bueno, creo que lo intentó durante algún tiempo, pero al parecer no funcionó. Lograr que Eileen triunfara en sociedad hubiera requerido más tiempo del que tía Amanda estaba dispuesta a dedicarle.
Elizabeth se puso a seguir con el pie el dibujo de la alfombra oriental.
– No sabía que estuvieses tan unido a Eileen -murmuró algo incómoda.
– No estamos nada unidos emocionalmente -replicó Alban-. Pero soy muy observador, y es difícil no reparar en una desdicha de tal magnitud.
– ¿No la hace feliz la idea de casarse?
– Espero que sí -suspiró Alban-. Por lo menos no hay duda de que lo está intentando.
– Ya te entiendo. El novio no es que sea una maravilla, ¿verdad? Pero aún no me has contado cuáles eran los síntomas. No creo que la internaran por ser insegura y tener mal gusto con la ropa.
– Está bien. Si quieres conocer todos los detalles… Hace unos seis años, Eileen comenzó a sentirse muy deprimida. No hablaba nunca, ni comía. Al final empezó a «ver cosas», y tío Robert la llevó a la consulta de Nancy Kimble. Creo que hubo algunos episodios violentos cuando yo estaba en Europa. Bueno, el caso es que al poco tiempo la metieron en Cherry Hill y desde entonces ha mejorado considerablemente, lo suficiente para terminar el instituto y entrar en la universidad. Y ahora ha vuelto… con un novio.
– Has dicho «episodios violentos». ¿Es Eileen… peligrosa?
– Creo que podría ser sumamente peligrosa -repuso Alban en voz baja.
Aquello fue lo último que dijo acerca de su prima, tras lo cual insistió en que continuaran viendo la casa. Para Elizabeth las habitaciones se tornaron de pronto un espacio borroso lleno de plata, terciopelo y madera pulida. Tenía la mente en otra parte.
– … y ésta es la última -dijo Alban abriendo una puerta doble al final de un pasillo-. Mi estudio. Quería que vieras estos murales.
Las pinturas, rebosantes de color, llenaban tres paredes del pequeño estudio, que contenía un escritorio de roble con los pies en forma de garra y una ventana a bisagra con cortinas de damasco.
– ¿Cómo puedes concentrarte aquí dentro? -preguntó Elizabeth.
– Es que no lo hago. Aquí me relajo. Escucha. -Pulsó un botón de la pared, y una potente música comenzó a sonar a través de unos altavoces ocultos-. ¿Lo reconoces?
Elizabeth negó con la cabeza.
– Es de El oro del Rin.
Elizabeth puso la mirada en blanco.
– Me gusta mucho Wagner -dijo Alban-. No sólo su música, sino también los argumentos de sus óperas. ¿Lo conoces?
– No, Alban -replicó Elizabeth con un suspiro-. ¿Estoy a punto de conocerlo?
Alban sonrió.
– Sabes, se podría decir que fue el rey Luis quien descubrió a Wagner. Apreciaba su música y financió su obra. Hasta le construyó un teatro, el Bayreuth. Una maravilla arquitectónica. Sólo por Wagner, el mundo debería estarle eternamente agradecido.
«Tendré que leer algún libro sobre el rey Luis -pensó Elizabeth-. Seguro que Alban me está ocultando algo, algo vergonzoso, espero.» Aunque no sabía con certeza si algún día acabaría discutiendo con él acerca de su héroe, le resultaría más fácil soportar sus sermones si conociera un poco el tema.
Alban, que en un principio se sorprendió de su silencio, se echó a reír repentinamente.
– ¡Pobre Lillibet! Primero Charles te da la paliza con la desintegración protónica, después Satisky con su literatura inglesa, y ahora yo te estoy matando de aburrimiento con mi tema favorito. Perdóname. No diré ni una palabra más sobre el rey Luis.
– No te preocupes. Estoy acostumbrada -dijo Elizabeth en tono amable-. Cuando sales con un hombre, primero te pregunta de dónde eres y qué estás estudiando, y luego se pasa el resto de la velada hablando de su trabajo y de sus aficiones, o contándote la historia de su vida. Hace muchísimo tiempo que dejé de escuchar, pero ninguno se da cuenta.