– ¡Estupendo! -dijo Elizabeth con mucho más entusiasmo del que sentía en realidad-. ¿Estás nerviosa por la boda?
Eileen se mostró cautelosa.
– ¿Qué quieres decir?
– Bueno, que si tienes miedo al público. A la mayoría de las chicas les entra el pánico unos días antes de la ceremonia.
– Miedo al público -repitió Eileen quedamente-. Ésa es una buena expresión. Supongo que es así como me siento. Por supuesto que no me da miedo casarme con Michael, pero la idea de caminar por el pasillo de la iglesia en medio de toda esa gente, y después tener que hablar con desconocidos…
– ¡Pero… Eileen! No serán desconocidos. Serán tus amigos, personas a las que tú has invitado a la boda.
Eileen la miró fijamente.
– ¿Tú crees?
Por unos instantes centraron toda su atención en la ensalada. Elizabeth toqueteaba trocitos de tomate con el tenedor mientras trataba de interpretar la respuesta de Eileen. Claro que no serían sus amigos. Tía Amanda se había encargado de mandar todas las invitaciones. Tal vez Eileen ni siquiera tenía amigos, aunque, de tenerlos, sin duda habría que invitarlos.
– Mira, Eileen -dijo Elizabeth rápidamente-. He estado ayudando a tu madre con las invitaciones y sé dónde están las que han sobrado: en la mesa de la biblioteca. Si hay alguien a quien te apetezca invitar, no tienes más que decírmelo y les mandaré una invitación oculta entre las demás. ¡No habrá ningún problema!
– Sólo hay una persona que me gustaría que viniera -dijo Eileen en voz baja.
– ¿Quién?
– Michael.
Elizabeth abrió los ojos de par en par.
– ¡Eileen! No iréis a fugaros, ¿verdad? Porque si te largas a Carolina del Sur después de todo el trabajo que ha habido con los preparativos de la boda, a tía Amanda le da un ataque.
– No te preocupes, Elizabeth. Todo saldrá bien. Si tengo que ponerme ese vestido blanco acorazado y estrecharle la mano a todas las ancianas del condado, lo haré. Valdrá la pena. Siempre vale la pena someterse a la voluntad de mamá.
Habiendo presenciado en alguna ocasión el mal genio de tía Amanda, Elizabeth le dio la razón en silencio. Amanda Chandler podía llegar a ser terrible cuando se le llevaba la contraria. Su familia había aprendido a no discutir con ella, aunque sólo fuese para preservar cierta paz y tranquilidad en la casa. Evidentemente, Robert Chandler llevaba años oponiendo la mínima resistencia, con el resultado de que apenas le quedaban opiniones. «La obstinación es un rasgo interesante -pensó Elizabeth-. Normalmente, cuando a una persona se le mete algo en la cabeza y a nadie más le importa demasiado, suele salirse con la suya.» Sin embargo, Elizabeth había observado que a algunas personas les importaba mucho todo (como qué preparar de cena y a qué hora sentarse a la mesa), de manera que los indiferentes rara vez tenían la oportunidad de escoger. Una frase que había visto impresa en una camiseta describía a Amanda Chandler a la perfección: «¿Cuál es tu opinión frente a millones de las mías?»
– ¡Por el amor de Dios, Eileen! -espetó-. ¡Es tu boda, no la de tu madre! No te dejes dominar.
Llamaron al timbre y en el vestíbulo repicaron las conocidas campanadas de la catedral.
Eileen se levantó y dirigió una mirada nerviosa hacia la puerta.
– Elizabeth, ¿alguna vez has intentado decirle a mi madre algo que ella no quisiera escuchar?
– Em… no.
Eileen sonrió con amargura.
– Pues, yo sí. Hace seis años.
– Seis años… o sea, cuando…
– Llaman a la puerta. Será mejor que abramos al señor Simmons.
Eileen abandonó la cocina con más dignidad que nunca. Elizabeth se quedó tan perpleja que tardó unos segundos en reaccionar.
Si Eileen tuviese que hacerle un retrato, le representaría como un fraile medieval. Su cuerpo gordinflón sería como un barril de vino bajo una sotana marrón, y los bucles rubios alrededor de la calva parecerían una tonsura natural. Las gafas de montura metálica que llevaba caídas sobre la nariz le daban un aire de absurda benevolencia. ¿Existían las gafas en aquella época?
– Lo siento -murmuró Eileen-. ¿Qué ha dicho?
– Necesito que me firme aquí -repitió él tendiéndole otra página impresa-. ¿Quiere que se lo vuelva a explicar? Lo haré encantado.
– No, no hace falta -le aseguró Eileen mientras garabateaba su nombre a toda prisa donde él le había indicado.
– ¿Tiene alguna pregunta? -insistió Simmons-. ¿Sobre el dinero, por ejemplo?
– ¿Cómo me lo van a dar?
Tommy Simmons tosió, nervioso, ya que se lo acababa de explicar.
– Em… mire, señorita Chandler, en cierto modo ya dispone de él. Está en el banco, naturalmente. ¿Le gustaría que la informase de posibles inversiones o planes de ahorro?
– No, hoy no, por favor.
Simmons comenzó a guardar los papeles en su maletín.
– Bueno, entonces creo que esto es todo…
– Señor Simmons…
– ¿Sí? ¿Desea saber alguna cosa más?
– Me gustaría hacer un testamento.
Él parpadeó, incrédulo. ¿De dónde habría sacado semejante idea?
– ¿Sería posible? Ahora que me voy a casar, he pensado que debería hacerlo.
Simmons echó un vistazo al interior de su maletín y respondió:
– Bueno… supongo que podríamos redactar un esbozo ahora y hacer que lo pasaran a máquina para que pueda firmarlo después.
– Es muy simple. Ya lo tengo escrito. Sólo necesito que le dé forma legal, o que haga lo conveniente para que sea oficial. Si me disculpa, ahora mismo voy a buscarlo. -Salió apresuradamente de la habitación.
Tommy Simmons se reclinó en el sofá y suspiró, con cansancio. Se preguntó si los padres de Eileen estarían al corriente de aquello. En realidad no tenía importancia, puesto que se trataba del dinero de Eileen y ella era mayor de edad, pero aun así le incomodaba actuar sin el consentimiento de la familia. Al decir «simple», Eileen se referiría seguramente a un testamento a favor del novio. Sería mejor no redactar el documento definitivo hasta después de la boda, para mayor seguridad. Volvió en sí con un sobresalto, al recordar que no se hallaba solo en la habitación. La prima, o lo que fuese, que seguía sentada en el sofá, acababa de dejar a un lado la revista que estaba leyendo y lo observaba fijamente. Simmons esbozó una leve sonrisa.
– ¿Ha venido para la boda?
– Sí.
– Eileen es encantadora. Será una novia preciosa.
«Ya que -terminó Simmons en silencio-, si cubres un espantapájaros con suficiente raso y encaje, hasta puede quedar presentable.»
Se preguntó cómo sería el novio. La breve noticia que había aparecido en el periódico local apenas decía nada de él. Simmons volvió a mirar a la prima. Pensó que quizá debería añadir algún comentario galante sobre lo guapa que estaría vestida de dama de honor, pero mientras buscaba la forma de formular dicho cumplido sin que pareciera que intentaba ligar, Elizabeth abordó otro tema.
– ¿Le gusta dedicarse al derecho?
– Em… sí, está bien. Es mucho mejor que estudiarlo. Son menos horas.
– No hacen falta muchas mates, ¿verdad?
– ¿Cómo? ¿Matemáticas?
– Cálculo, o trigonometría, o algo parecido.
– Em… no. -Simmons comenzó a dudar que aquélla fuese realmente una prima de Eileen. De pronto empezaron a desfilar por su mente imágenes de Cherry Hill.
– ¿Y en qué se especializó en la universidad?
– En historia.
– Ah, como mi hermano. Ahora también está haciendo derecho. Yo soy licenciada en sociología.
– Ah. -Simmons seguía intentando coger el hilo de la conversación.
– ¿Conoce a algún abogado que sea licenciado en sociología?
– No.
– Me lo imaginaba. Normalmente si quieren ampliar estudios eligen Historia o Ciencias Políticas. Aun así, parece una profesión interesante. ¿Surgen muchos casos importantes en una ciudad tan pequeña?