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– Lo que más hacemos son escrituras y testamentos.

– A mí me parece más interesante el derecho penal, llevar casos en los que todo depende de ti, ¡como en los asesinatos!

Simmons sonrió. Debía tragarse el mismo discurso en cada evento social al que asistía. Mientras le servían vasos de ponche, le comentaban que sería muchísimo más interesante para él practicar el derecho penal en Atlanta. Normalmente Simmons tan sólo sonreía y asentía con la cabeza, pues le suponía demasiado esfuerzo explicar que los peces gordos acusados de asesinato contrataban a abogados famosos y experimentados (lo cual no era su caso), mientras que los pobres debían conformarse con profesionales designados por el tribunal que necesitaban el trabajo y cobraban una miseria.

Puede que las escrituras y los testamentos no fuesen muy emocionantes, pero al menos le permitían llevar una vida tranquila, con un montón de tiempo libre para jugar a tenis, y de vez en cuando surgía un caso fuera de lo común que servía de anécdota social.

– ¿Le interesa el derecho? -preguntó Simmons en tono educado.

Elizabeth frunció el entrecejo.

– No lo sé. Aunque he estudiado sociología, todavía no he decidido qué voy a hacer. Hice un curso sobre criminología en la universidad, pero me decepcionó bastante. Eran casi todo estadísticas.

En ese preciso instante apareció Eileen, seguida de Mildred.

– Sólo será un minuto, lo prometo, y luego podrás guardar la compra. Sólo necesito que firmes una cosa.

– ¿Firmar? -exclamó Simmons poniéndose en pie. Tenía la desagradable sensación de que la entrevista se le estaba yendo de las manos.

– Aquí lo tiene -dijo Eileen entregándole una hoja escrita con letra infantil-. Le he pedido a Mildred que haga de testigo para que el documento sea legal hasta que usted redacte el definitivo. Elizabeth, tú también podrías firmarlo.

Simmons frunció el ceño.

– Mire, señorita Chandler, no creo que sea conveniente…

– No tienen por qué leer lo que he escrito, ¿verdad?

La pregunta sobre el procedimiento le despistó.

– ¿Cómo? No. Sólo están atestiguando el hecho de que su firma es auténtica, pero…

– De acuerdo. ¡Y ahora miradme bien! -Eileen alzó el bolígrafo y lo agitó como si se tratara de la varita de un mago antes de realizar su próximo número. Cuando todos le prestaban atención, imprimió su firma en la parte inferior de la hoja de color rosa, trazando con cuidado el punto sobre la i con un pequeño círculo.

«Oh, Dios mío -pensó Simmons-, es de las que ponen círculos sobre la i. No veía nada parecido desde que iba al colegio. Apuesto a que este testamento es algo serio. ¡Seguro que hasta ha incluido su colección de sellos!» Intentó calmar su susceptibilidad profesional recordándose que ganaría veinticinco dólares la hora por redactar el documento.

– Muy bien -dijo-. Ahora que ya lo ha firmado, que lo firmen ellas. Si quiere puede tapar el texto con una hoja de papel. Algunas personas lo hacen. -Le tendió un folio-. Así. Tápelo todo excepto el lugar donde quiere que firmen. Pero yo de usted esperaría a tener el documento oficial. Lo digo en serio.

Eileen negó con la cabeza.

– No. Quiero hacerlo… como prueba de que me voy a casar de verdad. Es una especie de ceremonia preliminar.

«Así Michael quedará satisfecho -pensó-. Se dará cuenta de que lo del dinero es cierto, de que será nuestro dentro de nada. Después de esto no cambiará de opinión. Aunque de todas formas no iba a hacerlo. Me quiere mucho, me lo dice constantemente.»

– Por favor, no se preocupe, señor Simmons -agregó-. Sólo es cuestión de unos días, hasta que esté listo el oficial. Todo saldrá bien. Quiero decir que no me pasará nada.

Simmons parecía escandalizado.

– ¡Claro que no! -dijo de inmediato-. Eso es evidente. Pero debe comprender que esto es un poco irregular. Las posibilidades de que haya un pleito en el caso de que…

Pero Eileen, que ya tenía el documento cubierto con la hoja en blanco, indicó a Elizabeth y a Mildred que se acercaran a firmarlo. Después de un momento de duda, ambas se inclinaron y firmaron con su nombre al pie de la página, tras lo cual Eileen se la entregó al abogado.

– Muchísimas gracias por dedicarme su tiempo -le dijo mientras lo acompañaba a la puerta.

– Le deseo toda la felicidad del mundo. Piense en esa maravillosa boda que le espera, y procure olvidarse de testamentos y además asuntos legales.

Eileen asintió con gran seriedad. Cuando por fin se hubo marchado Simmons, se apoyó en la puerta y suspiró aliviada. «Ahora ya puedo irme a pintar.»

Elizabeth estuvo sola en casa casi toda la tarde. Amanda y Louisa aún no habían regresado de su expedición a las tiendas; el doctor Chandler telefoneó para decir que no volvería hasta la hora de la cena; y no había ni rastro del abuelo ni de Michael. Se preguntó de qué habrían hablado de camino a la biblioteca del condado. Geoffrey se había marchado a un ensayo a eso de las dos, y Elizabeth había declinado cortésmente acompañarle. Charles y Eileen debían de estar en algún lugar entre la casa y el lago.

Acababa de terminar el libro que se había traído y se encontraba en la biblioteca tratando de dibujar el castillo de Alban para mandárselo en una carta a Bill.

Se preguntó dónde estaría Alban. Le había visto marchar en coche una hora antes sin su raqueta de tenis. Sostuvo en alto el dibujo y lo examinó. Aunque las líneas estaban un poco torcidas y fallaban las proporciones, al menos Bill se haría una idea general. «Alban debería proporcionar postales», pensó con una sonrisa. Después de lo mucho que se habían reído de él, le resultaba extraño que fuese un chico normal, y hasta simpático. El castillo ya no le parecía tan raro como al principio, posiblemente a raíz de las explicaciones de Alban. Decidió no dibujar el dragón que tenía pensado poner en primer plano, pero sí que incluyó una pequeña bandera en lo alto de la torre con su propia versión de un lema muy apropiado: «El hogar de un hombre es su castillo.»

Fue hasta la ventana para contar de nuevo las ventanas de la torre… y comprobar si estaba el coche de Alban.

No, no estaba allí, pero otro automóvil acababa de llegar a casa de los Chandler: un pequeño Volkswagen verde que Elizabeth no había visto antes. Observó al conductor salir del coche y dirigirse hacia la puerta principal. Era un hombre corpulento de unos treinta años y cabello oscuro, vestido con una camiseta amarilla que decía: «Jung de espíritu.» [1] Alzó la vista hacia la casa, luego contempló el castillo de Alban y sacudió la cabeza.

Cuando Elizabeth comprobó que efectivamente venía a casa de los Chandler, fue corriendo a la entrada y aguardó a que sonase el timbre.

«¿Quién será? -se preguntó-. El cura, seguro que no. A lo mejor es alguien de Cherry Hill que ha venido para la boda. A tía Amanda le encantaría. No creo que sea de por aquí si le sorprende Albania. ¿Quién más tenía que venir?»

Tardó unos segundos en averiguarlo.

– Pase, doctor Shepherd. Soy Elizabeth MacPherson, la prima de Eileen.

– Muchas gracias. No estaba seguro de que fuese aquí. -Echó un rápido vistazo por encima del hombro-. ¿Qué es eso de ahí enfrente?

– Es el castillo de mi primo Alban -contestó Elizabeth amablemente-. ¿Le gustaría pasar a la biblioteca? Puedo preparar algo de café. No hay nadie más en casa, pero no creo que tarden en llegar.

El doctor Shepherd la siguió hasta la biblioteca, deteniéndose tan sólo una vez para echar un vistazo al cuadro en tonos grises y negros que había en el pasillo.

– Tía Amanda acaba de enviarle una participación de boda -dijo Elizabeth sentándose en la butaca-. ¡Ayer mismo! Es imposible que la haya recibido ya.

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[1] Jung, apellido del conocido psiquiatra suizo, se pronuncia igual que «young», joven. (N. de la T.)