– Tienes razón. Aún no me ha llegado. Eileen me dio una invitación escrita a mano y un mapa antes de que acabaran las clases. Ya sé que me he adelantado unos cuantos días, pero es que… las circunstancias han cambiado -explicó Shepherd con aire incómodo.
Elizabeth abrió más los ojos. ¡Las circunstancias habían cambiado! Recordó la descripción que Alban había hecho de Eileen: «Sumamente peligrosa.» ¡Su inquietud estaba pues justificada!
– ¿Quién… quién le ha llamado? -preguntó con un hilo de voz.
– ¿Que quién me ha llamado? Nadie. Ha sido una estupidez. -La observó detenidamente-. Creo que acepto la propuesta del café, si no te importa. Y entonces, si quieres, te lo contaré todo. Ha sido un viaje realmente increíble.
La acompañó a la cocina y se quedó mirando cómo ella llenaba la tetera de cobre y buscaba en los armarios el café instantáneo y las tazas.
– ¿Ha tenido algún problema con el coche?
– No -replicó él sentándose en un taburete-. Ahora estoy de vacaciones. Tengo que volver a la clínica para la temporada de verano, pero antes me he tomado unos días libres y, en lugar de ir a mi casa de Nueva York, he pensado venir a la boda y hacer un poco de turismo por el camino. Eileen es una chica estupenda. ¿Dices que eres su prima?
– Sí. Mi madre y la suya son hermanas.
– El caso es que no parecía tener muchos amigos, y sé que ha sido muy duro para ella intentar adaptarse, así que le prometí que vendría a la boda. De todas formas, siempre había querido visitar esta parte del país… desde que de pequeño vi Lo que el viento se llevó.
Elizabeth asintió con la cabeza, reprimiendo las ganas de reír.
– Bueno, el caso es que antes de ayer alquilé una cabaña en un enorme parque nacional, en la montaña. Ya sabes, para estar en comunión con la naturaleza. Yo soy de ciudad, pero algunos de mis colegas no paraban de machacarme para que me apuntara a un club de excursionismo, y pensé: «Coño, ¿por qué no intentarlo?» Y hace dos noches, estaba yo tumbado en la cama leyendo un libro, cuando de repente vi pasar una cosa negra por encima de mi cabeza. Sólo la vi de reojo, pero dejé caer el libro del susto que me pegué y, cuando volvió a pasar, ¡me di cuenta de que era un murciélago! El asqueroso hijo de puta daba vueltas por mi habitación. Solté un chillido y salí corriendo hacia el baño, pero el maldito bicho me persiguió y se plantó en la puerta mirándome fijamente, de manera que no pude salir.
– ¿Por qué no se fue de la cabaña?
– No llevaba mucha ropa, ¿sabes? Hacía mucho calor. Así que me asomé a la ventana del cuarto de baño y grité, esperando que me oyesen: «¡Auxilio! ¡Que alguien me ayude! ¡Me tiene atrapado!»
Si bien Shepherd mantenía un tono de voz absolutamente serio, Elizabeth, al darse cuenta de que él era consciente de lo absurdo de la situación, se echó a reír de tal manera que apenas le dejó terminar la historia. Cada vez que trataba de imaginarse al voluminoso Shepherd desnudo y atrapado por un murciélago en un cuarto de baño, se carcajeaba cada vez más fuerte.
– ¿Se parecía a Bela Lugosi? -logró preguntar Elizabeth.
Shepherd frunció el entrecejo.
– Bueno, podría haber tenido la rabia, ¿sabes? En fin, el caso es que al cabo de un par de minutos (yo seguía en el váter librando una guerra de miradas con Ojitos Brillantes), alguien echó abajo la puerta de la cabaña de una patada. Era un tipo que me había oído chillar mientras intentaba reparar su coche. Y cuando levanto la mirada, me lo encuentro en el marco de la puerta con una pistola y gritando: «¿Dónde está?»
– Y entonces le enseñó el murciélago.
– Bueno, sí. La verdad es que no pareció muy impresionado.
– ¿Y le disparó al pobre… digo, al monstruo?
– No. Bajó la pistola, me miró con desprecio, lo espantó y se largó. Por fin pude ponerme los pantalones y marcharme de allí. Por suerte aún no había deshecho la maleta.
– ¿Qué le pasó al murciélago?
Shepherd suspiró.
– Me fui pitando, así que no tengo ni idea. Sólo sé que tiene pagado el alquiler hasta el domingo.
– Doctor Shepherd -dijo Elizabeth-, aquí se sentirá usted como en su propia casa.
Lo que Amanda Chandler sintió al ver al recién llegado fue imposible de determinar a partir de su comportamiento. Cuando regresó de su expedición, a las cuatro de la tarde, cargada de paquetes y preguntando dónde estaba todo el mundo, Elizabeth fue a recibirla al vestíbulo y le susurró al oído que el doctor Shepherd estaba tomando café en la biblioteca.
De inmediato su tía esbozó una sonrisa glacial que no se reflejaba en su mirada. Entró en la biblioteca dando grandes zancadas y emitió un cordial saludo con los brazos abiertos, incluso después de haber visto la camiseta amarilla de Jung.
– ¡Es un auténtico privilegio tenerle con nosotros!
El doctor Shepherd se disculpó por haber llegado antes de lo previsto y atribuyó el cambio de fecha a «un accidente imprevisto en un parque nacional», ante lo cual Amanda se mostró muy comprensiva, negándose rotundamente a que él se hospedara en el Motel de Chandler Grove.
– ¡Pero si tenemos más espacio que ellos! -le aseguró con una sonrisa maliciosa-. Y por favor, no vaya a pensar que lo hago por pura amabilidad. Es más bien egoísmo; quiero tenerle aquí mismo, para que podamos conocerle bien. Además, es muy probable que nuestros invitados de fuera de la ciudad ocupen las habitaciones del motel. Así pues, asunto resuelto. Se queda con nosotros.
Shepherd, que no estaba acostumbrado a esta forma de hospitalidad sureña, estilo ataque relámpago, sucumbió con voz perpleja y fue al coche a recoger sus cosas. Apenas se hubo marchado, la sonrisa de Amanda se desvaneció.
– ¿En qué estaría pensando Eileen? -murmuró observándole desde la ventana-. Es del todo imposible que alguien así comprenda los problemas de… de…
– ¿De qué, tía Amanda? -preguntó Elizabeth.
Al recordar de pronto que su sobrina se hallaba presente, Amanda recuperó su fantasmagórica sonrisa de antes.
– ¡Elizabeth! -exclamó melosa-, vas a pensar que tengo algo en contra de los yanquis después de todos estos años, ¡pero es que hay que ver!… En fin, querida, ¿podrías ir a la cocina y decirle a Mildred que seremos uno más para cenar? Me temo que no le va a hacer ninguna gracia, pero dile que somos simples mártires de lo imprevisible.
– Mártires… -murmuró Elizabeth mientras se alejaba, sacudiendo la cabeza-. Bill va a alucinar con esta frase.
Cuando regresaba de la cocina, se encontró a Shepherd en la entrada, cargado con una maleta marrón y un montón de libros bajo el brazo.
– ¿Quiere que le lleve algo? -se ofreció Elizabeth.
Shepherd hizo un gesto negativo. -Supongo que mi habitación está arriba.
– Sí. Es la tercera a la izquierda.
Shepherd dejó sus pertenencias en la silla del vestíbulo.
– No hay prisa -dijo-. No sabes lo interesante que es todo esto para mí. Conocer a las personas que forman parte de un ambiente social del que he oído hablar durante meses.
Elizabeth se quedó boquiabierta.
– ¡No me diga que Eileen le ha estado hablando de la familia! No me mencionaría, ¿verdad?
Shepherd esbozó una amplia sonrisa.
– La gente siempre me pregunta eso mismo. Y no te lo puedo decir. En serio. Apuesto a que me harán la misma pregunta una docena de veces en estos días.
– Eso seguro.
– ¿Dónde está Eileen?
– En el lago, supongo. Está pintando un cuadro para el novio. No me pregunte cómo es, porque nadie lo ha visto. -Se inclinó hacia delante para susurrarle en tono misterioso-: ¿Cree que es normal?
– Claro que sí -replicó Shepherd alegremente-. Le quitaría toda la emoción al regalo si todos lo viesen antes de la boda. Es una reacción muy común. ¿Está el novio por aquí?
– Se ha ido a la biblioteca. ¿Le conoce bien?