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– No, qué va. Sólo le he visto una vez, cuando vino a buscar a Eileen después de una sesión.

– Bueno, ya los conocerá a todos durante la cena.

– ¿A él también? -preguntó señalando hacia Albania.

– Con toda probabilidad -repuso Elizabeth-. Pero no se sorprenda si resulta que está cuerdo.

– Mira, cuando tienes tanto dinero, no te vuelves loco, sólo excéntrico.

Oyeron que se abría una puerta en la otra punta de la casa.

– ¡Eileen! -gritó Amanda-. ¡Ven aquí, cariño! ¡Ha llegado uno de tus invitados! Ve a verlo tú misma. Está en el vestíbulo.

Al cabo de un momento apareció Eileen Chandler, vestida con una bata manchada de pintura. Parecía cansada y tensa. En cuanto vio a Shepherd sonriéndole, se puso rígida y le clavó la mirada, boquiabierta.

– Hola, Eileen. Sólo…

– ¡No! ¡No le quiero aquí! ¡No quiero saber nada de usted! ¡Lárguese! -gritó, y se marchó a su habitación llorando histéricamente.

Elizabeth y el doctor Shepherd intercambiaron miradas de asombro.

Amanda, que venía detrás de Eileen y acababa de presenciar la escena, se acercó corriendo al doctor Shepherd y dijo:

– Doctor Shepherd, le ruego disculpe el comportamiento de mi hija. Semejantes modales son imperdonables por muy nerviosa que esté por lo de la boda. Y voy a decírselo ahora mismo.

– No, por favor. No hace falta que se disculpe, señora Chandler. Es normal que Eileen esté tensa estos días. Es mucho más importante comprender…

Le interrumpió un fuerte estruendo procedente del piso de arriba, al que siguieron más llantos.

– ¿Había por casualidad un espejo allá arriba?

Amanda asintió con severidad.

– Sí, lo había.

CAPÍTULO 08

El hecho de que Eileen no apareciera en la cena fue atribuido a lo fatigada que estaba de tanto pintar. El resto de la familia cenó a las seis de la tarde, hora que Elizabeth consideró excesivamente temprana, aunque a los demás no pareció resultarles nada extraño.

Amanda, considerando tal vez que dos médicos congeniarían perfectamente, había colocado a Carlsen Shepherd al lado del doctor Chandler. No obstante, el monólogo de su marido sobre medicina colonial resultó muy poco apropiado para avivar la conversación.

– ¿Tú qué crees que le pasa? -susurró Elizabeth a Geoffrey.

– No lo sé. Cuando he llamado a su puerta me ha gritado que me largara. Supongo que dejará entrar a Satisky, aunque al parecer él no soporta a las damiselas histéricas, a pesar de estar comprometido con una.

Satisky estaba cortando la carne con gran concentración. Sus movimientos eran lentos y comedidos, como si tratase de pasar lo más inadvertido posible.

– Parece un buen tipo. Me refiero al doctor Shepherd -dijo Elizabeth.

Geoffrey seguía observando a Satisky.

– Además, Geoffrey, fue ella quien le invitó.

– A lo mejor mamá tiene razón en eso de los nervios de antes de la boda.

Aunque no le habían invitado a cenar, Alban había telefoneado para decir que se pasaría más tarde. Elizabeth esperaba poder hablar con él. Quizás él entendiera qué sucedía.

Amanda había abandonado su papel de efusiva anfitriona sureña; se pasó casi toda la cena conversando en voz baja con el abuelo. Apenas comió y se retiró muy pronto, alegando que tenía dolor de cabeza.

Elizabeth, incapaz de soportar la tensión por más tiempo, se levantó de la mesa poco después de que lo hiciera Amanda y subió al dormitorio de Eileen. La puerta estaba cerrada con llave.

– ¿Eileen? -dijo llamando suavemente-. Soy Elizabeth.

Como dentro no se oía el menor ruido, Elizabeth decidió marcharse a su habitación. Del espejo de la pared tan sólo quedaba el marco torcido, pues Mildred se había apresurado a recoger discretamente el cristal hecho añicos. Elizabeth se preguntó por qué Eileen lo habría roto: ¿había sido una elección deliberada, o sencillamente había arremetido contra lo primero que vio?

– ¿Elizabeth?

Eileen asomó la cabeza por la puerta entornada y contempló a su prima con una expresión lastimera.

– He venido a ver si estabas bien -dijo Elizabeth.

Los ojos de Eileen se llenaron de lágrimas. Miró angustiada hacia las escaleras como si temiese que alguien la viera, y con un gesto impaciente indicó a Elizabeth que entrara en el cuarto. Una vez dentro, Eileen se sentó en la cama y se abrazó a un osito de peluche amarillo, apoyando la barbilla en su cabeza. Elizabeth ocupó la silla del tocador.

– Todos están muy preocupados por ti -dijo tratando de adoptar un tono amable.

– ¡Claro que lo están! ¡Ya sé lo que estarán pensando! -Le temblaba la voz.

«Dios mío -pensó Elizabeth-. Si la vuelvo a poner histérica, tía Amanda me matará.»

– Es normal que estés nerviosa faltando sólo una semana para la boda -dijo para tranquilizarla-. Además, aparte de todos los preparativos, estás pintando el cuadro. Ya sé lo estresante que resulta tener que acabar algo en un determinado plazo de tiempo. Estás agotada, ¿verdad?

Eileen se quedó pensativa.

– El cuadro. Sí, la verdad es que ha sido extenuante.

– Pues claro -exclamó Elizabeth efusivamente. Eileen parecía más tranquila. Había dejado el osito sobre la cama y miraba a su prima con expresión de alivio.

«Debería haber estudiado psicología», pensó Elizabeth con satisfacción.

– Sabes, Eileen, estoy segura de que Michael comprendería que dejases el cuadro para después de la boda.

– No. Ya casi está acabado. Estoy bien, de verdad. Tienes razón. Sólo estaba cansada.

– En realidad no te molesta que esté aquí el doctor Shepherd, ¿verdad? -preguntó Elizabeth poco convencida. Aunque había logrado calmar a Eileen, seguía pensando que romper un espejo y tener un ataque de histeria eran reacciones desproporcionadas, incluso para una novia nerviosa.

– No, claro que no. El doctor Shepherd es muy amable. Mañana le pediré perdón.

– Mira, Eileen, sé que estás preocupada por algo. ¿Por qué no me dices qué te pasa?

– No lo entenderías.

– ¿El qué? ¿El hecho de que estés preocupada? Te aseguro que sí. ¿Te das cuenta de que acabo de terminar la universidad y no tengo ni idea de lo que voy a hacer a continuación?

– Ah -dijo Eileen con un hilo de voz.

– Ya sé que tendría que haberlo pensado antes, pero es que estaba más o menos comprometida con un estudiante de arquitectura llamado Austin. ¿Te he hablado de él alguna vez?

Eileen hizo un gesto de negación con la cabeza.

«Bien -pensó Elizabeth-. He conseguido que me preste atención.»

Comenzó a hablarle de Austin y, al ver que Eileen sonreía, le contó el incidente del estanque con todo hijo de detalles. Le describió a Austin saliendo del agua empapado hasta los huesos y cubierto de algas.

– Y le dije que si se quedaba ahí dentro el tiempo suficiente, ¡hasta podría tener un cocodrilo de verdad en el pecho! -Las dos se echaron a reír-. ¡Tendrías que haberlo visto! Ojalá tuviese una foto.

De pronto Eileen dejó de sonreír.

– Elizabeth, no me encuentro muy bien. Creo que necesito estar sola.

– Bueno… como quieras, Eileen.

«¿Qué habré hecho ahora?», se preguntó Elizabeth mientras cerraba la puerta. Cada vez resultaba todo más extraño.

Como era demasiado temprano para irse a la cama, bajó a ver si Alban había llegado, o si Geoffrey estaba haciendo alguna de las suyas. Oyó voces procedentes de la biblioteca y, esperando que fuese alguno de los dos, abrió la puerta y asomó la cabeza.

Alban y Carlsen Shepherd se hallaban sentados a una mesa llena de papeles. Shepherd tomaba notas frenéticamente en un pequeño bloc mientras Alban decía:

– Desde hace unos cuatro años soy Luis de Baviera, y en general…

– ¡Oh, disculpen! -dijo Elizabeth bruscamente-. Ya me voy.