Shepherd alzó la mirada y sonrió.
– No, tranquila. Pasa. No es nada importante. Puedes quedarte.
Elizabeth trató de sacar algo en claro. Si Alban era Luis de Baviera, ¿qué debía hacer ella? ¿Quedarse a escuchar toda la historia o salir corriendo? Y además, ¿por qué iba a estarle permitido asistir a una consulta médica?
– Pero ¿qué hay de las normas de psiquiatría sobre el carácter confidencial de las sesiones? -tartamudeó. Era imposible que la dejaran oír las declaraciones de Alban como supuesta reencarnación del rey Luis.
Ambos se la quedaron mirando, tratando de asimilar la pregunta. De repente a Shepherd se le iluminó la cara y soltó una fuerte carcajada.
– ¿El carácter confidencial de las sesiones? ¡Bueno, ahora ya sabe lo que piensa de usted su familia, Cobb!
Alban esbozó una amplia sonrisa.
– Creo que esta mañana la he dejado un poco preocupada al mencionarle la reencarnación.
– ¿Queréis hacer el favor de decirme qué está pasando aquí? -preguntó Elizabeth con impaciencia, harta de que se rieran de ella.
Ambos intercambiaron una sonrisa satisfecha.
– Estábamos hablando de un juego de guerra, mi querida prima -replicó Alban-. Se llama Diplomacia. ¿Lo conoces?
– Sólo en relación con Camp David. ¿Estáis jugando a un juego? ¡Pero si os acabáis de conocer! -Podría haberse imaginado que se trataba de otra de las locas aficiones de la familia. Pensándolo bien, no le sorprendió lo más mínimo que Shepherd lo conociese.
– De hecho, cada uno ha estado jugando a un juego diferente, incluso a una guerra diferente, porque el juego de Alban es una variante prusiana, pero aún nos queda mucho de qué hablar -dijo Shepherd alegremente-. Es muy emocionante. ¿Ves? Estos pequeños cubos son ejércitos…
Elizabeth sacudió la cabeza.
– Gracias, pero prefiero una prórroga.
– A lo mejor podemos encontrar una variante jacobita -sugirió Alban con una leve sonrisa. Al ver la mirada de asombro de Shepherd, explicó-: La única guerra que interesa a Elizabeth es el levantamiento de 1745, en Escocia.
Volvieron a hablar de los aspectos técnicos del juego, y Elizabeth se marchó en busca de Geoffrey. Le encontró en el estudio de Amanda, leyendo el periódico.
– Hola -le dijo, y se sentó a su lado en el sofá-. Estoy aburrida. ¿Alguna noticia interesante?
– ¡Por supuesto que no! -respondió en tono escandalizado-. Este es el periódico local, así que no contiene ninguna noticia. Sólo lo leemos para ver a quién han detenido.
– Entonces no hace falta que me lo dejes.
Geoffrey asintió con la cabeza, pasando la página con aire ausente.
Elizabeth lo volvió a intentar.
– Chandler Grove no es un lugar muy interesante, ¿verdad?
– Aunque te equivoques de número de teléfono, puedes ponerte a hablar con quien sea -dijo Geoffrey sin levantar la vista.
– No hay absolutamente nada que hacer. Alban y el doctor Shepherd están en la biblioteca… ¡jugando con cubos!
Geoffrey alzó la mirada y arqueó una ceja.
– ¿Ah, sí?
– ¿Has hablado con Eileen? -preguntó Elizabeth.
Geoffrey dejó el periódico sobre la mesita de pino.
– He llamado a su puerta después de cenar pero, como no contestaba, he pedido a Mildred que le subiese una bandeja. Si no tiene hambre, al menos podrá arrojarla contra la pared, lo cual le calmará los nervios considerablemente.
Elizabeth le miró con aire pensativo.
– ¿Sabes? Es posible que seas una persona encantadora -dijo, como si no se le hubiese ocurrido antes.
– ¿Cómo te atreves a pensar una cosa así? -resopló él-. No, mi querida prima. Ser encantador sólo cuenta cuando estás con una persona que no te cae bien, según creo recordar de mis clases de catequesis.
– ¿Estás muy preocupado por ella? -dijo Elizabeth preguntándose si podía confiar en él.
– Me parece muy impertinente que me lo preguntes, puesto que tú no lo estás -replicó Geoffrey.
– ¡Claro que lo estoy! He subido a verla nada más cenar. Y… a mí me ha dejado entrar -añadió en tono triunfal.
– ¿Está bien?
– Creo que sí. Dice que está muy cansada, y que pintar es agotador. Le he dicho que lo deje, pero no quiere.
– Claro que no. Eso no es más que una excusa. A Eileen le encanta pintar. Si no estuviese haciendo ese maldito cuadro, no saldría nunca de casa ni se alejaría de mamá.
Elizabeth asintió con la cabeza.
– Bueno, sólo queda una semana. Mientras sea consciente de que todo habrá terminado dentro de unos días…
– Se recuperará. Creo que Satisky le vendrá muy bien porque, siendo tan chupóptero como una esponja, dudo que le haga daño. Con una posible excepción, claro está.
– ¿Cuál?
– Que una esponja asustada puede ser mortal.
– Vamos, Geoffrey, no seas tan catastrofista. Estamos diciendo tonterías. -Elizabeth se estremeció. Deseaba oír palabras reconfortantes-. La boda será todo un éxito, a pesar de los nervios que estamos pasando ahora, y después todo dependerá de Eileen y de Michael. Dejémoslo así, ¿vale?
– Supongo que tienes razón -convino Geoffrey de mala gana-. Somos una familia muy nerviosa. Debe de ser el dinero.
– ¿Te refieres a la herencia de tía abuela Augusta?
– No, al dinero en general. Al hecho de tenerlo. Quien tiene dinero se busca otras preocupaciones. ¿Te has fijado en que los personajes de los culebrones nunca hablan de desempleo ni de cómo pagar el coche? Todos tienen puesta la cabeza en asuntos más elevados… como el adulterio o la drogadicción.
Elizabeth se puso a reír.
– ¿Y qué preocupaciones tiene esta familia?
Geoffrey reflexionó un momento.
– Bueno, en lo que a mí respecta, vivo con temor constante al hastío, aunque hasta ahora lo llevo bastante bien. Sí, Elizabeth, ya sé que tú te aburres aquí, pero yo no… tal vez por lo mucho que disfruto de mi propia compañía.
– Nunca hablas en serio -suspiró Elizabeth.
– Todo lo contrario. Siempre hablo en serio. Hace tiempo que aprendí que si dices la verdad con la mayor naturalidad posible, nadie te cree.
– A veces Bill también lo hace -dijo ella pensativa.
– Sí, pero en su caso es una afición, mientras que en el mío es un arte.
– No hay duda de que es menos «artista» que tú, si te refieres a eso -dijo Elizabeth con un sospechoso toque de ironía en la voz.
– Sí, pero no es ni la mitad de interesante que yo. Facultad de derecho. ¡Imagínate!
– Bill puede ser muy interesante. ¡Si supieras cómo es su nuevo compañero de piso! Estudia arqueología y se trae huesos a casa que va dejando por todas partes. Tengo muchas ganas de conocerle.
Geoffrey la miró con gran seriedad.
– ¿Por qué?
– Porque… bueno… ¡tú ya me entiendes! En fin, el hecho de que Bill no sea tan excéntrico como el resto de la familia no significa que sea soso. Por lo menos sabe lo que quiere hacer, que es más de lo que yo puedo decir.
– ¿No lo sabes? Cuando me dijiste que te habías licenciado en sociología, supuse que estabas en el mercado matrimonial.
Elizabeth se echó a reír.
– No parece haber mucha demanda para este producto. En fin, supongo que sí que estaba en el mercado matrimonial, como dices tú, pero mi romance universitario terminó esta primavera, y…
Geoffrey la interrumpió alzando una mano.
– ¡No me lo digas! Ahórrame todos los angustiosos detalles. Te ruego que lleves la espada en el corazón y seas valiente.
Elizabeth estaba tratando de hallar una respuesta lo suficientemente ingeniosa cuando de pronto apareció Satisky con cara de disculpa.
– La biblioteca está ocupada y he pensado…
– Esos dos no tardarán en marcharse -dijo Geoffrey poniéndose en pie-. Creo que voy a verles. Puede que necesiten un árbitro. Con los bárbaros, nunca se sabe. ¿Te vienes, Elizabeth? Podrías hacer de animadora, ponerte a gritar para pedir que corra la sangre y ese tipo de cosas.