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El desencanto se había producido de forma gradual. Empezó a tomarse los regalos de cumpleaños y de Navidad (collares y bolsas playeras) como un tácito reproche a su sentido del gusto, y dicho sentimiento culminó una dorada tarde de abril mientras paseaban junto al estanque del campus universitario. Austin la miró a los ojos con ternura y dijo: «Si pierdes cinco kilos, me caso contigo.» Elizabeth lo empujó al agua y se marchó sin mirar atrás.

– «Vengo de nidos de fochas y garzas» -declaró una voz solemne a su espalda.

Cuando Elizabeth se volvió, se encontró con un individuo que era, indefectiblemente, un Chandler. Tenía unos veinte años y parecía un fauno con un traje de tweed.

– Tú debes de ser Geoffrey -dijo Elizabeth tras examinarlo unos instantes.

– Sí, debo de serlo. Una vez pensé en ser Calígula, pero cuando Alban regresó de Europa como Luis de Baviera, abandoné la idea.

– ¿Alban? ¿El hijo de tía Louisa? No sé nada de él desde que le mandaron a un instituto privado para que se convirtiera en un «caballero del sur».

– Pues sí que andas despistada, querida -le aseguró Geoffrey-. Cuando Alban se licenció, tía Louisa se lo llevó de viaje por Europa a ver los castillos y las iglesias del Viejo Mundo. Desgraciadamente, visitaron Baviera, y Alban quedó fascinado con ese castillo de cuento de hadas que parece el de Disneylandia. Lo construyó el rey Luis, que estaba loco.

– ¿Y?

– Pronto te enterarás. -Suspiró de modo exagerado-. Muy pronto. ¿Es tuya esta maleta azul? ¿Quieres que te la lleve y te siga impresionando con mis buenos modales?

Elizabeth se puso de pie.

– Me alegro tanto de que me hayas rescatado que no me importa si me la llevas o no.

Geoffrey arqueó una ceja en un gesto muy expresivo.

– ¿Te parece un rescate que te lleve a Long Meadow?

Era imposible responder a esa pregunta. Geoffrey era el hijo de tía Amanda, de manera que no convenía ser demasiado sincera, aunque él tampoco parecía idealizar mucho el lugar. Cuando se dirigían hacia el coche, Elizabeth decidió cambiar de tema.

– Hemos perdido tanto el contacto en los dos últimos años que no sé qué ha sido de tu vida -se apresuró a decir.

– La gente nunca sabe qué es de mi vida -replicó Geoffrey.

– Quiero decir que si estás en la universidad.

– No, aunque hice una carrera. He oído que tú acabas de licenciarte.

– Sí. He hecho sociología.

– Ah, sí. ¿Estás a punto de preguntarme a qué me dedico?

– Supongo que sí.

– Bueno, uno tiene sus aficiones… el teatro y cosas por el estilo, pero mi principal ocupación es la de crítico.

– ¿De teatro?

– No, de la vida.

Acababan de pasar ante una docena de escaparates destartalados del centro de Chandler Grove y ahora circulaban a gran velocidad por la carretera del condado que serpenteaba entre colinas ondulantes, separando los prados de Hereford de los de Holstein.

«Tampoco sabe lo que va a hacer -pensó Elizabeth-, pero los Chandler tienen tanto dinero que no importa. Yo, en cambio, necesito un trabajo o un marido antes de finales de verano. La única alternativa es hacer un curso de posgrado, lo cual aplazaría el problema un par de años.»

– Por supuesto, el abuelo insiste en que me aliste en la Marina. Dice que harían de mí un hombre nuevo, pero yo le digo que es imposible, a no ser que crea en la reencarnación.

Elizabeth se echó a reír y decidió archivar el tema militar para más adelante.

– No serás actriz por casualidad, ¿verdad? -preguntó Geoffrey.

– ¿Yo? Qué va. Soy demasiado tímida. Pero Bill actuó en el Festival de Shakespeare de la universidad el año pasado. ¿Por qué?

– En Chandler Grove tenemos una pequeña compañía de teatro que es bastante buena. De hecho nuestro director hizo alguna cosilla en Broadway hace mucho tiempo, pero ahora está jubilado y sólo se dedica a esto para mantenerse ocupado. El invierno pasado representamos Camelot. Yo era Mordred. He pensado que podría interesarte.

– ¿Qué vais a representar este verano?

– Sinclair se ha empeñado en que hagamos un clásico, pero me temo que será un fracaso. Aquí la gente cree que Madame Bovary es un tipo de vaca lechera.

– ¿Será algo de Shakespeare?

– No, algo incluso más difíciclass="underline" La duquesa de Malfi. Yo seré Ferdinand. La verdad es que resulta muy práctico porque podemos remodelar los trajes de Camelot. Ya me estoy acostumbrando a llevar una majestuosa capa negra.

– Me encantaría ver tu obra -dijo Elizabeth en tono educado-. ¿Cuándo es el estreno?

– Bueno, no estamos seguros. Iba a ser dentro de tres semanas, pero tendremos que aplazarla. Con el follón que hay en casa, no he podido aprenderme bien el papel. Hemos tenido que suspender algunos ensayos y mamá se ha apropiado de la única costurera que hay por aquí, así que en lugar de estar arreglando los trajes para la obra, la buena mujer se ha puesto a hacer unos vestidos amarillos espantosos -aseguró con un estremecimiento.

– Debéis de estar todos muy nerviosos ahora que falta tan poco para la boda…

– Bueno, mamá sí, como es natural -respondió Geoffrey-. Ella es la directora de este circo. Papá se encierra en el estudio y hace ver que escribe un libro de medicina colonial; el abuelo demuestra el típico desdén masculino hacia los asuntos de mujeres; y Eileen se pasa el día soñando, como una Ofelia moderna, y se dedica a pintar un cuadro. En cuanto a mí, la verdad es que lo llevo la mar de bien.

– ¿Y Charles? ¿Ha vuelto a casa para la boda?

– Sí, mi querido hermano Charles se ha dejado ver por aquí, recién llegado de la comuna. ¿Sabes? Antes pensaba que una comuna era una especie de versión del siglo veinte de un monasterio, pero viendo a Charles, me parece que se acerca más a una leprosería moderna.

– Bueno, siempre ha sido un poco raro, ¿no?

– La verdad es que sí. Cuando de pequeños jugábamos a la Guerra de Secesión, él siempre quería ser Harriet Tubman.

– Ya me acuerdo. Bill siempre dice que Charles será famoso, para bien o para mal, antes de los treinta.

– Siento que Bill no haya podido venir. Siempre es agradable ver caras nuevas.

– Ya, pero es que está de exámenes…

– Oye, que no soy tonto. He inventado suficientes excusas en mi vida como para cazarlas al instante.

– ¿Cómo está Eileen? -preguntó Elizabeth bruscamente. Quería cambiar de tema, aunque también en un poco arriesgado hablar de su prima.

– Eileen anda muy despistada -dijo Geoffrey pensativo-. Se pasa el día paseando por la casa y nunca dice nada importante. Está lúcida, por supuesto, pero después de mantener una conversación con ella es imposible saber lo que piensa o lo que siente.

Elizabeth reflexionó un momento.

– Oye, hay alguien a quien ni siquiera has mencionado.

– ¿Al abuelo? Ya te he dicho…

– No. Al novio -interrumpió Elizabeth.

– Ah, sí.

– ¿Qué pasa? ¿No te gusta?

Geoffrey permaneció callado unos instantes. Para no incomodarle, Elizabeth se puso a mirar el prado y el bosque de pinos por la ventana. El amarillo de la mostaza silvestre contrastaba con el color rojizo de los arroyos de arcilla, y unas oscuras colinas arboladas enmarcaban el cielo.

Por fin Geoffrey rompió el silencio.

– ¿Qué quieres saber? ¿Si encajará en la familia? Lo dudo. No comparte nuestro tipo de locura.

– ¿Podrías describírmelo? -pidió Elizabeth.