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No se oía el menor ruido.

Elizabeth decidió abrir la puerta y asomó la cabeza. La cama estaba hecha, y no había nadie en la habitación. Regresó al comedor e informó a Amanda, quien recibió la noticia con un silencio sepulcral.

– Estará fuera pintando -dijo el abuelo-. Cuando me he levantado, a una hora tan razonable como las siete de la mañana -se detuvo para clavar la mirada sobre Geoffrey, que vestía una bata arrugada-, había un cartón de cereales y un bol usado encima de la mesa. Supongo que hoy ha decidido empezar temprano.

– Necesita tiempo para pintar -añadió Geoffrey soñoliento-. ¿Por qué no la dejamos tranquila?

– ¡Ni hablar! -espetó Amanda-. Éste es uno de los últimos desayunos en familia de mi pequeña como una… como una…

– Chandler -sugirió su marido en voz baja.

– Gracias, Robert. Como una Chandler. -Se volvió hacia el doctor Shepherd con una cauta sonrisa-. Doctor Shepherd, debe usted de pensar que tenemos unos modales muy extraños. Pero ya sabe hasta qué punto un momento tan delicado como éste puede alterar los nervios de una chica tan sensible como Eileen. Le pido disculpas en su nombre.

Shepherd repuso entre dientes que se hacía cargo de la situación y siguió comiéndose los huevos.

– Charles -continuó Amanda-, hazme el favor de ir a buscar a tu hermana. O quizás a Michael le gustaría tener un momento…

Charles se levantó de inmediato.

– Mira, mamá, sabes que Eileen no quiere que Michael vea el cuadro antes de que esté terminado, así que ya voy yo. No os acabéis las tostadas.

– ¿Has hablado con ella desde anoche? -susurró Elizabeth a Michael.

Él negó con la cabeza.

– Pensé que sería mejor dejarla sola.

Amanda les interrumpió para pronunciar un monólogo sobre el ensayo de la boda mientras Carlsen Shepherd se ponía a conversar en voz baja con el capitán, colocando los cubiertos en una posición que se parecía sospechosamente a la de la armada durante el juego del día anterior.

– ¿Y quién ganó? -inquirió el doctor Chandler señalando su cucharilla de café, que acababa de convertirse en una flota turca.

– Bueno… yo -respondió Shepherd-, aunque seguramente que fue cuestión de suerte.

Elizabeth se preguntó si Eileen se habría saltado la reunión familiar deliberadamente. Se puso a contemplar al ciervo del cuadro, cuyos ojos le recordaban a alguien.

De repente apareció Charles en la puerta, sin aliento.

– ¡Papá! ¡Abuelo! -gritó-. ¿Podéis venir al lago, por favor?

Lo último que Wesley Rountree quería en su condado era un asesinato. Los sheriffs no suelen mantener sus puestos a base de solucionar casos difíciles como hacen los policías de la televisión, sino llevándose bien con la mayoría de los votantes. Y si algo sabía Wesley Rountree sobre crímenes, era que siempre causaban resentimiento. Meter a alguien en la cárcel te costaba los votos de la familia del asesino, mientras que absolverlo te enemistaba con los parientes de la víctima. De modo que siempre tenías las de perder.

Cada vez que se cometía un asesinato en su distrito, Rountree esperaba que su autor fuese un trabajador inmigrante que hubiese perdido los estribos, aunque nunca era el caso. Apenas había vagabundos merodeando por las calles, mientras que, por desgracia, abundaban los maridos celosos y los buenos chicos borrachos.

No es que Rountree tolerase el crimen o quisiera que el culpable quedase impune. Como era su deber, procesaba a los asesinos locales a pesar de las consecuencias personales que ello pudiera implicar, pero cada vez que le informaban acerca de un asesinato, su primera reacción era, invariablemente, la de indignarse con quien fuese tan desconsiderado como para cometer un homicidio en su condado.

Al margen de esto, el trabajo de sheriff le venía a la perfección. Había vivido allí toda la vida, salvo en su etapa universitaria y durante un período de cuatro años como policía militar de las fuerzas aéreas en Tailandia. Tras su licenciamiento, pasó un par de años con la patrulla de autopistas y luego, cuando el viejo sheriff Miller murió de un ataque al corazón, Rountree regresó a Chandler Grove y fue elegido sheriff por unanimidad.

Ahora, cinco años más tarde, en su segundo mandato como sheriff, Rountree comenzaba a ver su puesto como algo permanente. A sus treinta y seis años, era un hombre fornido de cabello rubio que solucionaba los remolinos de su pelo rapándose la cabeza y mantenía a raya su barrigón bebiendo Coca-Cola light. El trabajo al aire libre y su tez pálida hacían que tuviera el rostro constantemente enrojecido y lleno de pecas. La opinión general de los habitantes de Chandler Grove era que realizaba su cometido «satisfactoriamente». Al ser de la misma ciudad, era perfecto para la comunidad. De hecho, no le habrían cambiado por Sherlock Holmes.

En un condado rural pequeño, donde todo el mundo se conoce, el cumplimiento de la ley se convierte en un asunto personal. Los votantes querían una figura paternal, y uno de los mayores méritos de Rountree había sido precisamente darse cuenta de ello y colmar esa necesidad.

Recordaba el día en que dispararon a Floyd Rogers en el aparcamiento del café Brenner's. No tenía mucho misterio. Media docena de personas vieron cómo la furgoneta roja de Wayne Smith abandonaba el escenario del crimen, y todo el mundo sabía que Smith había estado alternando con Pearl Rogers.

– ¿Que el novio ha disparado al marido? -dijo Rountree cuando lo llamaron-. Se supone que es al revés. ¿O es que no ven la televisión?

Rogers se encontraba en estado crítico en el hospital del condado, y tenían que detener a Smith antes de que algún familiar de Rogers decidiese ocuparse personalmente del asunto. Wyatt Earp habría reunido un montón de hombres; Wesley Rountree prefirió utilizar el teléfono, y marcó el número de la granja de Wayne Smith.

Después de que sonara seis veces, contestó el propio fugitivo.

– ¿Wayne? Soy Wesley Rountree. ¿Cómo estás? ¿Se va a curar ese ternero? Bueno, me alegro. Oye, Wayne… tenemos un pequeño problema. Tengo entendido que le disparaste a Floyd Rogers hace poco. ¿Qué? Bueno, la verdad es que él mismo me lo dijo. Aún no había perdido el conocimiento cuando llegó el equipo de salvamento. ¿Cómo dices? ¿Muerto? No, pero está en el hospital, y su estado es bastante grave, aunque creo que saldrá de ésta. Y Pearl nos va a volver locos a todos. Al parecer cree que va a haber un tiroteo o algo por el estilo. ¿Qué? Bueno, ya se te ha pasado un poco la borrachera, ¿no? Ya me lo parecía. Oye, Wayne, tenemos que hablar. Tienes que venir para acá a ver si solucionamos esto. No, no hace falta. Ya pasaré yo a buscarte. Tú espérame ahí, ¿vale? Tal vez debieras traerte algunas cosas, por si tenemos que retenerte aquí unos días: la maquinilla de afeitar, unos calzoncillos… ese tipo de cosas. Tú espérame en el porche, ¿de acuerdo? Muy bien. Tardaré unos veinte minutos. Tú tranquilo, Wayne. Hasta ahora.

Caso cerrado. Floyd Rogers se recuperó, y Bryce consiguió que Wayne Smith quedara en libertad condicional durante dos años. Así Rountree no perdió ningún voto.

Cuando le comunicaron la noticia de que alguien había fallecido en la mansión de los Chandler, Rountree anotó todos los detalles con el corazón en un puño.

– Por favor, Señor -murmuró-, que sea un accidente, o se armará una buena.

– ¿Qué pasa, Wes? -preguntó su ayudante, Clay Taylor.

Rountree le lanzó una mirada severa. Taylor, era licenciado en derecho aplicado por la universidad local, llevaba unas gafitas sin montura, y tenía la extraña idea de que un policía era un asistente social.

– Creo que tenemos un homicidio -gruñó Rountree-. En casa de los Chandler.

Clay Taylor emitió un leve silbido. No se daban muchos casos relacionados con la clase alta del condado, tan sólo intrusos en propiedades privadas y pequeños robos.

– ¿El viejo? -preguntó.

– No. La hija. La han encontrado en una barca, en el lago. Causa de la muerte indeterminada. Será mejor que vayamos para allá.