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– Muy bien, Wes. ¿Quieres que llame al forense?

– ¡Serás gilipollas, Taylor! Es el doctor Chandler. ¿Por qué coño te crees que estoy preocupado? ¡Es uno de los sospechosos!

Cuando sucede una desgracia, ¿cómo es que la gente no ha intuido que podía ocurrir? ¿O acaso se muestran sorprendidos porque es lo que se espera de ellos? Cuando Charles apareció en la puerta pidiendo a su padre y a su abuelo que bajaran al lago, Elizabeth pensó enseguida que Eileen había muerto. Tal vez se había ahogado (le vinieron imágenes a la cabeza de la descripción que había hecho Geoffrey de ella como una Ofelia de Vogue), o quizás estuviese tendida en el suelo junto a su caballete tras haber sufrido un ataque al corazón. Aun así, si alguien le hubiese preguntado más tarde qué había creído que le pasaba a Charles, habría respondido que no tenía ni idea. Y a lo mejor hasta se lo habría creído ella misma, porque cuando la gente parecía alterada por algo, siempre imaginaba lo peor, y casi siempre se equivocaba. Casi siempre… pero no esta vez.

Nadie hizo el menor caso de las órdenes del doctor Chandler y el abuelo de que permanecieran en casa. De hecho, Amanda salió a la cabeza del grupo, mientras los demás la seguían a una distancia respetuosa, murmurando entre sí.

Charles le hablaba a su padre en voz baja y en un tono de preocupación.

– No sé, no la encuentro -Elizabeth le oyó decir-. Pero estoy seguro de que le ha pasado algo.

Elizabeth se tranquilizó. «Falsa alarma -pensó-. Otra dramatización de los Chandler. Eileen saldrá paseando del bosque con un ramo de margaritas en la mano y se preguntará a qué viene todo este follón. Y todos la colmarán de atenciones, mencionando nuevamente los "nervios de la boda".» Empezaba a ser un fastidio.

Cuando llegaron al lago, aún no había ni rastro de Eileen.

Como si le hubiese leído el pensamiento a Elizabeth, Geoffrey se adentró en el bosque, llamando a Eileen. Amanda se dirigió con paso resuelto hacia el caballete, que se hallaba a poca distancia de la orilla. El lienzo no estaba.

– ¡Robert! -gritó-. ¡El cuadro ha desaparecido!

– A lo mejor se lo ha llevado para enseñárselo a alguien -sugirió Elizabeth. Amanda no la escuchó.

Elizabeth llegó a la conclusión de que a Eileen no le había pasado nada. Su prima sabía que saldrían todos a buscarla, y había querido asegurarse de que no vieran su obra.

El abuelo cogió a Charles del brazo y señaló hacia el lago.

– ¿Qué hace eso ahí?

En medio del agua, apenas a flote, había un bote de remos semipodrido. Llevaba varios años abandonado entre los juncos, y una lancha de fibra de vidrio azul ocupaba su lugar en un viejo cobertizo que había en la orilla occidental del lago. La desvencijada batea se había soltado de sus amarras y había logrado mantenerse a flote el tiempo suficiente para llegar hasta allí.

– Vamos por la lancha -dijo Robert Chandler en voz baja.

Él y Charles se encaminaron hacia el cobertizo haciendo caso omiso de Amanda, que exigía saber a qué venía todo aquello, y de Shepherd y Satisky, que se ofrecieron a ayudarles.

– Pero si está en el bote, es que está bien -dijo Elizabeth en voz alta-. Es imposible ahogarse en un bote.

– ¿Por qué pierden el tiempo? -preguntó Satisky-. Ya se ve que no hay nadie en la barca.

El doctor Shepherd lo corrigió con una ligera tos.

– Nadie… sentado.

Las implicaciones de dicha observación les dejó a todos sin habla, y se pusieron a contemplar en silencio cómo Charles y el doctor Chandler desataban la lancha y tiraban de la cuerda para arrancar el motor. Tardaron unos minutos en alcanzar el viejo bote, y el doctor Chandler asomó la cabeza.

– La han encontrado -dijo el capitán Abuelo.

Echaron a andar lentamente hacia el cobertizo y llegaron al pequeño muelle al mismo tiempo que las embarcaciones. El doctor Chandler les indicó con la mano que se apartaran, como si estuviese parando un golpe, pero no había más que mirar al interior del bote mojado para ver lo que habían encontrado.

– ¿Le traigo el botiquín, señor? -preguntó Shepherd.

Chandler vaciló un momento, y luego asintió con la cabeza. Estuvo a punto de decir que no serviría de nada, pero había que mantener cierta formalidad, como siempre. Shepherd echó a correr hacia la casa.

Geoffrey, que había salido del bosque justo cuando arrancaba la lancha, fue a reunirse con los demás en el embarcadero y se abrió paso a codazos entre Elizabeth y Satisky.

Eileen Chandler yacía en el fondo del bote como si hubiese caído de espaldas, con las piernas abiertas y un brazo echado hacia atrás por encima de la cabeza. Los dos dedos de agua que cubrían el fondo chapoteaban suavemente contra su bata de pintor y convertían su cabello en algas oscuras y lacias que flotaban alrededor de los hombros. Tenía una expresión sosegada en el rostro. De no ser por su palidez y el aspecto plastificado que había adquirido su piel, podría haber estado dormida. Tenía los ojos cerrados y los labios ligeramente separados, como si fuese a bostezar y a desperezarse en cualquier momento. Sin embargo permanecía inmóvil, demasiado inmóvil para respirar.

Nadie dijo nada. Amanda Chandler se agarró al abuelo como si temiese caer al agua, mientras Charles y el doctor Chandler amarraban las barcas. Elizabeth no pudo evitar mirar a Michael Satisky, que contemplaba boquiabierto la figura sin vida tendida en el fondo del bote, indiferente a cuanto acontecía a su alrededor. Por fin se arrodilló tembloroso en el suelo e, inclinándose sobre el cuerpo inerte de Eileen, dijo con voz ronca:

– Tiene un rostro precioso; que Dios, en su misericordia, le conceda la gracia. Y Geoffrey se echó a reír.

Tras tomar la última curva con su Datsun blanco, Wesley Rountree lanzó una mirada feroz a las dos casas que se erigían frente a él.

– ¿Has visto ese mamotreto? -comentó con un bufido de desprecio.

Clay Taylor asintió con un gruñido sin levantar la vista de su manoseada copia de Anatomía de una revolución. El castillo era conocido por todos en el condado, de modo que ya no valía la pena alterarse por él. Incluso con el uniforme caqui, Clay lograba parecer un disidente social. El rizado cabello castaño era como una masa de zarzas, y bajo las gafitas de montura metálica su rostro siempre mantenía una expresión dulce. Sus amigos, que dirigían tiendas de cerámica o trabajaban con gente de escasos ingresos en programas de asistencia social, siempre se mostraban sorprendidos al enterarse de su profesión. Él mismo la consideraba una manera más de trabajar por los pobres, y hacía todo lo posible por mantener el orden en todo momento. Cuando compraba comida con dinero de su bolsillo para dárselo a los trabajadores inmigrantes, solía decir que así «prevenía el robo en las tiendas», y bromeaba añadiendo que en realidad era una forma de ahorrarse trabajo más adelante. Si bien era implacable con los turistas que rebasaban los límites de velocidad y con los gamberros adolescentes de clase media, consideraba quedos delitos de los pobres eran síntomas de un crimen aún mayor del que ellos eran las víctimas. Aunque jamás dejaba escapar a un delincuente intencionadamente, hacía todo lo posible por utilizar «medidas preventivas», como mantener buenas relaciones con los trabajadores inmigrantes o pedir a sus amigos de los servicios sociales que ayudasen a los necesitados antes de que su situación fuera realmente desesperada. Al parecer, sus esfuerzos por prevenir la delincuencia surtían efecto: en los últimos dos años, el número de robos del condado había descendido en un cinco por ciento, mientras que el del condado vecino había aumentado en ese mismo porcentaje. Él se lo tomaba como una especie de tributo, aunque si alguien le hubiera preguntado sobre el tema, habría respondido que se trataba de una pura coincidencia, lo cual podría muy bien ser el caso.