En teoría, el ayudante Taylor y el sheriff Rountree eran enemigos ideológicos, puesto que cada uno representaba todo aquello que el otro más detestaba. Sin embargo, en la práctica se llevaban bastante bien. Aunque Rountree se mofaba de los manifestantes de izquierdas que aparecían en las noticias de las seis, reconocía que tenía un asistente bastante aceptable, y solía decir que no se podía censurar a un hombre por ser amable con la gente. Taylor, por su parte, quien se imaginaba el sistema como un viejo gordo, de lenta dicción y vestido con un traje blanco (aunque nunca hubiese visto uno), clasificaba generosamente a su jefe como una herramienta del sistema, bienintencionada pero ignorante. De vez en cuando se esforzaba por hacerle ver los errores que cometía, pero sin resultados notables, hasta el momento.
– Esa casa debió de costar un dineral -observó Rountree con una leve sonrisa.
Clay lanzó un suspiro.
– Supongo que esperas que diga que no es justo que una persona tenga tanto dinero cuando los aparceros duermen cinco en una misma habitación.
Rountree frunció el entrecejo al ver con qué facilidad Clay había detectado el cebo que le había puesto.
– Sólo pretendía charlar un poco -se apresuró a decir-. ¿Le dijiste a Doris que llamara a la policía del Estado?
– Sí, pero no me dijiste para qué. Ni siquiera hemos visto el cuerpo, Wes. Puede que se ahogara.
– Bueno, de todas formas tenemos que asegurarnos. Dicen que la encontraron en un bote. ¿Te suena eso a ahogamiento? En fin, el caso es que cuando la víctima es la hija del forense, no veo qué otra cosa podemos hacer salvo buscar ayuda exterior. Ojo, no es que no me fíe del doctor. Es un hombre estupendo, pero en la encuesta judicial quedará mejor si otra persona expone los hechos.
Taylor asintió con la cabeza.
– De todos modos, creo que los médicos no tratan a sus propios familiares. Yo por lo menos no podría. ¿Qué van a hacer?
– ¿Quién? ¿La policía del Estado? Aquí haremos el trabajo rutinario de laboratorio, como siempre, y luego mandaremos el cadáver al laboratorio del Estado para que le hagan una autopsia. Has traído el equipo, ¿verdad?
– Sí. Está en el maletero.
Rountree detuvo el coche frente a la mansión de ladrillo rojo y dijo:
– Voy a entrar un momento a decirles que estamos aquí. Tú ve yendo hacia el lago.
Wesley Rountree se enderezó la pistolera, se ajustó el sombrero de color canela y se encaminó hacia la puerta: Ya había trabajado antes con el doctor Chandler en los inevitables casos de defunciones del condado: personas ahogadas en verano, naufragios y accidentes de caza; pero nunca en un asesinato. El doctor era un hombre tranquilo y competente, con quien resultaba muy fácil trabajar. Sin embargo, Rountree no sabía a qué atenerse esta vez, al tratarse de un caso tan personal.
La familia Chandler se había reunido en la biblioteca como indicara el abuelo, quien montaba guardia sirviendo café y atajando severamente cualquier posible ataque de histeria.
Charles y el doctor Chandler se habían quedado en el lago a esperar al sheriff, dejando al viejo a cargo de la familia.
– Alguien debería llamar a Louisa -insistía Amanda mientras señalaba inútilmente hacia el teléfono.
– Todavía no -gruñó el abuelo-. Ya tengo bastante contigo. No pienso hacerme cargo de dos mujeres histéricas. ¿O es que quieres que la interroguen a ella también?
Amanda replicó entre sollozos que no podía pensar en semejantes cosas, pero que era necesario llevar a cabo ciertos arreglos.
– Ya la llamaré yo más tarde, Amanda; y a Margaret también, si quieres. ¡Y ahora cálmate, por favor!
Amanda se enjugó las lágrimas y miró a su alrededor.
– ¡Doctor Shepherd! Me gustaría que me recetara un calmante.
Shepherd, que se encontraba en un rincón conversando en voz baja con Elizabeth, alzó la mirada al oír su nombre.
– ¿Cómo dice, señora Chandler?
Amanda repitió su petición como si fuese una orden, pero Shepherd negó con la cabeza y dijo:
– Lo siento. Usted no es mi paciente. Ya sabe, la ética profesional…
Amanda se ofendió.
– Mire, joven, creo que ante una desgracia como ésta, su instinto médico le obliga…
– ¡Tía Amanda! -la interrumpió Elizabeth-. Hay coñac en el comedor. ¿Quieres que te traiga un poco?
– Sí. Gracias, Elizabeth.
– No, no creo que sea conveniente -dijo Geoffrey rápidamente-. Tenemos que ser valientes. ¿Quieres más café, mamá?
– Ojalá supiera qué debo hacer -susurró Elizabeth a Shepherd.
– Es completamente normal no saber cómo actuar en una situación así -le contestó él-. Tú intenta no crear más problemas de los que ya hay.
– Al menos me gustaría poder hacer algo por él -dijo señalando al desconsolado novio, que estaba acurrucado en la butaca pasando metódicamente las páginas del Oxford Book of Verse.
El doctor Shepherd frunció el ceño.
– Ya lo sé, pero si intentas hablar con él, se verá obligado a pensar en algo que decir, y a algunas personas les supone un verdadero esfuerzo mostrarse afligidas. Sería mucho más caritativo por tu parte que lo dejaras en paz.
– ¿Mostrarse afligido? -se sorprendió Elizabeth-. ¿No cree que está realmente afectado?
Wesley Rountree abrió la puerta, con el sombrero en la mano.
– Buenas tardes a todos. Capitán, señor, siento mucho lo ocurrido. -Miró a su alrededor con aire incómodo, avergonzado de su propia serenidad en medio de una habitación en la que se respiraba una gran tensión, y tal vez dolor-. ¿Está el doctor Chandler con el… em… en el lago?
El abuelo dejó a un lado su taza de café y le estrechó la mano al sheriff.
– Permítame que le acompañe, señor, y mientras le contaré lo que sabemos. Por aquí, por favor. -Se volvió hacia su hija, que estaba sentada en el sofá retorciendo un pañuelo-. Amanda, tú quédate aquí. No hagas nada hasta que volvamos. -No esperó una respuesta.
Wesley Rountree se adelantó y dijo a los demás:
– No se muevan de aquí, si me hacen el favor. Volveré enseguida a tomarles declaración. -Se marchó cerrando la puerta.
– No se puede decir que haya sido brusco, pero ¡qué radicalmente profesional! -comentó Geoffrey.
– Robert Frost -dijo Satisky sin levantar la vista del libro.
Amanda Chandler se puso en pie con aire majestuoso.
– Me Voy a mi habitación -anunció lanzando una mirada feroz hacia la butaca-. Cuando vuelva el señor Rountree, decidle que tal vez esté en condiciones de verle mañana.
– Creo que voy a llamar a mis padres -murmuró Elizabeth.
– Mejor esperes a que sepamos algo más -sugirió Shepherd-. No harás más que preocuparles sin poder decirles nada con seguridad. Y recuerda que aún no te vas a poder marchar.
Elizabeth suspiró.
– ¿Hay alguna hoja de papel en ese escritorio?
Wesley Rountree contempló el pequeño cuerpo tendido en el fondo del bote. Tras un silencio respetuoso de varios minutos, dijo en voz baja:
– No sabe de qué murió, ¿verdad, doctor?
Robert Chandler hizo un gesto de negación con la cabeza.
– No hemos tocado nada… bueno, sólo la he tocado yo para confirmar que… -Volvió la cara.
– Ha hecho bien -le aseguró Rountree-. Y en cuanto Clay tome algunas fotografías, la sacaremos de aquí. ¿Quiere volver a la casa?
– No, no. Prefiero quedarme aquí -replicó el doctor-. Estaba a punto de casarse, ¿sabe? El sábado que viene.
– Una chica muy guapa -dijo Rountree con educación-. Es una verdadera lástima. No tiene por qué hablar de ello ahora, doctor Robert. Clay y yo tenemos que hacer algunas labores rutinarias; tomar notas, medir, ya sabe, lo de siempre. Tengo entendido que estaba pintando. ¿Ése es el caballete?
– Sí. Tampoco lo hemos tocado. -Se enderezó para mirarlo y sacudió la cabeza-. No entiendo cómo ha podido suceder una cosa así. Nunca utilizamos este bote. A Eileen ni siquiera le gustaban los barcos.