Sin levantarse de la silla giratoria, Rountree se acercó a su mesa y comenzó a revolver un montón de papeles. Utilizaba lo que Clay solía llamar un sistema de clasificación arqueológico: los documentos que estaban más arriba eran los más recientes. Aunque, después de un buen rato, casi siempre encontraba lo que buscaba. Los papeles realmente importantes, como los mandamientos judiciales, los guardaba bajo un pisapapeles de bronce en forma de esfinge. Rountree había heredado la mesa del anterior sheriff, Miller, que ocupó ese puesto durante treinta años. «No pienso cambiar nada, excepto el calendario», declaró Rountree al hacerse con el despacho. Ello le daba una sensación de continuidad con el pasado, como si en cierto modo Nelse Miller todavía estuviese por allí, apoyándole.
– ¿Has mirado el correo de hoy? -preguntó Rountree.
– Doris siempre lo deja sobre tu mesa -repuso Clay sin dejar de teclear.
– Me lo temía -suspiró Rountree.
Rebuscó en otro montón de papeles y sacó un pequeño fajo de cartas Hadas con una goma roja.
– Debe de ser esto -murmuró, ojeándolas-. Las rebajas de la ferretería, la factura de la luz, algo de la universidad… -Abrió el sobre amarillo y le echó un rápido vistazo-. Ya están mandando publicidad para los cursos de otoño.
– Sí, yo también la he recibido -dijo Clay-. Debo de figurar en la lista de envío desde que hice el curso de submarinismo.
– ¿Y no te apetecería matricularte en otro? Aquí hay uno que le vendría de maravilla a un ayudante de sheriff.
– Ah, ¿el de judo? Ya lo había pensado.
– No, ése no -replicó Rountree deslizando el dedo por la página-. Me refiero a éste: taquigrafía para principiantes. -Taylor, ofendido, levantó la vista de la máquina de escribir-. Venga, tienes que reconocerlo. Te pasas más tiempo tomando notas que peleando.
– Eso no quiere decir que me guste -dijo Clay.
– Pero te sería muy útil. ¿Qué estás escribiendo ahora?
– Las notas del caso Chandler. He pensado que te gustaría verlas.
– Tienes toda la razón. No estoy acostumbrado a este tipo de gente y estoy totalmente desconcertado. Piensa en los casos que tenemos normalmente. Cuando Vanee Wainwright se emborracha y empieza a armar follón, ¿adónde va?
– A la caravana de su ex mujer -replicó Clay al instante.
– Exacto. Y cuando desaparece del instituto la estatua del pionero, ¿adónde vamos a buscarla?
– Al instituto de Milton's Forge.
– Exacto. ¿Te acuerdas de cuando la encontramos en el campo de rugby? Pero este caso es absolutamente excepcional.
– Sí, creo que nos llevará algún tiempo.
– Esto me recuerda -dijo Wesley cogiendo el teléfono y la guía que guardaba debajo del mismo, para tenerla a mano- que mañana tú y yo estaremos fuera todo el día, así que voy a llamar a Doris para que venga al despacho.
– ¿Un sábado? -exclamó Clay con un silbido-. No te acerques demasiado el auricular al oído.
– Y de paso voy a llamar a Hill-Bear [2] Melkerson -añadió Rountree sin escucharle-, para que salga a patrullar con el coche mientras tú y yo investigamos el caso. -Empezó a marcar el número-. Hola, me gustaría hablar con Hill-Bear. Soy el sheriff Rountree.
Cuando la gente oía semejante nombre, esperaba encontrarse con un indio americano. Sin embargo, Hill-Bear era un anglosajón achaparrado y fornido que había adoptado ese apodo en la clase de francés del instituto de Chandler Grove. Hasta entonces se le conocía como Hilbert, nombre que debió de soportar durante diecisiete años, aguantando las bromitas de sus compañeros de clase. Pero todo cambió cuando comenzó a estudiar francés. El primer día de clase, la profesora asignó a cada uno de sus alumnos nombres franceses: John se convirtió en Jean, y Mary en Marie. Cuando le llegó el turno a Hilbert, la maestra le dijo que al tratarse de un nombre francés, lo único que cambiaría sería la pronunciación: «Hill-Bear». A Hilbert Melkerson le gustó tanto cómo sonaba este nuevo apodo que insistió en que lo llamaran así en adelante. Para entonces ya era un delantero del equipo de fútbol universitario de ciento cinco kilos de peso, de modo que se salió con la suya fácilmente, convirtiéndose en Hill-Bear.
– Hill-Bear, ¿eres tú? -Rountree se sujetó el teléfono con el hombro para poder tomar notas en un bloc-. Yo estoy bien, ¿y tú? Me alegro. Oye, Hill-Bear, te necesitamos para mañana, si eso no altera demasiado tus planes. Bueno, sólo que patrulles un poco las calles. Doris se quedará de guardia aquí en la oficina. No, no voy a tomarme el día libre. ¿Que si me voy a pescar? Ojalá. No, ha sucedido algo bastante grave en la mansión de los Chandler, y Clay y yo nos vamos a investigar un poco. No, no les han robado. Oye, Hill-Bear, no me gusta hablar de esto por teléfono. Ya te lo contaré todo mañana. Muy bien. Sobre las ocho. Vale, adiós.
– ¿Le va bien? -preguntó Clay.
– Sí. Vendrá a las ocho de la mañana. -Rountree hojeó un archivador de tarjetas metálico que había junto al teléfono y agregó-: Hill-Bear es buen tío. Siempre se puede contar con él.
Hill-Bear Melkerson no era un empleado a tiempo completo del «departamento del sheriff, como Taylor. Tan sólo trabajaba cuando requerían sus servicios, siempre que no estuviese ocupado en la fábrica de papel de Milton s Forge, que era su empleo habitual. Solía vigilar el aparcamiento durante los partidos de fútbol del instituto de Chandler Grove o en la feria del condado, y sustituía a Rountree o a Taylor cuando ellos se tomaban días libres. También les era de gran ayuda para patrullar las calles en Noche Vieja, pues nadie estaba tan borracho como para enfrentarse a Hill-Bear.
– Será mejor que llame a Doris -dijo Rountree de mala gana-. La verdad es que odio tener que pedirle que venga mañana.
– Dudo que te sepa tan mal fastidiarle el fin de semana, Wes.
– No, no es eso. Es que si se lo pido, querrá saber por qué, y si se lo digo, al día siguiente ya lo sabrá todo el condado.
Geoffrey llevaba varios minutos haciendo bocadillos de atún en el silencio más absoluto. Elizabeth aún no había hablado con él, en parte porque estaba muy preocupada, y en parte porque no sabía qué decirle. Cualquier expresión de condolencia podría provocarle o bien el llanto, o bien un arrebato de ingenio de lo más mordaz, reacciones ambas ante las cuales Elizabeth no sabría cómo reaccionar. Hasta ese momento se había limitado a decir lo imprescindible: «¿Me pasas la mayonesa?», «¿Hay más pan?», mientras se dedicaba a repasar mentalmente los acontecimientos del día intentando sacar algo en claro.
Miró de reojo a Geoffrey, que seguía preparando los bocadillos como un autómata y le preguntó:
– ¿Crees que será suficiente?
– ¿Cómo? Ah, sí, supongo que sí. Yo no voy a comer nada. ¿Y tú tienes hambre?
– Sólo un poco -repuso Elizabeth, aunque en realidad estaba famélica.
Geoffrey colocó el último bocadillo encima de los demás.
– Creo que ya está. Ya no me queda nada más que hacer.
– Oye, Geoffrey, lo de Eileen…
– Voy a llevar la bandeja a la biblioteca -dijo él rápidamente-, y luego me iré a mi cuarto.
Elizabeth guardó el pan y la mayonesa, y se quedó un rato limpiando la cocina, a pesar de que Mildred se encargaría de hacerlo por la mañana. Pero necesitaba mantenerse ocupada. No sabía muy bien por qué le apetecía tan poco reunirse con los demás en la biblioteca, posiblemente porque se sentía como una intrusa. Tanto el dolor de Geoffrey como el acérrimo autocontrol de los demás hacían que se sintiese incómoda. Si bien le resultaba imposible fingir, le parecía una falta de respeto hacia la familia el no mostrarse afectada en absoluto. Lo mejor que podía hacer era encerrarse en su habitación, pero necesitaba hablar con alguien, pues tenía la sensación de que si hablaba en voz alta de lo sucedido se aclararían las cosas. Siguió reflexionando mientras enjuagaba el bol del atún y lavaba los cuchillos.