Al cabo de un momento, Alban apareció en el vestíbulo en penumbra, vestido con unos vaqueros gastados y un jersey rojo, que le daban un aspecto incongruente en semejante entorno.
– ¡Elizabeth, qué agradable sorpresa…! ¿Qué te pasa? ¿Estás llorando?
Sin esperar una respuesta, la llevó a su estudio y la sentó en el canapé de terciopelo.
– Y ahora relájate y respira hondo -le dijo-. ¡No digas nada! -Sacó una taza y un platito del aparador, y colocó unas cucharillas y unas servilletas en una bandeja.
– ¡No me des un café, por favor! -le suplicó Elizabeth-. Llevo todo el día bebiendo una taza tras otra. -Se le quebró la voz al terminar la frase.
– Te estoy haciendo té -repuso Alban mientras llenaba de agua una pequeña tetera de porcelana-. Es imposible llorar y beber al mismo tiempo. Es un hecho científico. Así que primero vas a beber algo, y luego ya me contarás qué ocurre.
Cogió la bandeja y la dejó sobre la mesita de mármol que había junto al canapé.
Elizabeth tomó unos sorbitos de té y se reclinó contra los cojines para intentar relajar los músculos. En cierto modo le sorprendió ver que, en lugar de continuar pendiente de ella, Alban se servía una taza de té, se acercaba a su mesa de trabajo y se ponía a examinar un talonario de cheques y un informe del banco.
Elizabeth se lo quedó mirando y pensó en lo poco que se parecían entre sí los primos, por lo que los genes de los Chandler debían de ser recesivos. En efecto, físicamente había un poco de todo: Bill MacPherson era alto y rubio; Alban parecía tener sangre escocesa e irlandesa, pues era el típico celta bajito y de buen ver, con tez muy pálida, cabello oscuro y fríos ojos azules. Eileen, con su pelo castaño, era un término medio entre los dos, aunque se parecía más a Alban y a Geoffrey, los celtas morenos de la familia. «Los highlanders del clan MacPherson me darían la razón», pensó Elizabeth, y sonrió por primera vez en muchas horas. Justo en ese momento, Alban alzó la vista y le devolvió la sonrisa.
– ¿Se encuentra mejor, bella dama?
– Todo lo bien que se puede estar en estas circunstancias -replicó Elizabeth-. Tengo malas noticias, Alban.
Ante su apremiante tono de voz, Alban dejó de sonreír y le preguntó:
– Dime, ¿qué sucede?
– ¡Eileen ha muerto! Creen que ha sido un asesinato, y ha venido el sheriff y…
– Espera un momento. Ya te estás alterando otra vez. Toma un poco de té.
Elizabeth cogió su taza y dio un buen sorbo. Respiró hondo para tranquilizarse y empezó a contarle los acontecimientos del día hasta la llamada del sheriff confirmando la hipótesis del asesinato.
– … me lo ha dicho el abuelo hace un momento, y me ha pedido que viniese a decírtelo. Fuera estaba muy oscuro y, cuando me encontraba a mitad de camino, me he dado cuenta de que el asesino podría estar por aquí. Entonces me ha entrado el pánico, y cuando has abierto la puerta… ¡nunca me había alegrado tanto de ver a alguien!
Pero Alban ya no escuchaba. Tenía la mirada fija en la alfombra, como si estuviera solo.
– ¿Alban? -dijo Elizabeth tocándole el hombro-. ¡Alban!
– ¿Cómo lo saben? -murmuró.
– ¿El qué?
– Que la… que alguien la metió en el bote. ¿Cómo pueden saberlo?
Aunque Alban volvía a mirarla a la cara, estaba tan absorto en sus pensamientos que no le prestaba atención. Ligeramente ofendida, Elizabeth respondió:
– Bueno, el informe del laboratorio dice que la golpearon en la cabeza. Pero al parecer piensan que fue una serpiente la que la mató. ¿Crees que el asesino sabía que había una serpiente en la barca?
Alban sacudió la cabeza, indiferente a la pregunta.
– Pobre Eileen. ¿Sabes? Cada año la señorita Brunson, del instituto, trae aquí a su clase cuando estudian Macbeth.
Elizabeth asintió, preguntándose qué tendría que ver eso con Eileen.
– Yo les enseño el castillo, aunque poco tiene en común con Escocia, y, bueno, este año hasta me pidió que les leyera el soliloquio de «Mañana». -Sonrió al imaginarse en lo alto de la escalera citando a Shakespeare ante una treintena de adolescentes inquietos-. Empecé por el verso que dice: «Un día u otro había de morir.» Eso es lo que me ha sugerido lo de Eileen… «Un día u otro había de morir.»
– Ya.
– ¿Cómo lo llevan? -preguntó Alban.
Elizabeth frunció el entrecejo.
– Bueno, cada uno a su manera, pero en general guardan bastante bien las apariencias.
– ¿Crees que hay algo que yo pueda hacer?
– Seguramente el sheriff querrá hablar contigo mañana. Y podrías intentar mantener ocupado a Satisky. Está pesadísimo, agobiando a todo el mundo con un montón de citas. De hecho, cuando encontramos el cuerpo de Eileen, se puso a recitar poesía, trozos de La dama de Shalott, de Tennyson.
– ¿Y reconociste lo que era?
– No, me lo dijo Geoffrey más tarde. Pero me pareció una falta de delicadeza que se pusiera a citar literatura. Ah, otra cosa que podrías hacer, Alban, es decírselo a tu madre…
– ¿Decirme qué? -Louisa, ataviada con una bata de color malva, apareció en el umbral de la puerta con una sonrisa en los labios-. ¡Oh, habéis hecho té! ¡Estupendo!
Alban le dio una taza y ella misma se sirvió.
– Y bien, ¿qué sucede? -preguntó.
– Me temo que son malas noticias, mamá.
– Bueno, ¿me lo vais a decir o no?
Se lo contaron de manera confusa y, dentro de lo posible, diplomática. Louisa, sin embargo, quería saber todos los detalles.
– ¿Quién creéis que lo hizo? -preguntó con gran interés-. ¿Ya han llegado los trabajadores inmigrantes?
– ¡Mamá, por favor!
– Bueno, ¿quién si no podría haber sido? ¿Ese muchacho tan tímido con el que se iba a casar? No veo por qué iba a hacer una cosa así. No es que Eileen le fuese infiel, como…
– ¡Mamá, ya se encargará el sheriff de investigar! -dijo Alban con brusquedad-. Deberíamos pensar en cómo podríamos ayudar a tío Robert, ¿no te parece?
– Sí, Alban -repuso Louisa en un tono más calmado-. Es una verdadera lástima. Eileen deseaba tanto ser feliz. No creo que lo hubiese sido con ese jovencito, pero al menos se merecía una oportunidad. -Fue hasta la mesa y se puso a arreglar unas rosas que había en un jarrón de cristal-. ¿Por qué será que cada vez que Amanda y yo organizamos una boda, sucede alguna desgracia? Por cierto, ¿cómo está Amanda?
– Se metió en su habitación y todavía no la hemos vuelto a ver -contestó Elizabeth.
– Muy típico de ella. Oh, Dios mío, Alban, ¿no crees que las rosas blancas ya están un poco pasadas? ¿Deberíamos poner sólo las rojas?
Elizabeth se puso de pie y le susurró a Alban:
– Creo que ha llegado el momento de marcharme.
– Como quieras. Te acompaño a la puerta.
– ¿Sólo hasta la puerta?
– Será mejor que me quede con mi madre. ¿Por qué? ¿Tanto miedo tienes? -Entonces sonrió y le dio una palmadita en el hombro-. No te pasará nada, prima Elizabeth, siempre que no te acerques a ningún bote. Bueno, ¿de verdad quieres que te acompañe?
– No -murmuró Elizabeth-. Supongo que no.
Se apresuró a darle las buenas noches y cruzó a paso ligero la carretera oscura. Para cuando volvió a pensar en posibles asesinos al acecho, ya se encontraba en la entrada de la mansión de los Chandler. Le habían dejado la luz del porche encendida y la puerta no estaba cerrada con llave. La cerró haciendo el menor ruido posible y echó a andar de puntillas por el vestíbulo.
– ¿Eres tú, Elizabeth? -la llamó una voz.
Se asomó por el pasillo y vio que la luz de la cocina estaba encendida.
– ¿Geoffrey? -dijo en voz baja.
– No. Soy yo, Charles. Estoy comiendo unas galletas. ¿Quieres?
Estaba sentado a la mesa de la cocina ante un vaso de leche y un plato de galletas de chocolate.