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– Es el típico liberal que se las da de «afro». Tiene acento de Nueva Jersey, estudia literatura inglesa, y yo diría que se está especializando en citar a autores sin antes haberlos analizado.

– Parece que estés hablando de ti. Me da la impresión de que no te cae mal por Eileen, sino por alguna oscura razón literaria. Pero ¿crees que está enamorado de verdad?

– Es difícil de saber. Todos los chicos que Eileen ha traído a casa la han pedido en matrimonio. Siempre pensamos que era por la casa. Les pescábamos por los pasillos contando los cuartos de baño.

– Supongo que no te apetece nada la boda.

– «Sería más apropiado decir que semejantes bodas no se celebran, sino que se ejecutan» -recitó Geoffrey.

– ¿Es de tu obra?

– Sí. Me encanta Ferdinand. A veces dice cosas muy inteligentes.

Tomaron la última curva de la carretera.

– Bueno -suspiró Elizabeth-, estoy segura de que todo… ¡Dios mío! ¿Qué es eso?

– Sabía que debería haberte avisado -dijo Geoffrey en tono apenado.

CAPÍTULO 02

La mansión de los Chandler era una austera estructura de ladrillo georgiano de al menos un siglo de antigüedad, que parecía la versión arquitectónica de un toro Hereford. Los propietarios originales la utilizaron como residencia y como local comercial. Si bien era posterior a la Guerra de Secesión, en el condado era considerada un edificio excepcional, y cuando el periódico semanal de Chandler Grove publicaba el número de Navidad, solía pedir recetas a Amanda a modo de ejemplos de la cocina de la clase alta. Amanda siempre accedía y copiaba concienzudamente unas cuantas recetas de pasteles de los números antiguos de Ladies Home Journal. Ella nunca intentaba cocinarlas, pero el periódico parecía satisfecho.

La casa fue construida por el tatarabuelo de Amanda, Jasper Chandler, poco después de la Guerra de Secesión. La financió con las ganancias de un aserradero fundado por él mismo y que más tarde vendería su nieto, William Chandler, al alistarse en la Marina. Sin embargo William conservó la casa, y allí dejó a su esposa y a sus tres hijas mientras navegaba por distintos océanos.

Años después de la muerte de su tranquila y paciente esposa, William se retiró a su mansión, donde vivía la mediana de sus hijas, Amanda, con su marido y primo segundo, Robert Chandler, un erudito médico rural. William abandonó la Marina físicamente pero no mentalmente, y dada su costumbre de lucir el uniforme a todas horas y de dirigir la casa como si fuera un destructor, los tres hijos de Amanda (Charles, Geoffrey y Eileen) no tardaron en otorgarle el título de «abuelo capitán». Los hijos de su hija Margaret, Bill y Elizabeth, también le llamaban así, pero Alban, el hijo de su hija mayor, Louisa, le llamaba «el Director», como resultado, sin duda, de la educación privada que recibió a instancias de su madre.

Excepto por la adición de cuartos de baño y de otras comodidades, la casa mantenía prácticamente el mismo aspecto que cuando se construyó. Dada la obsesión de Amanda por las antigüedades, estaba decorada al estilo del siglo diecinueve, en realidad la mayoría de los muebles eran los originales. El reloj de péndulo junto a la escalera lo habían traído de Inglaterra en un buque de vela; y las alfombras persas, los objetos de cobre de Benarés y las figuritas chinas daban fe de las andanzas del capitán Abuelo como marino.

Diseminados por toda la casa había unos cuadros geométricos de estilo moderno que, lejos de reflejar los gustos artísticos de los habitantes de la mansión, respondían a los esfuerzos de Eileen como pintora, aunque sin duda resultaban más interesantes para psicólogos que para críticos de arte. De hecho, más de uno de los médicos que habían tratado a Eileen había pasado varios minutos en silencio examinando las confusas formas púrpuras que flotaban sobre fondos grises.

Eileen los había pintado todos antes de ser internada en Cherry Hill y, en los diez meses que llevaba en casa, no había vuelto a tocar los pinceles hasta que comenzó un cuadro que se negaba a mostrar a nadie, puesto que era el regalo de boda de Michael.

En la casa había varios ejemplos de personalidades diferentes: un pequeño estudio que era el dominio del doctor Robert Chandler; un laboratorio de química para Charles, que accedieron a instalarle en la buhardilla a condición de que no les mandara a todos al otro barrio; y un estudio acristalado en el porche para Eileen.

No obstante, el ejemplo más impresionante de la excentricidad de la familia no se hallaba en la casa de los Chandler, aunque era visible desde todas las ventanas de la fachada.

9 de junio

Querido Bilclass="underline"

Ya estoy en Chandler Grove. Al final he venido en autobús, aunque seguro que había un camino más rápido, tal vez a través del espejo. Por cierto, esto es peor de lo que pensábamos.

Geoffrey me vino a buscar a la estación. Me dio la impresión de que estaba poseído por Noel Coward, aunque ni siquiera eso me preparó para lo que se me venía encima.

Iba yo en el coche de camino a Long Meadows, intentando mantener una educada conversación e imaginando a los hermanos Marx en una versión cinematográfica de este fiasco, con Harpo en el papel de Eileen, cuando, tras doblar la última curva, vi lo que yo esperaba que fuera una alucinación (en realidad ya contaba con tener algunas), pero que resultó ser un monumento a la locura desenfrenada de nuestra familia. Al otro lado de la calle, frente a la sobria mansión georgiana de los Chandler, estaba el mismísimo castillo de Disneylandia, con sus pequeños chapiteles y torreones, y una garita de centinela.

«¡Una copia exacta del grupo arquitectónico original!», pensé al instante, aunque supe de inmediato cuál era la verdadera explicación: Alban.

Dudo que hayas logrado borrar a Alban de tu memoria por completo. Es unos cuantos años mayor que nosotros, así que apenas tuvimos relación con él de pequeños. Yo le recordaba como la pobre víctima de la monomanía de tía Louisa: «¿Estará anémico? ¿Tendrá problemas de adaptación?» ¿Te acuerdas?

Bueno, pues ha heredado el negocio de tío Walter (y afortunadamente a las personas que lo llevan), de manera que vive como un Dios. Descubrió ese castillo cuando fue a Europa con tía Louisa y ha hecho construir una réplica exacta en el prado de los ponis. Ella también vive en él. (Nadie sabe muy bien cómo llamarlo. Geoffrey lo llama «Albania».)

Todavía no he visto a ninguno de los dos. Cuando llegamos a la mansión, le pregunté a Geoffrey si Alban podría estar observándonos desde la torre, tal vez con una ballesta, y él me respondió: «No está en casa. No está izada la bandera.»

Aparte de esto, todo sigue prácticamente igual. En el establo del jardín trasero hay un Ferrari en lugar del poni barrigudo, pero el huerto, el lago y la mansión están tal como los recordaba.

Tía Amanda tampoco ha cambiado.

Cuando entramos en la casa, estaba sentada en el salón de atrás rodeada de un montón de sobres, murmurando: «Tenedores de postre, bandejas, servilletas…» Me redujo al papel de sirviente al instante. «¡Elizabeth! ¡Cuánto me alegro de que hayas venido! Tenemos tanto trabajo con las invitaciones, los regalos y demás. Y por supuesto, no debemos agobiar a Eileen con todo esto. Está pintando.»

Me ha tocado poner las direcciones en las participaciones de boda, y te escribo esta carta en un pequeño descanso que me he tomado. Todavía no he visto a nadie, de modo que aún no puedo darte una descripción completa de todos los horrores. Te la mandaré con las invitaciones de esta tarde. No tardaré en volver a escribirte, porque quiero obligarte a compartir, aunque sea a distancia, tanto sufrimiento como sea posible. Saluda a Milo de mi parte.

Elizabeth, la Chandlicienta

Charles Chandler estaba sentado en la cama hecho un ovillo con un libro de química abierto y un surtido de varillas y bolitas de colores que iba encajando cuidadosamente. Se parecía a su hermano Geoffrey, tal como le habría pintado el Greco: ascético, demacrado y un tanto desaliñado. Estaba totalmente absorto en su labor, con la música a todo volumen.