– ¡Buenos días, Wesley! Ya veo que no paras, ¿eh?
Rountree se enderezó. Marshall Pavlock, director del periódico The Chandler Grove Scout, tenía la mirada entusiasta de quien acaba de descubrir el reportaje principal de su próximo número.
– ¿Tienes un minuto, Wes? -preguntó en tono educado.
Rountree sabía que la noticia saldría a la luz tarde o temprano, de modo que decidió confiar en él. Normalmente Marshall era bastante responsable, puesto que los protagonistas de sus artículos eran también sus vecinos. Cuando detuvieron a Vanee Wainwright por embriaguez y alteración del orden público, omitió todo tipo de detalles, como las patéticas notas que Vanee escribió en las ventanas de la caravana de su ex mujer. La mayoría de los habitantes de Chandler Grove conocían este tipo de detalles mucho antes de que se publicara el artículo, y coincidían en que tales incidentes no tenían por qué aparecer en la prensa. Marshall Pavlock reservaba toda clase de cotilleos para la sección en la que eran más apreciados: las páginas de sociedad. No sólo describía a sus lectores cómo eran los vestidos de la novia y de las damas de honor, sino que puntualizaba quién los había diseñado, quién había hecho la tarta nupcial y, por descontado, quién la había cortado y quién había tenido el placer de degustarla. Tenía reservada media página para este tipo de reportaje sobre la boda Chandler-Satisky, pero ahora Eileen aparecería en otra sección del periódico.
– ¿Qué puedo hacer por ti, Marsh? -preguntó Rountree con una amplia sonrisa.
Marshall se la devolvió.
– Tendrías que haber sido un jugador de póquer, sheriff. Sabes perfectamente lo que quiero. Cuéntame lo de la hija de los Chandler.
Hacía tiempo que Rountree ya no trataba de averiguar el origen de las noticias del condado. Parecía que la gente se comunicara por telepatía. Sin embargo, en este caso descartó la percepción extrasensorial y se decantó por unos cuantos sospechosos: Doris, Jewel Murphy y Mildred Webb.
– ¿Así que ya lo sabes?
Marshall sacó una libreta del bolsillo de su chaqueta.
– Me he enterado de que ayer llevaste el cuerpo al forense y que no está muy claro de qué murió. ¿Me puedes dar un poco más de información? Rountree le echó un vistazo a su reloj.
– Bueno, tengo una cita dentro de unos minutos, así que tendrá que ser muy breve.
– No se suicidó, ¿verdad?
– No, Marshall, de eso estoy seguro. Según Mitchell Cambridge, la víctima murió ayer por la mañana a consecuencia de la mordedura de una serpiente venenosa…
– ¡Un accidente! Pobrecita…
– … después de que la golpearan en la cabeza y la arrojaran encima de la serpiente -terminó Rountree, advirtiendo con satisfacción que Marshall Pavlock le observaba boquiabierto-. En la esquela, di sólo que murió «repentinamente», como de costumbre. Y en cuanto al artículo, ya me pondré en contacto contigo más adelante. De momento escribe lo de siempre: «El sheriff Rountree y sus hombres aún están investigando, bla, bla, bla.»
– Pero…
– Tengo que irme, Marshall. Adiós.
Tommy Simmons no solía trabajar los sábados. Ésa era una de las razones por las que había decidido ser abogado: para poder permanecer en las cenas hasta el final mientras sus amigos médicos abandonaban la mesa tras recibir una llamada para practicar una apendicetomía urgente. Este sábado era pues una excepción, al igual que era excepcional que una de sus clientes se viese envuelta en un crimen violento, aunque fuese en calidad de víctima. Si bien los encuentros con Rountree eran bastante rutinarios, solían tratar de asuntos menores. Simmons oyó cómo se abría y se cerraba la puerta principal.
– ¡Abran en nombre de la ley! -gritó Rountree desde el recibidor.
Simmons abrió la puerta de su despacho con una amplia sonrisa.
– ¿Trae una autorización, señor?
£1 sheriff agitó una caja de sacarina.
– ¡No! ¡Sólo una petición de café!
– Ahora mismo te lo traigo. Pasa.
Rountree se sentó al otro lado de la mesa de Simmons y se puso a examinar el expediente.
– Es muy triste, Wes -dijo el abogado en un tono sincero que le habría reportado muchos votos en unas elecciones-. ¿Sabes? Estuve hablando con ella antes de ayer.
– Eso he oído. ¿Y de qué hablasteis?
Simmons se mostró muy cauto.
– No sé hasta qué punto debería revelar los asuntos de un cliente…
– Tom, ya sé que cuando te comuniqué que había muerto, pensaste que había sido un accidente… o tal vez un suicidio -rectificó al ver la expresión de Simmons-. Pero ahora puedo asegurarte que tenemos entre manos un asesinato.
– Ah -dijo Simmons con voz débil.
Rountree le explicó en qué circunstancias había muerto Eileen.
– Tengo entendido que hay un testamento de por medio.
– Bueno, Wesley, lo había, pero no va a recibir el dinero porque no llegó a casarse.
Le contó las condiciones del testamento de Augusta.
– Supongo que alguien podría haberla matado para quedarse con el dinero de la herencia.
– Son unos doscientos mil dólares, de los que hay que descontar los impuestos.
– ¿Así que fuiste a verla para hablar de la herencia?
– Sí, pero una vez allí, me dio un testamento que había redactado ella misma.
– Volveremos a eso enseguida. ¿Quién era el albacea del primer testamento, el de toda esa cantidad de dinero?
– El capitán William Chandler, el hermano de la testadora. Por supuesto, el dinero está invertido, y él…
– Muy bien. Pero si Eileen Chandler ya no va a recibir ese dinero, ¿a quién le corresponde ahora?
– Bueno, a nadie en particular. Quiero decir que…
– ¿A ti o a mí?
Simmons sonrió.
– Está bien, Wes. Ya te entiendo. Los posibles legatarios son: Alban Cobb, Charles Chandler, Geoffrey Chandler, Elizabeth MacPherson y William D. MacPherson. El primero que se case heredará el dinero.
Rountree los contó con los dedos.
– Bien. Ya tenemos cinco sospechosos.
– Cuatro -le corrigió Simmons-. Creo que William MacPherson no ha venido a la boda.
– Entonces cuatro. ¿Y el novio? Has dicho que Eileen Chandler hizo un testamento. ¿Y si especificó que él se quedara con el dinero?
Simmons vaciló un momento antes de sacar el documento escrito a mano.
– Bueno, no tendría importancia, Wes. No podía dejarle ese dinero a no ser que antes le perteneciera legalmente. Yo podría dejarte el puente de Brooklyn, pero a menos que fuese mío…
– Ya veo. ¿Es ése su testamento? -preguntó Rountree alargando la mano.
– Está bien, Wes, puedes leerlo. Pero antes, será mejor que te diga que este testamento es realmente increíble. -Se lo entregó al sheriff al tiempo que sacudía la cabeza-. Realmente increíble.
Geoffrey apartó la cortina con la mano y contempló el castillo de Alban, totalmente blanco a la luz matutina.
– ¿Te dijo que vendría?
– Me imagino que vendrá más tarde -repuso Elizabeth-, pero la verdad es que no me lo dijo. ¿Quieres que le llame?
Geoffrey se encogió de hombros.
– No, da igual. Él no puede hacer nada. Además puedo hablar contigo, ¿verdad?
Elizabeth se quedó perpleja.
– ¿Sobre qué?
– Bueno… sobre esta situación tan teatral en la que estamos metidos -replicó gesticulando-. Es como lo contrario de Hamlet, ¿no te parece? Ese verso que dice: «El banquete del funeral se ha convertido en el plato frío de la boda.» Es lo mismo, sólo que al revés.
– Siempre estás citando a Hamlet -observó Elizabeth-. Espero que no estés planeando mencionárselo a algún periodista. Esa cita podría ser lo bastante efectista como para aparecer en titulares.