– ¿Él lo sabe? -preguntó Elizabeth tomando asiento.
Shepherd asintió con la cabeza.
– Es muy evidente, ¿no crees? Existe todo tipo de razones psicológicas: una mujer dominante casada con un hombre pasivo, la fijación que tiene con su padre, su perfeccionismo. Digno de un libro de texto. Y todos los detalles en los que no pareces haberte fijado, como el hecho de que se meta en su habitación después de cenar y que nadie la vuelva a ver hasta el día siguiente. Ésa es la hora de la bebida. O que coma tan poco, sus estados de ánimo…
Elizabeth asentía con aire ausente, mientras trataba de recordar el comportamiento de Amanda durante los últimos días. Todo cuadraba ahora que alguien le había dado una explicación.
– Bueno, y ahora que lo sabes, ya puedes hacer como todo el mundo: ni caso. Tómatelo como una excentricidad más de la familia, como el teatro o los veleros.
– ¿No debería recibir ayuda? -preguntó Elizabeth.
– Y a continuación me dirás: «Usted es psiquiatra» -espetó Shepherd-. Mira, hace años que tiene un problema con la bebida y no lo va a solucionar teniendo una charla de diez minutos conmigo, ni con el Papa, ni con nadie. Es ella la que debe pedir ayuda. Y en estos momentos, ni siquiera admitiría que es alcohólica.
– Ya.
– Así que no pienso darle ningún consejo porque no me escucharía. Para ella sería muy embarazoso y para mí una pérdida de tiempo. Sin embargo te lo voy a dar a ti, ¿de acuerdo?
– Sí, por favor.
– Vuelve allí y compórtate como si nada. Haz todas las llamadas y recados que te pida la pobre mujer y acaba lo antes posible. Entonces dile que sabes que está destrozada, o lo que sea, y mándala a su habitación para que duerma un poco. Esta tarde ya se le habrá pasado.
– Supongo que no habrá ningún problema. Y actúo como si ella estuviese muy afligida, ¿no?
Shepherd asintió.
– Bueno, es que lo está. Sólo que es infeliz desdé hace mucho tiempo.
Clay Taylor jamás habría admitido que se sentía inquieto caminando por el sendero que conducía al lago de los Chandler. Hacía el mayor ruido posible apartando los arbustos con la mano y pisando las ramas del camino para dar una imagen de total despreocupación, que remataba silbando la melodía de «Entraremos en Jerusalén». Y menos mal que no se paró a pensar en las implicaciones de dicha canción, porque en realidad estaba más nervioso de lo que quería creer. Había dejado de intentar distraerse pensando en el partido de béisbol del martes por la noche o elaborando mentalmente la lista de la compra, y acabó imaginando unos peligros tan rocambolescos que la entretenida «película» que se montó en la cabeza le hizo olvidar cualquier clase de peligro real. En ella, una enorme bestia de las marismas, de veinte millones de años y con aletas, acababa de despertar en las profundidades del lago de los Chandler, y…
Cuando llegó a la orilla, su historia imaginaria tocaba a su fin, y él, vestido con el traje de buceo, arponeaba al pez monstruo y destruía sus huevos en el fondo del lago.
Clay contempló el apacible paisaje y esbozó una amplia sonrisa. Esta vez no se había traído todo el material de investigación porque ya habían inspeccionado el escenario del crimen el día anterior. Su tarea se limitaba a localizar cualquier elemento extraño en el lago y sus alrededores, aquellos detalles en los que se fijaría un pintor. Tenía un saco de yute donde ir metiendo las pruebas, aunque no sabía si antes debía fotografiarlas. De todos modos, se había olvidado la máquina fotográfica, de manera que si encontraba algo, tendrían que creer en su palabra.
Por fin llegó al lugar exacto donde había estado el caballete, lo descubrió gracias a las marcas que habían quedado en la hierba. Miró hacia el bosque, que era muy espeso y tenía el suelo cubierto de maleza. Por tanto, no habría allí mucha visibilidad. Todo muy normal. Había leído en alguna parte que unos excursionistas habían encontrado un pedazo de tela en unas zarzas que resultó ser un retal de la camisa de un niño desaparecido cuyo cuerpo apareció enterrado no muy lejos de allí. Se puso a examinar todos los arbustos a la vista, pero no vio ningún harapo que indicase la existencia de un cadáver en el bosque. Entonces decidió explorar el lago. Tal vez hubiese algo flotando en la superficie. ¿Quizás una bolsa con el anagrama de un banco, señalando el lugar donde habían depositado el botín de un atraco, bien resguardado dentro de cajas herméticas? Sólo que en la región nadie había robado ningún banco desde 1952, y en aquella ocasión se recuperó todo el dinero.
Taylor se imaginó a Rountree sacudiendo la cabeza y diciéndole: «Deja ya de investigar, muchacho, y sigue buscando.» Obedeció al fantasma del sheriff y siguió inspeccionando la zona: cielo azul, pinos, lago de un marrón verdoso, un par de libélulas amenazadas por las lubinas, y el sol centelleando en el agua. De pronto se fijó en algo que brillaba cerca de la orilla. ¿Qué sería? Caminó hasta el borde del agua para examinarlo de cerca. Sólo era un pedazo de vidrio marrón en el fondo del lago que había captado un rayo de luz. Pero cuando le echó un segundo vistazo, se dio cuenta de que había muchos cristales más. Aunque no debía preocuparse de las huellas dactilares, sacó un pañuelo del bolsillo para no cortarse y extrajo del agua el fragmento de vidrio. La etiqueta decía: Oíd Grand-Dad. ¡Menudo descubrimiento! Se disponía a arrojarlo al agua de nuevo cuando decidió seguir inspeccionando el fondo del lago. A falta de otra cosa… Mientras trataba de sacar alguna conclusión, extrajo el resto de la botella, y luego otra, y otra, y otra…
Media hora más tarde, Taylor regresaba a la ciudad con el saco de yute lleno de botellas de whisky mojadas. Estaba claro que alguien las arrojaba al lago para que nadie las viera en el cubo de la basura. Eran demasiadas. Miró el reloj del coche y vio que aún disponía de más de una hora antes de encontrarse con Rountree para el almuerzo. Tal vez habría averiguado algo para entonces. ¿Dónde comprarían la bebida si no querían que nadie se enterase? «Desde luego, no en Chandler Grove», pensó con una amplia sonrisa.
Se detuvo en el cruce de Hinty's Crossing, donde había una señal que decía: «Chandler Grove 8 km, Milton's Forge 20 km», con flechas que apuntaban en direcciones opuestas. Tras vacilar unos instantes, Taylor giró a la izquierda, hacia Milton's Forge.
Cuando llegó al establecimiento de bebidas alcohólicas de Milton's Forge, Taylor ya tenía preparado su interrogatorio. Si bien aquella localidad no estaba dentro de su jurisdicción por pertenecer al condado vecino, decidió que no era necesario ocupar un cargo oficial para hacer unas cuantas preguntas a un simple empleado. Al fin y al cabo sólo era una corazonada. Únicamente le preguntaría un par de cosas que tal vez ni siquiera tuvieran nada que ver con el caso en sí.
Al entrar en la tienda, Taylor se enderezó la pistolera e intentó dar una imagen seria y profesional. Entonces depositó una de las botellas de whisky que aún estaba entera sobre el mostrador.
– No las rellenamos, amigo -dijo el empleado en tono pausado.
Con una mueca de fastidio, Taylor sacó su chapa de identificación y se la mostró.
– Me gustaría hacerle un par de preguntas -dijo en tono severo.
– Y tampoco vendemos a menores.
Taylor exhaló un suspiro.
– ¿Deja que le haga una pregunta?
– Como quiera -replicó el hombre encogiéndose de hombros-, pero dudo que pueda ayudarle.
– Necesito saber si usted vende esta marca de whisky.
El tipo sonrió.
– Tercer pasillo a la derecha. Cójala usted mismo.
– ¡No quiero comprar nada! ¿Vende muchas botellas de éstas?
– Pse. No tanto como otras. La del caballo es la que más se vende.
– Muy bien, así que si alguien comprara muchas botellas de éstas, se acordaría, ¿verdad?