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– Dado que ése sería el asesino…

– ¡Bueno! Yo no iría tan lejos. Quiero decir que yo no vi nada. Pero aquella mañana estuve caminando cerca del lago.

– ¿Por qué? -preguntó Rountree.

– Porque quería hablar con Eileen. Me dirigía al lago para ver si estaba allí cuando oí unos gritos. Alguien estaba discutiendo allá abajo, y en tono muy violento. Parecían estar teniendo una buena bronca, pero, como era un asunto de familia, pensé que lo más correcto sería marcharme. No quería incomodarlos…

– ¿A quién? -preguntó el sheriff-. Me recuerda a una de esas películas antiguas en las que el testigo da tantos rodeos que al final alguien le dispara antes de que suelte lo que tenía que decir.

– Era Geoffrey -dijo Satisky rápidamente-. Geoffrey le estaba gritando a Eileen. Me dio la impresión de que estaba histérico.

– ¿Ah, sí?

– Sí. ¿Les ha contado el incidente?

– No -repuso Clay. Rountree le lanzó una mirada de advertencia.

– Me lo imaginaba -dijo Satisky con una sonrisa-. Por eso he pensado que no podía eludir mi responsabilidad.

– Bueno, ¿y por qué se estaban peleando? ¿Por usted?

– Desgraciadamente, en eso no puedo ayudarles. Para oír lo que decían, tendría que haberme acercado tanto que me habrían visto. Era a plena luz del día.

– Y no quería que le viera Geoffrey -apuntó el sheriff.

Satisky vaciló un instante.

– Habría sido muy violento. Prefería no entremeterme.

– Comprendo. También entiendo por qué no nos lo ha dicho antes. Confesar que oyó aquella discusión supone admitir que también usted se encontraba cerca del lago aquella mañana. ¿Quién sabe si la pelea no era por su causa? A lo mejor Geoffrey convenció a su hermana de que no se casara, y usted regresó más tarde cuando Eileen estaba sola, discutió con ella y la mató.

– ¡Por supuesto que no! -espetó Satisky-. ¡Era yo el que quería cancelar la boda! Para eso fui a verla… -Se calló de pronto al darse cuenta de lo que estaba diciendo.

Rountree esbozó una sonrisa implacable.

– Bueno, tanto mejor, ¿no? Así no estará tan apenado. Y ahora, volviendo al tema de la discusión, supongo que deberíamos hablar con Geoffrey.

Satisky echó un vistazo a las notas de Clay y preguntó:

– ¿Quiere que lo firme?

– No -dijo Clay-. No hay que firmar nada sin haberlo leído antes, y esto es ilegible. Tendrá que esperar a que Doris lo pase a máquina.

– Nos volveremos a ver, señor Satisky -le aseguró Wesley-. Y gracias por contarme todo esto. -Le dio una palmadita en el hombro.

Michael estaba encantado de haberse ganado la aceptación de la policía.

– Bueno, me alegro de haberles ayudado, sheriff.

– Sí, muy bien. Adiós.

Se apresuró a entrar en casa. Ahora tenía un nuevo concepto del sheriff del condado, y trató de pensar en una posible explicación por si alguien le preguntaba qué hacía hablando con ellos. Aunque, de todas formas, todo saldría a la luz en cuanto Rountree volviese a interrogar a Geoffrey. Lo mejor sería subir a su habitación a hacer la maleta, por si acaso.

– ¿No te parece interesante? -comentó Wesley apenas se hubo marchado Satisky-. Geoffrey se peleó con su hermana en el lugar del crimen.

– Me sorprende que ese tío haya venido a contárnoslo -dijo Clay-. Me parecería más lógico que le hubiera hecho chantaje a Geoffrey.

– Bueno, es verdad que no tiene un duro. Saltaba a la vista cuando le hemos propuesto alquilar una habitación. Pero si Geoffrey es el asesino, para Satisky sería una buena manera de correr la misma suerte que su prometida. Puede que sea lo bastante inteligente como para haberlo pensado. Pero yo diría que en realidad no se atreve a acercarse a Geoffrey para hacerle chantaje. Es mucho más propio de él esto de chivarse a sus espaldas. Estoy seguro de que ha disfrutado como un loco metiendo a Geoffrey en apuros. ¿No te parece?

– Creo que ha sido una forma de ajustarle las cuentas -repuso Clay-. Imagino que vamos a hablar con Geoffrey ahora mismo.

– Desde luego que sí.

Decidieron pues regresar a la casa. Cuando Mildred abrió la puerta, les informó de que Geoffrey había salido a dar un paseo hacía unos veinte minutos.

– ¿Qué te apuestas a que ha bajado al lago el muy morboso? -dijo Rountree.

– Pero allí ya no nos queda nada por hacer, ¿verdad? Quiero decir que no hay posibilidad de que destruya alguna prueba.

– No, a no ser que se te pasara algo por alto. No encontramos el arma asesina, pero lo más seguro es que esté en el lago. Dice Mitch que fue algo de madera, como una rama.

– Lo miré todo muy bien y no estaba en los alrededores del lago. Vamos.

Sin embargo, Geoffrey no había ido al lago. Lo encontraron casi media hora más tarde sentado bajo un manzano con el guión de La duquesa de Malfi.

– «Las águilas suelen volar solas; son los cuervos, las cornejas y los estorninos los que van en bandadas. Mirad, ¿qué es eso que me sigue?» -Levantó la vista fingiendo sorpresa-. Ah, hola, sheriff. Estoy aprendiendo mi papel.

– ¿Aprendiendo su papel? -repitió Wesley.

– Sí, para la producción teatral de la comunidad. Estamos preparando La duquesa de Malfi. Dígame que vendrá a verla, sheriff. Será un honor para mí.

– ¡La estudié en el colegio! -exclamó Clay con entusiasmo-. Va de un tipo que hace que maten a su hermana porque está enamorado de ella. -Acabó titubeando al darse cuenta de las implicaciones de lo que estaba diciendo.

A Rountree se le iluminó la cara.

– ¡No puede ser! ¿Es eso verdad?

– Excesivamente simplificado -replicó Geoffrey-. Trata del honor de una familia noble.

– Yo diría que la familia de usted es bastante noble. -Rountree se sentó con cuidado al lado de Geoffrey e indicó a Clay que hiciese lo mismo.

– Si han venido con la intención de asistir a un seminario al aire libre sobre teatro medieval, les han informado mal -espetó Geoffrey cerrando el libro.

– Lo cierto es que hemos venido a hablar del asesinato de su hermana. O más bien, de un incidente que sucedió justo antes.

– ¿Y cuál sería?

– Díganoslo usted, puesto que estaba allí. ¿Por qué discutió con su hermana el día en que murió?

Geoffrey enarcó las cejas.

– ¿A qué viene esa pregunta?

– Alguien les oyó. Sólo le estamos dando la oportunidad de contarnos su versión de los hechos. -Rountree le indicó con la mano que lo dejase hablar y continuó-: Pero espere un momento. Antes permítame que le lea sus derechos. No le estoy acusando de nada… todavía. Sólo quiero asegurarme de que sabe a lo que se expone antes de empezar a hablar.

Geoffrey se quedó mirando al vacío mientras Rountree sacaba la tarjeta de los «derechos» y la leía con la jovialidad de un locutor de radio. Cuando hubo terminado, el sheriff volvió a guardar la tarjeta en la cartera y le dedicó una amplia sonrisa. Hubo un minuto de silencio.

– ¿Y bien? -preguntó Rountree en tono alentador.

Geoffrey suspiró y sacudió la cabeza.

– Está bien, Rountree -dijo por fin-. Accedo a tener esta conversación, pero con ciertas condiciones…

– Ese tipo de acuerdos sólo son competencia del fiscal del distrito -comenzó a amonestarle Rountree.

– No es eso. Me dispongo a hablar de asuntos privados de la familia que, por otra parte, no tienen nada que ver con el caso en sí. No quiero que se comenten mis declaraciones en la mesa, ni que se las mencionen a mi familia; ni tampoco que Doris Guthrie las pase a máquina, porque es la mujer más bocazas de todo el estado de Georgia.

– Los casos de la policía siempre son confidenciales… -comenzó Clay.

– Pásalo tú a máquina, Clay. Tiene razón con lo de Doris. Está bien, señor Chandler. Le doy mi palabra. Esta entrevista será confidencial dentro de lo posible. Sin embargo, debe usted saber que no podemos mantener en secreto las confesiones de asesinatos, incluso accidentales. Pero ¿por qué no me dice de una vez lo que ocurrió aquel día y a partir de ahí ya veremos?