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El sheriff sonrió.

– Procura no impresionarte demasiado.

– Ah, claro, es inmoral -replicó Taylor rápidamente-. Creo sinceramente que nadie debería vivir en un sitio así con toda la gente que hay sin electricidad ni agua corriente, pero desde el punto de vista estético… bueno, ya que lo ha construido, no me importaría verlo.

– Claro, Clay, pero procura no distraerte demasiado haciendo el inventario de la casa, ¿vale?

Cruzaron la calle y se dirigieron al castillo.

– Sí que está alto -observó Rountree al ver que la puerta de entrada daba al primer piso.

Comenzó a subir los escalones con muchísima calma, mientras Clay corría escaleras arriba y llamaba a la puerta con una aldaba de bronce en forma de dragón. Rountree llegó a la entrada justo en el momento en que una mujer bajita y ceñuda asomaba la cabeza.

– Esto no es un museo -les advirtió.

– Hola, señora Murphy -dijo Clay-. ¿Se acuerda de mí?

La puerta se abrió del todo.

– ¡Clay Taylor! ¿Cómo estás?

– Bien, gracias, aunque hemos venido por trabajo. Sheriff, ésta es la madre de Willie Murphy. ¿Ahora trabaja aquí, señora?

– Tres días a la semana. Y apenas es suficiente. No me explico cómo se las arreglaban en aquella época sin enceradores eléctricos. -Señaló hacia la lustrosa escalera de mármol, en cuyo rellano descansaba el aparato.

– Discúlpenos por interrumpir su trabajo -dijo Rountree-, pero tenemos que ver al señor Cobb, si es que está en casa.

– Está arriba. Voy a llamarle. ¿De parte de quién le digo?

– Del sheriff -replicó Wesley. Y con una leve sonrisa, añadió-: De Nottingham.

Alban seguía riendo cuando bajó a reunirse con ellos. Les condujo a su estudio y les hizo sentar en el sofá de terciopelo. Clay sacó su bloc de notas.

– Me imagino que usted es Robin Hood -dijo Alban con una amplia sonrisa-. Me temo, sheriff, que se ha equivocado de castillo. Éste no es inglés, ni del siglo doce. Es alemán y del siglo diecinueve.

– Muy impresionante -repuso Wesley en tono educado.

– Miren, ya sé que no han venido aquí con el Club de Jardinería. ¿En qué puedo servirles? ¿Les apetece un café? -Se dejó caer en el sillón orejero y se cogió la cabeza entre las manos.

– Para mí, no, gracias -dijo Wesley-. Pero parece que a usted no le vendría mal. ¿Le pasa algo?

Alban le miró, sorprendido.

– Ha sucedido algo muy gordo, ¿no cree? Me duele mucho la cabeza. Debe de ser el estrés. Pero, por favor, no vayan a pensar que no quiero hablar con ustedes. Voy a preparar un café. Pueden empezar cuando quieran.

Wesley observó cómo Alban se servía café en un pichel de cerveza con un ciervo pintado en la superficie.

– Esto es pura rutina -comentó, arrellanándose en el sofá-. Ya hemos interrogado a todos los de la otra casa, y hemos pensado que tal vez nos podría proporcionar algo de información sobre su prima.

– ¿Podrían decirme antes… qué ha sucedido? Me gustaría sacar algo en claro de todas las historias que he oído sobre intrusos merodeando por el lago y… em… huéspedes. ¿Hay algún sospechoso?

– Un montón, pero lo único que me atrevo a afirmar con seguridad es que la señorita Eileen estaba pintando un cuadro junto al lago. Todo el mundo dice que era un regalo de boda para el novio. ¿Consiguió verlo, por casualidad?

– A juzgar por sus otras obras, yo diría que era algo abstracto, sheriff.

– ¿Se le ocurre alguna razón por la que hubiesen querido matarla a causa del cuadro?

Alban esbozó una amarga sonrisa.

– Me temo que el trabajo de Eileen no era muy prometedor.

– Bueno, fuera lo que fuese, ha desaparecido. Al parecer aquella mañana estaba pintando a la orilla del lago cuando alguien se le acercó por detrás y la golpeó.

– ¿Y no han encontrado el arma que la mató?

– El arma que la golpeó, no -lo corrigió Wesley-. Puede que tengamos que rastrear ese maldito lago. Pero eso no fue lo que la mató. Según el informe del forense, murió a causa de una serpiente venenosa. La empujaron a un viejo bote de remos varado en la orilla, y había una mocasín acuática en el fondo. Debía de ser muy grande. La mordió en la yugular y una gran cantidad de veneno le alcanzó el corazón en cuestión de segundos. Eso fue lo que acabó con su vida. Tampoco hemos encontrado la serpiente -agregó con frialdad.

Alban suspiró.

– La muerte de mi pobre prima ha sido sin duda más espectacular que su vida.

– Éste es el caso más extraño con que me he encontrado hasta ahora -observó Rountree-. ¿Por cierto, dónde estaba usted el día en que murió la señorita Chandler?

– Fui a acompañar a mi madre a una exposición de flores en Milton's Forge.

– ¿Y a qué hora salieron de casa?

– A eso de las nueve, creo.

– ¿Había hablado alguna vez de la boda con la señorita Chandler?

– Sólo para desearle buena suerte. Mis conversaciones con Eileen se reducían a simples comentarios formales. No estábamos muy unidos. Estuvo tanto tiempo fuera que apenas sabíamos qué decirnos.

– ¿Y qué me dice del novio? ¿Qué le parece?

Alban se encogió de hombros.

– Es bastante callado. La actitud que pareció adoptar la familia fue la de mostrarse tolerante y educada con él, así que me limité a seguir su ejemplo.

– ¿Y qué hay del resto de la familia? ¿Tenía Eileen diferencias con alguno de ellos?

– Eileen nunca discutía, sheriff. Se esfumaba. Cuando mi encantadora tía Amanda se ponía en plan déspota, Eileen simplemente desaparecía; físicamente, siempre que podía, y si no, mentalmente. Cada vez que había una discusión en la familia, permanecía absolutamente neutral. Hasta Geoffrey la eximía de sus mordaces comentarios. Eileen siempre estaba encerrada en sí misma.

– Bueno, debía de estar molestando a alguien.

– Me temo que no le puedo ayudar. Creo sinceramente que en este caso lo del intruso podría ser la solución al problema.

Rountree soltó un fuerte bufido de exasperación.

– Los vagabundos no tienen colecciones de arte, señor Cobb.

– Siempre acabamos volviendo al cuadro, ¿verdad?

– Sí. ¿No tiene ni idea de lo que podría estar pintando?

– Bueno, hace un par de noches, me invitaron a cenar en casa de los Chandler y, como Eileen no aparecía, me ofrecí a ir a buscarla. Tía Amanda es una maniática con el horario de las comidas. Cuando llegué al lago, Eileen estaba guardando todo el material de pintura. Sólo pude echarle un rápido vistazo, y ni siquiera creo que valga la pena mencionarlo. Empezaba a oscurecer y lo vi de bastante lejos. Pero me da la impresión de que era el lago, aunque tal vez en abstracto.

– El lago. Eso es lo que piensa todo el mundo. Y no nos lleva a ninguna parte. ¿Por qué iba a llevarse alguien un cuadro del lago? ¿Alguna sugerencia?

– Un montón -replicó Alban con una amplia sonrisa-. Y todas ridículas. ¿Quiere que le dé algunos ejemplos? Bueno, pensé que quizá mi primo Charles tenía una plantación de marihuana alrededor del lago y Eileen había pintado las hojas con demasiada precisión; o puede que el Director esté probando un modelo de barco secreto para el gobierno, y a Eileen se le ocurriese hacerlo aparecer en el cuadro. ¿Quiere que siga?

Rountree se puso en pie.

– Ya nos las arreglaremos solos, si no le importa. ¡Menuda imaginación tiene!

Alban miró a su alrededor.

– Pensé que ya se había dado cuenta, sheriff.

– Sí, ya veo lo que quiere decir. Y ahora tenemos que marcharnos, señor Cobb. Si se le ocurre alguna cosa más, por favor, llámeme. Espero que se le pase el dolor de cabeza.

– Gracias, sheriff. A lo mejor logro convencer a mi prima Elizabeth de que venga a montar a caballo conmigo. Es algo que solía relajarme mucho.

Una vez fuera, Rountree, que había estado rumiando las últimas palabras de Alban, dijo: