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Cuando bajó a las cinco y cuarto, se encontró a Geoffrey en el pasillo, a punto de entrar en el comedor.

– ¡Ah! ¡Estás aquí, Elizabeth! Hoy te has comportado como una ermitaña, ¿verdad? ¡Muy inteligente! ¿Quién sabe quién será el siguiente?

– No tiene ninguna gracia -dijo Elizabeth con el ceño fruncido-. Lo que pasa es que no aguanto el drama en la vida cotidiana tan bien como tú.

– Entonces te horrorizará saber que el espectáculo de esta noche consiste en un número de Tommy Simmons en calidad de abogado, seguido de las maravillosas hazañas mentales del sheriff Rountree.

– ¿Vienen a cenar?

– No, gracias a Dios. Pero nos han convocado a todos en el salón a las siete. Intenta no pensar en ello; te podría sentar mal la salsa holandesa. El estrés es fatal para la digestión.

– ¿Y ahora qué quiere Rountree?

– He solicitado el puesto de Watson -dijo Geoffrey adoptando una pose-, pero mi propuesta no ha sido muy bien recibida. -Luego añadió, en tono más serio-: ¿No pretenderás que lo sepa? Imagino que será para algo trivial.

– Sí, supongo que sí. Ya ha hablado con todos nosotros.

Entraron en el comedor, donde Amanda y el abuelo estaban ya sentados, conversando en voz baja. Elizabeth se dirigió a la otra punta de la mesa, donde se encontraban Charles y el doctor Shepherd. Geoffrey comenzó a seguirla, pero de pronto pareció recordar algo y se marchó corriendo.

Volvió al cabo de un momento, agitando un sobre azul y blanco.

– ¡Casi se me olvida, Elizabeth! Has recibido esto esta mañana. Creo que es una oferta de esos periódicos de supermercado para que cuentes tu versión del asesinato.

Cuando le entregó el sobre, todos se quedaron mirándola mientras lo abría. Elizabeth leyó el mensaje dos veces, y volvió a meter el telegrama en el sobre.

– ¿Es de Margaret? -preguntó Amanda.

– No -murmuró Elizabeth-. De Bill.

– Supongo que es para decirte cuándo vendrán al funeral.

– Bueno… aún no están seguros.

Alban apareció en la puerta.

– ¡Ya estáis a punto de cenar! Vaya. ¿Vuelvo más tarde?

Aunque la pregunta estaba dirigida a Amanda, fue el abuelo quien respondió.

– Puedes quedarte, Alban. Acabo de recibir una llamada de Wesley Rountree y va a venir a hablar con nosotros esta noche. Además Tommy Simmons ha solicitado una reunión familiar, a la cual también asistirá Wes.

– ¿Qué? ¿Te quedas a cenar? -preguntó el doctor Chandler.

– Sí, si no es una molestia. ¿Queréis que llame a mi madre y le comente lo de la reunión? -Se dirigió hacia el lado de la mesa donde se hallaba Elizabeth.

– Sí, por favor, Alban -repuso Amanda-. Ya le he dicho esta mañana lo de Simmons, pero tal vez necesite que se lo recuerden. Me ha comentado que no se encontraba muy bien.

– No. Hoy casi no ha salido de su cuarto.

– Quizá debería acercarme a verla -dijo el abuelo en voz baja.

Amanda apretó los dientes y dijo:

– Claro que, si hay alguien aquí que debería recluirse, ésa soy yo. No os podéis ni imaginar la tensión que he pasado…

– ¿Es que no podemos tener una sola comida en paz? -espetó su marido.

– Robert, ¡tengo derecho a expresar mi dolor! Y me preocupa que el asesino de mi hija esté…

– ¿Qué quieres? ¿Que lo cojan? -tronó el abuelo-. ¡Pues yo no!

Para Michael Satisky, la discusión se convirtió de pronto en una mezcolanza de voces estridentes desprovista de todo sentido. Estaba intentando pensar en Eileen. Debería sentir algo de dolor. Estaba convencido de que si lograse superar la tensión de verse obligado a permanecer en aquella casa, y el terror de que la policía detuviese al «sospechoso preferido de la familia», sentiría lástima por Eileen. Cada vez que trataba de pensar en ella, experimentaba un gran alivio por haberse librado de una complicada relación, y ahora que ya no podía sucumbir a la tentación de disponer de tanto dinero, volvería a ser la misma persona sincera y espiritual de siempre. Los dragones de la pobreza eran mucho más fáciles de combatir que los monstruos que acechaban a Eileen. Así pues, se alegraba de haberse liberado del compromiso, pero a la vez le preocupaba no sentir la pérdida de la triste princesita que había amado. Estaba convencido de que bajo sus inquietudes personales estaba totalmente destrozado. ¡Por supuesto que sí! Una persona con su perspicacia y su sensibilidad podría tardar años en reponerse de semejante tragedia. Tal vez si compusiera un delgado volumen de poemas… «La dama del lago y otros poemas», de Michael Satisky… Se dejó llevar por sus pensamientos a un plácido mundo de imágenes y símiles.

– Hola, Elizabeth. Apenas te he visto últimamente -dijo Alban sentándose a su lado.

– Bueno, ayer estuve en una iglesia con Carlsen, y luego visitamos un museo. -Se sorprendió al notar que se sonrojaba.

– Ya -repuso Alban en voz baja y, sin decir palabra, comenzó a comerse la ensalada.

Elizabeth se quedó mirando su plato mientras pensaba en algo de que hablar. No es que tuviese la mente en blanco, sino todo lo contrario: abundaba en posibles temas de conversación. «¿Estás celoso de que saliera con el doctor Shepherd?» «¿Cuándo es la encuesta judicial?» «¿Tendremos que asistir?» «¿Crees que alguno de nosotros es un asesino?» Dado que ninguno de estos temas daría pie a conversaciones pacíficas, trató de apartarlos de su mente y pensar en algo más neutral. Estaba preocupada por Geoffrey. A pesar de sus joviales y agudos comentarios de antes, llevaba un buen rato callado, lo cual no era nada propio de él. Podía tratarse de una muestra de tacto (tal vez había renunciado a su tendencia natural a atormentar a algunos de los comensales), aunque era bastante improbable que Geoffrey hiciese algo por motivos altruistas. En ese preciso instante, su rostro no expresaba más que una cortés indiferencia. A Elizabeth le habría gustado saber cuál era su verdadero estado de ánimo.

De pronto Charles levantó la vista de su plato de arroz con calabaza y comentó sin dirigirse a nadie en particular:

– La verdad es que encuentro reconfortante la idea de la muerte como la gran benefactora de la humanidad. La muerte ha hecho posible la selección natural, lo que a su vez provoca una mejora de los genes. La reproducción por mitosis simplemente duplica el organismo existente.

Geoffrey golpeó su plato con el tenedor y se marchó corriendo del comedor.

– ¡No vayas tras él! -dijo Shepherd cuando Elizabeth se levantó de la silla-. Con lo que se esfuerza en mantener esa endeble fachada, no le haría ninguna gracia que lo vieras sin ella.

– Estaba tan callado. Me pregunto en qué estaría pensando.

– Creo que le ha afectado mucho lo de Eileen. Le he estado observando y yo diría que, como a la mayoría de las personas que utilizan su ingenio como una defensa, a Geoffrey le impone mucho respeto… como decirlo… la verdadera inocencia. Se mostraba muy protector con su hermana.

– ¿Le habló Eileen alguna vez de él? -preguntó Elizabeth.

– No deberías preguntarlo -respondió Shepherd con una sonrisa.

– Pero tiene razón -intervino Alban-. Geoffrey era siempre muy comprensivo con Eileen.

– No se puede decir lo mismo de su forma de tratar a los demás -espetó Satisky.

– Es verdad que no oculta sus sentimientos -dijo Shepherd-, y me parece admirable que los tenga.

Satisky esbozó una sonrisa maliciosa.

– A no ser que necesite montar un número… por otras razones.

Alban dejó violentamente su taza de café sobre la mesa y exclamó:

– ¡Ya basta! ¿Queréis dejar de hablar del asesinato? Si no pensamos tanto en ello, el tiempo lo arreglará…

– El tiempo… es… ¡relativo! -apuntó Charles espaciando las palabras y amenazando a Alban con el tenedor.

Alban parecía dispuesto a saltarle encima cuando de pronto se controló.